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ENTREVISTA

Hernando Gómez Buendía, sociólogo: “La elección de Petro supondría la ruptura de un consenso político de 200 años en Colombia”

El sociólogo Hernando Gómez Buendía, en una imagen de archivo

Camilo Sánchez

Bogotá —
21 de mayo de 2022 22:06 h

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Hernando Gómez Buendía, filósofo, doctor en Economía y Sociología, es uno de los más agudos analistas políticos de Colombia, autor del libro Entre la independencia y la pandemia. Colombia, 1810 a 2020, de Fundación Razón Pública, donde recoge el periplo borrascoso de la construcción del Estado colombiano. Un proceso silencioso, según él, desde los días de Simón Bolívar hasta la crisis del coronavirus.

Atiende a elDiario.es a través de Zoom desde su casa en los suburbios del extremo norte de Bogotá. Durante años también ha sido columnista en 14 periódicos, entre ellos El Espectador de Bogotá, y desde 2008 dirige la web de periodismo de análisis Razón Pública. Pide disculpas, con algo de humor, por extenderse en las respuestas. En el fondo sabe lo improbable que es resulta ser breve a la hora de explicar asuntos aún insolubles como quiénes son los culpables de la violencia en Colombia o para dónde va el país después de las próximas elecciones presidenciales del 29 de mayo.

¿Qué supondría la llegada del primer Gobierno de izquierda en la historia del país?

Sería un hito completamente distinto en la historia de Colombia. De los 117 presidentes que hemos tenido, Petro sería el primero que no viene de ninguno dos de los partidos más longevos del mundo occidental, el Liberal y el Conservador ¡Habría una ruptura con un consenso político de 200 años! 

¿En qué consiste ese orden conservador?

Se funda sobre una herencia religiosa de cuatro siglos y tiene tres rasgos fundamentales que explican su capacidad de estabilidad y resiliencia. Primero, haber permanecido de forma acrítica dentro de la órbita de los Estados Unidos en política exterior. Colombia ha tenido la mayor lealtad en América Latina hacia las políticas estadounidenses. 

Segundo, un enfoque muy técnico y ortodoxo en el manejo de la economía, pero que nunca ha planteado la redistribución de la riqueza. En Colombia nunca ha habido, por ejemplo, un impulso de reforma agraria verdadera.

Y el tercer pilar tiene que ver con la construcción de un Estado que ha hecho concesiones sociales de manera lenta y gradual, casi siempre como método de negociación de las élites con unos movimientos sociales especialmente débiles. Ahora bien, debo decir que las conquistas en salud, educación o pensiones han sido muy importantes, especialmente desde la Constitución del 91, pero se trata, en todo caso, de mejoras con un alcance desigual en cobertura y calidad. Aún estamos lejos de alcanzar la universalidad que está consagrada en la constitución.

¿Le parecen viables las propuestas de Gustavo Petro?

Petro, básicamente, propone girar contra el presupuesto nacional. Por ejemplo, una pensión mínima de vejez, matrículas gratis, o acabar con las ARS (Administradoras del Régimen Subsidiado). ¿Quién va a asumir el costo? En teoría, el Estado. Su objetivo es acelerar el proceso que Colombia empezó con la Constitución de 1991 y que desde entonces todos los gobiernos han continuado, en mayor o menor medida. Esa me parece una esperanza legítima. Visto con serenidad de economista, habría que examinar cuál es realmente el costo fiscal de estas medidas. Hay que tener en cuenta, y en el libro lo explico claramente, que el gasto del Estado colombiano ha aumentado en las últimas décadas a mayor velocidad que el recaudo tributario. Después de los daños económicos y sociales de la pandemia, supongo que ese será uno de los debates fuertes en el país.

Un cambio de agenda importante tras haber puesto el foco sobre los estragos de la violencia durante medio siglo.

En Colombia hemos tenido la mala costumbre, desde la Colonia, de discutir los problemas que no son con argumentos que no son. Es lo que yo llamo las “polarizaciones falsificadas” de nuestra historia. Gastamos, básicamente, 52 años discutiendo sobre cómo acabar militarmente o resignarnos a negociar con una guerrilla que desde su fundación estaba destinada al fracaso.

Ni la comunidad internacional, ni los propios colombianos entendimos nada del conflicto interno. Las FARC fueron una guerrilla agrarista que tuvo algunos avances militares en los 90, pero que jamás logró tener suficiente fuerza política para desafiar al Estado. Fue un conflicto periférico, campesino, sin apoyo popular en un país cada vez más urbano. 

Basta con recordar el fracaso estruendoso que tuvieron en las primeras elecciones parlamentarias en que participaron como partido político tras los acuerdos de paz en el 2018 (0,34% de los votos para el Senado y 0,24% para la Cámara de Representantes). Es más, en las zonas rurales donde podían haber tenido alguna simpatía solo lograron elegir a un alcalde en un municipio pequeño del Cauca (departamento al suroccidente del país). 

La guerrilla fue, sin duda, un problema grave, que dejó miles de víctimas. Pero de ningún modo fue el gran problema con el que se movilizó al electorado durante 50 años. Entonces,  pasar a debatir sobre la tributación, o sobre los servicios que debe prestar el Estado me parece una discusión mucho menos falsificada, en el sentido de que se trata de una realidad que afecta, sin duda, la vida diaria de la gran mayoría de la gente. 

¿Cómo ve la candidatura del derechista Federico Gutiérrez?

Fico es una caricatura mal hecha de la derecha. Su programa es sumamente débil, no propone nada concreto en lo económico ni en lo social. Es la versión más simplificada del orden conservador que describí antes. Porque el orden conservador también ha tenido rasgos positivos, eso hay que decirlo. 

¿Como cuáles?

Por ejemplo, el hecho de haber edificado una democracia electoral bastante estable, moderna, con muchas elecciones y casi sin dictaduras militares; o haber mantenido una historia de continuidad económica, de modesto pero constante crecimiento, y que sigue avanzando. Pero la versión de “Fico” es sinceramente muy recortada. Su única estrategia clara hasta ahora ha sido tratar de asustar a los votantes con todo lo malo que, según él, haría un hipotético Gobierno de Petro.

Por el contrario, uno de los problemas históricos no resuelto es el de la configuración territorial. Incluso traza algunas similitudes con España.

Sí. Por eso aludo al título del viejo libro de Ortega España invertebrada. Un problema de ordenación territorial que viene en ambos casos del siglo XIX. Nuestras entidades intermedias, que son los departamentos, son muy débiles, a diferencia de las comunidades autónomas españolas. En Colombia el Estado ha tratado de concretar un modelo centralizado que en la vida real no funciona porque el Gobierno central ha sido muy débil para imponerse a las regiones de un país muy diverso, muy fragmentado geográfica y culturalmente.

Los poderes territoriales, como suele suceder, le han hecho una resistencia continua a ese esfuerzo centralizador de Bogotá, un hecho muy importante para entender la violencia en las zonas periféricas. En Colombia, ha habido una serie inacabable de reformas constitucionales, leyes o decretos para tratar de darle forma a la figura de los departamentos, pero todos han sido fallidos. Eso se ha traducido en que los políticos han sido quienes han asumido la tarea de intermediación entre las regiones y el Estado.

Yo digo que en Colombia los políticos se parecen a los cónsules. Su trabajo no consiste en hacer leyes en el Congreso, sino mandados y favores burocráticos a quienes los han ayudado a ser elegidos en sus territorios: un puesto de trabajo, un contrato, un puente, una escuela o una carretera. Esa es además la forma de mantener sus feudos electorales y al mismo tiempo un engranaje que facilita la corrupción.

Subraya en el libro que “el gran pecado de Colombia” ha sido la debilidad de las políticas laborales...

Ese es el problema fundamental de hoy. Si usted suma los desempleados, los subempleados, los precarios, el sector informal y la nueva clase media que se ha empobrecido, cerca de siete de cada diez colombianos en edad de trabajo no son productivos. Por eso me refiero al gran pecado de Colombia. A pesar de que la calidad de vida  ha venido mejorando desde hace mucho tiempo, el modelo económico ha sido incapaz de crear empleos dignos y bien remunerados para la gran mayoría de la población.

