Esta entrevista empieza y termina de la misma manera: con un profundo suspiro. Para Zoilamérica Ortega Murillo no es fácil rememorar lo vivido ni ver lo que está ocurriendo en Nicaragua, donde en las últimas semanas el Gobierno sandinista ha ordenado detener a políticos opositores, líderes estudiantiles, periodistas, defensores de derechos humanos y miembros de la sociedad civil.
Zoilamérica tiene 54 años, es madre de tres hijos, socióloga y docente en la universidad. También es hija de la vicepresidenta de Nicaragua, Rosario Murillo, e hijastra del presidente Daniel Ortega, a quien denunció en 1998 por abusos sexuales, violación y acoso. Tanto Ortega como Murillo negaron las acusaciones y las calificaron de conspiración política, hasta que el caso fue finalmente archivado por prescripción. En 2013, tras las presiones y la persecución de su propia madre contra su entorno, Zoilamérica se vio obligada a abandonar el país y exiliarse en Costa Rica, donde vive actualmente.
Desde allí explica a elDiario.es lamenta la grave situación que está atravesando Nicaragua con la oleada de detenciones –entre los que se encuentran seis aspirantes presidenciales opositores– cuando apenas quedan cuatro meses para las elecciones. Sabe mejor que nadie que el tándem Ortega–Murillo “no está dispuesto a negociar el poder”.
Después de ser presidente entre 1985 y 1990, Ortega retomó las riendas del país en 2007 y desde entonces su gobierno ha ido incrementando el control sobre los poderes del Estado y las instituciones, pareciéndose cada vez más a la dinastía de los Somoza que él mismo ayudó a derrocar en 1979. En los últimos años no solo logró colocar a su esposa como vicepresidenta, sino que ocho de los nueve hijos que tienen en común ocupan puestos clave en el país.
En abril de 2018 Nicaragua vivió un estallido social sin precedentes. Miles de personas se echaron a la calle para protestar contra una reforma a la seguridad social que perjudicaba tanto a trabajadores como a jubilados, y pese a que se retiró el proyecto, las movilizaciones duraron meses y fallecieron más de 300 personas en los enfrentamientos con las fuerzas represivas. Las protestas marcaron sin duda un punto de inflexión y supusieron una pérdida de apoyo para los Ortega–Murillo.
Pese a todo, Zoilamérica nunca ha perdido la esperanza en su país y confía en poder regresar algún día a Nicaragua e impartir clases en la universidad.
¿Cómo vive el exilio?
Siempre ha sido un proceso difícil. En una primera etapa por mi propia historia al saber que mi madre fue capaz de actuar como actuó con el abuso (sexual), eso llevó tiempo asimilarlo, ya que siempre pensé en la posibilidad de que lo viese de otra manera, de que tarde o temprano reaccionara. Sin embargo, la situación de complicidad sobre mi historia de abuso también le llevó a ella a convertir el poder en una herramienta para sus propias causas. Fue un momento difícil cuando me persiguió hasta el punto de tener que salir del país, porque siempre creí que había un límite que no iba a cruzar, que podía ser el de respetar mi vida y la de mis hijos y, sin embargo, lo cruzó al habernos amenazado.
Cada vez que cruza un límite, como también ocurrió en las protestas de abril de 2018, me toca reconocer que esta es la persona que me dio la vida y esa profunda contradicción solo se puede llevar con principios: reconocer que dejó de ser quien era cuando se sumergió en el mundo de la política y el poder. Es un proceso que sigue siendo doloroso y veo cómo la figura que fue destructora conmigo lo está siendo con un país.
Los Ortega–Murillo se aferran al poder, y tras esta nueva oleada represiva, no parece que estén dispuestos a perder las elecciones. ¿Cómo se ha llegado a esta situación?
La primera herramienta que este régimen usó al inicio, y que fue exitosa, fue cambiar de máscaras: los revolucionarios guerrilleros que se transformaron en demócratas y luego en la Alianza Unida Nicaragua Triunfa que convocó a los sacerdotes y a la empresa privada. Esa imagen sedujo mucho a la opinión pública nacional e internacional porque nadie quería renunciar al mito de la revolución. Era mejor ver una revolución reinventada, porque lo que siempre ha estado de fondo es preservar el poder y, si es necesario cambiar de vestido para preservarlo, lo harán. Esa ha sido una constante en esta pareja desde 1990, cuando perdieron las elecciones. Luego reaparecieron en 2007, reinventados maquiavélicamente, ganaron las elecciones y vendieron otro espejismo, porque su poder está sustentado en la manipulación.
Este régimen tuvo la capacidad de –lograr– tres cosas: primero mantener una imagen de país paralela en la que se veía siempre una Nicaragua “normal”, próspera; lo segundo es que el sector empresarial, la iglesia y el ejército sucumbieron; y el tercer elemento es la fuerte simpatía militante.
En 2018, sin embargo, esa capacidad de reinventarse se rompió para siempre, porque por primera vez no tenían plan para enfrentarse a un pueblo que gritaba “no queremos más de lo mismo”, y no tuvieron más remedio que reaccionar con la fuerza. Su arrogancia les hacía creer que este baile de disfraces les iba a funcionar para siempre y esa arrogancia tampoco les ha permitido reconocer lo que estaba detrás de ese grito civil.
