Israel pretende destruir a Hizbulá e imponer un gobierno afín en Líbano
Tal y como había amenazado en las últimas semanas, el Ejército israelí ha iniciado su invasión terrestre en el sur de Líbano en lo que anuncia como “una operación limitada, localizada y selectiva”. Se trata de la misma fórmula empleada en el pasado para justificar la intervención en la Franja de Gaza y su completa destrucción, que hasta el momento han provocado casi 42.000 muertes y más de 96.000 heridos.
Dados los precedentes, podemos aventurar que la invasión israelí de Líbano ni será limitada, ni tampoco localizada, ni mucho menos selectiva y, una vez más, será la población civil la que tenga que pagar el precio más elevado por el aventurismo militar israelí. Por el momento, más de un millón de libaneses (casi un 25% de la población) se han visto obligados a abandonar sus hogares y huir de los ataques indiscriminados que, al igual que en Gaza, no diferencian entre objetivos civiles y militares.
En estos tiempos de amnesia colectiva, no está de más recordar que, cuando el Gobierno de Menajem Begin decidió invadir Líbano en 1982, también utilizó la misma expresión: una operación limitada para destruir la Organización para la Liberación de Palestina y poner fin a sus operaciones contra el norte de Israel. Finalmente, las tropas israelíes acabaron llegando a Beirut, la primera capital árabe en ser asediada por el ejército hebreo, y mantuvieron su ocupación de los territorios al sur del río Litani durante casi dos décadas –su retirada no se produjo hasta el año 2000–. Precisamente su presencia sirvió de detonante para la irrupción del grupo chií Hizbulá.
Como era previsible, la Administración de Joe Biden se ha apresurado a secundar la invasión israelí y ha subrayado el derecho a la autodefensa de su principal aliado en Oriente Medio, al que presta un inquebrantable respaldo económico y militar, así como una amplia cobertura política y diplomática –a pesar de los reiterados crímenes de guerra y de lesa humanidad perpetrados en los últimos doce meses en la Franja de Gaza–.
No sólo eso, sino que Lloyd Austin, secretario de Defensa estadounidense, se ha mostrado a favor de “desmantelar la infraestructura de ataque a lo largo de la frontera para garantizar que Hizbulá no pueda perpetrar ataques similares a los del 7 de octubre” y ha advertido de “las serias consecuencias que afrontará Irán si opta por un ataque directo contra Israel”. Irán ha lanzado este lunes casi 200 misiles contra Israel sin causar fallecidos.
En los últimos días, EEUU ha aprobado una nueva ayuda de 8.500 millones de dólares para que Israel siga engrasando su maquinaria de guerra, así como el envío de miles de efectivos a la región para evitar que Irán abra un nuevo frente en la guerra.
El Gobierno de Netanyahu interpreta que el balance de fuerzas es plenamente favorable para Israel, que ha demostrado su capacidad para luchar en varios frentes al mismo tiempo, en un intento de descabezar el denominado 'Eje de la Resistencia', una coalición informal de fuerzas compuesto por el grupo palestino Hamás, Hizbulá, los hutíes yemeníes y diversas milicias mayoritariamente chiíes iraquíes.
Parece evidente que el silencio y la complicidad de la comunidad occidental ante la completa destrucción de la Franja de Gaza y el exterminio de su población han sido interpretados por los dirigentes israelíes como un cheque en blanco para extender la guerra por el conjunto de Oriente Medio.
El objetivo declarado de la operación es impedir el lanzamiento de cohetes hacia el norte del Estado hebreo para permitir el retorno de más de 60.000 evacuados, así como expulsar a la milicia chií al norte del río Litani, tal y como reclama la resolución 1701 del Consejo de Seguridad de la ONU (que puso fin a la guerra de 2006 entre Israel y Hizbulá).
No obstante, Israel intenta aprovechar la manifiesta debilidad de Hizbulá, diezmada por una serie de golpes sin precedentes que ha descabezado su aparato militar y eliminado a su máximo dirigente, Hasán Nasralá, para imponer una nueva realidad sobre el terreno.
Como parte fuerte de la ecuación, Israel no pretende limitarse a neutralizar las capacidades militares de Hizbulá, sino que también aspira a influir en la escena política libanesa mediante el establecimiento de un Gobierno afín en el que la milicia chií no goce de minoría de veto, tal y como ocurría hasta ahora. