El 8 de julio de 2011 era viernes, el Programa de Aceleración del Crecimiento (P.A.C.) tiraba de Brasil a todo gas y en el horizonte se vislumbraba una Copa del Mundo y unos Juegos Olímpicos. La presidenta Dilma Rousseff comenzaba el fin de semana junto al gobernador del estado de Río de Janeiro, Sergio Cabral, y el alcalde de Río, Eduardo Paes, realizando el viaje inaugural del teleférico que une el barrio de Bonsucesso y el punto más alto del Complexo de Alemão, uno de los complejos de favelas más grandes y peliagudos de todo el país. Invirtieron aproximadamente 75 millones de euros en varios de esos teleféricos que daban servicio a algunos de los cerros más pobres de la ciudad.
Ese trío de gobernantes es el mural perfecto para resumir la actual política brasileña. La presidenta fue apartada de su cargo tras un impeachment que partió al país en dos ideológicamente, añadiendo las dosis de odio que aún perduran y que marcan esta campaña electoral. Sergio Cabral (PMDB), exgobernador, está en la cárcel desde hace un par de años, condenado a más de cien por corrupción, lavado de dinero, evasión de divisas y pertenencia a organización criminal. Eduardo Paes (Demócratas, DEM), el exalcalde, tenía absolutamente abandonados y olvidados decenas de barrios de toda la ciudad, incluido Bonsucesso –desde donde partía ese teleférico. El transporte, muy lejos de la idea de movilidad urbana, se iba sacando adelante con un caótico servicio de autobuses que salían del barrio por una autopista congestionada y peligrosa, y una infinidad de camionetas clandestinas encargadas de cubrir el vacío del estado.
Paes, con veinticinco años de carrera política, ocho de ellos comandando esta negligencia desde el ayuntamiento, ahora visita el barrio como candidato a gobernador del estado pidiendo el voto a los vecinos y prometiendo tanto abajo como arriba –en la favela– que el servicio de teleférico, irremediablemente paralizado tras las Olimpiadas, se reanudará si gana las elecciones estatales.
Barrios enteros obligados a la autogestión
Las favelas y los barrios más reprimidos de las ciudades brasileñas se han visto obligadas desde siempre a fomentar la autogestión. Muchas veces, donde no llegaba el gobierno de turno –municipal, estatal o federal– llegaban las bandas de narcotraficantes, ganándose el favor de la población a cambio de servicios. Los gobiernos aparecen muy de cuando en cuando y con proyectos exóticos, como este ejemplo del teleférico. Algunos vecinos opinaban que era más urgente el saneamiento básico, algún hospital o remodelar la escuela, otros tenían pánico a las alturas, y otros explicaban que eso realmente le venía bien al que vivía arriba del todo, pero a los demás no. Es decir, como ellos mismos ironizan, “cosa de gringos”, o algo “pra inglês ver”.
La movilidad urbana, vital para el acceso a los servicios públicos, siempre ha sido uno de los mayores obstáculos para la población brasileña con menos recursos económicos. Y aunque siempre la han autogestionado –con las furgonetas kombi, con mototaxis– ahora la están reinventando. Viendo que el mapa de metro beneficia solo a unos pocos, y la flota de autobuses sigue sin nutrir correctamente las favelas, los mototaxis aumentan sus servicios basándose en los mensajes por whatsapp. Los tiempos cambian pero ellos siguen siendo los que más suben y bajan laderas en mal estado.
Los taxistas, por su parte, no subían a determinadas zonas del Complexo do Alemão (Río de Janeiro) ni cuando estaba recién estrenada la pacificación –comenzó a finales de 2010, con la instalación de unidades de policía militar en zonas clave. Pedir que suban ahora, después de que haya fracasado el plan y cuando la violencia está alcanzando cotas insospechadas, no es nada realista. Lo mismo sucede en muchas de las otras favelas de Río de Janeiro o de São Paulo. Aplicaciones como Uber o Cabify tampoco les funcionan a los vecinos, porque detectan automáticamente zonas de riesgo y no disponibilizan vehículos. Por eso, en Brasilândia –zona norte de São Paulo– tuvieron que crear Ubra.
Por allí es difícil que circulen siquiera servicios de recogida de basuras o ambulancias. La violencia les estigmatiza. Al comienzo del año pasado, cuando estrenaron el sistema, Emerson Lima, el gerente, aseguraba en el canal público TV Cultura que Ubra además de un emprendimiento es un proyecto social. Son vecinos trabajando para vecinos: “La mayoría de nuestros conductores son de por aquí, entonces lo que causa miedo a otras personas de fuera del barrio, para nosotros es tranquilo, subimos y bajamos el morro, de día, de noche y de madrugada sin ningún problema.”