¿Cómo calificaría la última oleada de detenciones?
Definitivamente vieron en el proceso electoral una ventana a perder nuevamente el poder. La pregunta es, si ellos pueden organizar un fraude electoral ¿por qué les preocupa? Y es que el problema no es únicamente un conteo de votos, sino que necesiten mantener esta hegemonía de manipulación. Para ellos es un riesgo permitir un mensaje político opositor, permitir que sectores de nicaragüenses hablen al país a través de la comunicación y fortalezcan una nueva conciencia en un pueblo que ha estado acostumbrado a escuchar una sola visión y que se ha alimentado de mitos y espejismos. Por eso no están dispuestos a perder las elecciones.
Para no correr riesgo en las elecciones hacen esta suerte de declaración de guerra y con ello están replicando el escenario electoral de los 80, comicios que se celebraron en un contexto de conflicto armado. Así, ellos pueden polarizar la situación diciendo que son unas elecciones entre el imperialismo americano y Nicaragua, y en esa polarización convierten a todos los ciudadanos no afines a ellos en traidores. Ahí es donde se sienten fuertes.
Tratan de militarizar las elecciones en función de generar un escenario en el que ellos aparezcan como héroes defensores de una posición soberana, en lugar de aparecer como lo que son, acusados de cometer crímenes de lesa humanidad. Su objetivo es no dejar una sola alternativa al pensamiento independiente ni a nada que les reste legitimidad. Prefieren gobernar una Nicaragua aislada, bloqueada y asfixiada económicamente que permitir un espacio mínimo de libertad, prefieren cercarla del mundo pero tener su reino.
Entre las últimas personas detenidas se encuentra Cristiana Chamorro, la principal líder opositora e hija de Violeta Barrios de Chamorro, quien gobernó Nicaragua de 1990 a 1997. ¿Teme Ortega a esta rival?
Su peor pesadilla es 1990, cuando perdió el poder. Cristiana Chamorro no solo representaba el riesgo de arrebatarle al electorado, sino que también significaba permitir (presentarse) a quien ya una vez lo había hecho. Hay una saña con la familia Chamorro porque, en general, Violeta Chamorro dio una bofetada a su intención de continuismo. Jamás van a aceptar que el pueblo los rechace por su mentalidad de apego al poder y de sentirse adorados.
Por eso también el cierre de medios de comunicación: para ellos no solo es perder el poder estatal, sino perder el poder de someter, de generar obediencia, de sentirse ídolos elegidos de la historia. Algunas de las personas que están encarceladas fueron compañeros de lucha, ellos intentan ahora eliminarlos de la historia, convertir a esos sandinistas en traidores para que los herederos de la historia sigan siendo ellos.
Tras las protestas de 2018, en Nicaragua hubo un diálogo nacional entre gobierno, estudiantes y líderes de la oposición. ¿Lo habrá esta vez?
El poder no se negocia. En esta premisa está la ideología del régimen de Nicaragua. Desde ese punto de vista es muy peligroso atreverse a señalar si una negociación permitiría cambiar la situación del país. Una negociación verdadera solo podría darse teniendo de antemano las garantías de que todas estas demostraciones de abuso de poder y autoritarismo cambien. No se puede volver a negociar con la pistola en la cabeza.
No quisiéramos una guerra como la alternativa para que esto cambie. Sin embargo, tenemos que reconocer que cualquier salida no va a ser sin sufrimiento y sacrificio del pueblo nicaragüense porque estamos en manos de personas que están dispuestas a todo o nada.
Hay que crear nuevas rutas, nuevos cauces, pero estos pasan por liberar recursos de poder que evidencien que no se trata de crear un escenario de negociación para seguir legitimando la dictadura. Y esto es lo peligroso: volver a crear otra negociación para volver a generar un marco de legitimación de la dictadura. La ruta tendrá que ser desconocer absolutamente al Gobierno de Nicaragua como un gobierno legítimo y desde esa realidad crear un proceso diferente.
¿Volverá ahora el pueblo nicaragüense a echarse a las calles a protestar?
Pese a que la pandemia ha disminuido la posibilidad de hacer movilizaciones, el pensamiento crítico sigue estando ahí y se han generado más formas de seguir diciendo “necesitamos un cambio” y van a seguir existiendo. Aunque no haya movilización popular o violencia armada, que es lo que quisiera el régimen para justificar sus crímenes, Nicaragua está de pie, está hablando. La oposición, la resistencia, somos todos y vamos a estar ahí hasta que se logre el cambio.
¿Se ve regresando algún día?
Sí, por supuesto. Me veo dando clases en Nicaragua, me veo despertando un día teniendo estudiantes a los que atender en una universidad. El exilio me permitió confirmar mi vocación de profesora. El cambio verdadero no solo va a estar en cambiar los liderazgos políticos, cambiar la dictadura; sabemos que tendremos un reto enorme en cómo unir a un país que está quedando destruido en nuestra cohesión como nación. Pero confío en que las nuevas generaciones puedan adquirir esta capacidad de ser puente entre maneras de leer la historia, una generación que no necesite hablar de una Nicaragua somocista y una Nicaragua sandinista, sino una Nicaragua para sí misma y eso se logra a través de la educación.