Es una especie de paradoja. Pero mire, sin ponerle ningún apellido ideológico, esta es la falla central del modelo de crecimiento económico y la falta de verdad imperdonable de este país. Además es un problema al que llevamos años sacándole el cuerpo. Colombia desperdicia a la gran mayoría de sus habitantes en sus mejores años, cuando son aptos para trabajar. La pregunta es: ¿de dónde y cómo vamos a sacar esos millones de empleos de calidad? Yo no tengo la solución, pero esa discusión hay que darla, porque, entre otras cosas, de eso depende la inserción del país en el mundo de hoy.

Describe el narcotráfico como el “gran estremecimiento” de la historia. Una realidad que ha llegado a amenazar incluso el orden democrático…

Ha sido el mayor causante de los 250.000 muertos del conflicto interno. Son los muertos directos del narcotráfico, de Pablos Escobar y los carteles, los muertos de la escalada militar de las FARC en los 90, que se financió por cuenta del narcotráfico, y los muertos de las masacres del narco paramilitarismo. Se trata de la única fuerza capaz, desde la independencia en 1810, de haber hecho capitular al Estado colombiano. 

La primera fue en 1991, cuando los narcos lograron tumbar el tratado de extradición de delincuentes nacionales al exterior que se discutió en la Constitución. El segundo fue en 1994, cuando eligieron a un presidente (Ernesto Samper), y el tercero fue un acuerdo de paz en 2003 entre los grupos narcoparamilitares y el Gobierno de Álvaro Uribe. 

Las normas internacionales no permitían dialogar con criminales. El Gobierno tuvo que presentar como delincuentes políticos a un ejército que se dedicó a masacrar y a desplazar campesino. Nunca buscaron llegar al Palacio de Nariño. Fue la máxima penetración del narcotráfico en el sistema político. Un hecho que se suele obviar por razones ideológicas.

Hoy Colombia perdió el dominio comercial del narcotráfico, pero sigue siendo un elemento presente que financia guerras residuales. 

¿Por qué en el libro cataloga al expresidente Uribe como el gran fenómeno político de la historia?

Uribe forma parte de un fenómeno emocional que se apoya en dos factores. El primero es la bonanza petrolera de principios de siglo que disparó el PIB, redujo el desempleo, promovió la inversión extranjera, y permitió atender a más de diez millones de personas pobres al año a través de un programa social que se llama Familias en Acción.

El segundo factor fue la capacidad de conectar con la gran mayoría de colombianos a través de la tesis de que las FARC eran responsables de todos los males del país. Impulsado por el auge de las materias primas, y con la ayuda de la inteligencia estadounidense, emprendió una embestida feroz contra una guerrilla sin ningún apoyo ciudadano. Por eso fue una de las tres grandes figuras políticas de nuestra historia, una personalidad fuerte y carismática y el presidente más populista de la historia de Colombia. 

¿En qué sentido?

Para mí, la mejor definición de populismo es que se trata de un comunitarismo con resentimientos. Los hay de derecha, de izquierda, de élite o de antiélite. Uribe convenció al país de que este era un sitio lleno de gente honrada, trabajadora, democrática, y de que éramos víctimas de unos guerrilleros sin raíces sociales, ni políticas, sino sencillamente unos tipos sin más motivo que la venganza y la sed de riqueza. Eso nos llevó a una polarización que ha bloqueado, hasta el día de hoy, la posibilidad de tener un debate público que se sustente en verdades objetivas.

Con la enorme popularidad que le dio esa especie de mantra de ganar la guerra, logró modificar la Constitución para hacerse reelegir en el 2006 con la mayor votación desde que existen elecciones abiertas (62% de los votos). Y, de no ser por un fallo de la Corte Constitucional que lo frenó, a los cuatro años habría logrado una segunda enmienda para buscar su tercer período presidencial. 

Y Petro, ¿no le parece un líder populista?

El problema con Petro es que es un político con rasgos demagógicos, pero todavía no ha encontrado contra quién apuntar su resentimiento. Petro ya no tiene a las FARC o a los paramilitares para echarles la culpa de nuestros males. ¿Entonces a quién señala? ¿A los ricos? ¿A los corruptos, o a los mafiosos? ¿Cuál es ese medio país que Petro representa? Sus banderas contra la inequidad, la pobreza o la desigualdad aún son muy gaseosas como para movilizar de forma sostenida a una masa tan grande de gente como lo hizo Uribe durante dos décadas con su cruzada contra el diablo encarnado en las FARC.

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