A través de una aplicación móvil o también mediante un sencillo whatsapp los vecinos consiguen solicitar los trayectos que hasta entonces les resultaban imposibles. “En el caso de que desee solicitar un coche, infórmenos por favor de las direcciones completas de origen y destino. Primero la dirección donde está y después la dirección final”, se puede leer en el mensaje automático que recibe el usuario al contactar directamente con la centralita. En pocos segundos reciben el precio total de la carrera. Pueden pagar de diversas formas, e incluso lo pueden dejar a deber. En Ubra se fía.
Dificultades sigue habiendo muchas, sobre todo las relacionadas con las bandas de narcotraficantes o las milicias paramilitares que se disputan el control de cada favela. Todo tiene que pasar por los dueño del morro. “No necesariamente es necesario hablar con ellos, pero los conductores, por el hecho de ser vecinos antiguos, ya saben cómo proceder”, reconocía el gerente de Ubra en TV Cultura, dejando entrever que siempre es bueno llegar a pactos.
En contraposición a estos trabajosos movimientos de autogestión de las favelas, los Juegos Olímpicos dejaron como principal legado la revitalización de la zona portuaria de la otra gran urbe brasileña, con proyecto que ha incluido un tranvía (el VLT) que se desplaza de manera lenta pero segura y va pasando por museos mientras une la estación de autobuses de Río y el aeropuerto Santos Dumont. Es decir, muy cómodo y práctico para los turistas.
Olvido institucional: inseguridad y violencia
Este olvido teledirigido, y las lastimosas condiciones laborales y económicas de la población, la hacen más manipulable ante los cantos de sirena de los políticos en la campaña electoral. El problema social de la inseguridad ciudadana y el problema de salud pública generado por las adicciones en las zonas más reprimidas, facilita, por otra parte, que el discurso radical de la ultraderecha que vende más violencia contra la violencia, cale también en la población con mayores recursos y con mayor nivel de estudios. Lo demuestran las encuestas a las elecciones presidenciales, con el ultraderechista Jair Bolsonaro al frente.
Los resultados de la intervención federal en la seguridad pública de Río de Janeiro, en cambio, dejan claro que más acción militar no resuelve el mal, más bien lo contrario. El Observatório da Intervenção, Anistia Internacional Brasil y las organizaciones Redes da Maré y Conectas Direitos Humanos, contando con el apoyo de Mônica Benício, viuda de Marielle Franco, concejala carioca asesinada hace ya más de medio año, han denunciado ante la ONU en Ginebra que durante los siete meses que se han cumplido ya de intervención, las confrontaciones entre las fuerzas de seguridad y las bandas criminales han aumentado notablemente, incrementándose también en un 49% las personas muertas por acciones militares (916 muertos, más de cuatro personas al día).
Las razones de esta denuncia son solo una parte de la problemática por la que la población brasileña con menos recursos está destinada a la autogestión, a salir adelante con sus propios medios, incluidos sus propios medios de transporte. Se sienten ignorados en cada movimiento de sus gobernantes, como cuando en 2016 se inauguró una estación de metro en Río de Janeiro situada entre São Conrado y Rocinha (la favela más grande de Brasil, con casi 100.000 habitantes) y el ayuntamiento eligió como nombre “Estação de São Conrado”. Las asociaciones de vecinos se echaron a la calle y recogieron firmas para que se sustituyera el nombre por Rocinha/São Conrado, esa visibilidad era muy importante para ellos. Lo único que consiguieron fue que en una de las tres salidas de la estación cambiaran el adhesivo de cartel por uno nuevo que decía São Conrado/Rocinha, y que la megafonía les nombre en los vagones.
En los planos de metro no aparece Rocinha porque los gobernantes siguen mirando para otro lado, y cuando miran, tienen ideas del estilo de la del actual alcalde de Río, Marcelo Crivella, una mañana que pasó por allí con su equipo de gobierno y anunció que iba a pintar diez o doce fachadas: “Para que cuando la gente pase por la [carretera] Lagoa-Barra y miren hacia aquí y se queden con la idea de una comunidad cuidada, bonita, de un pueblo trabajador, en fin, hoy está un poquito fea”.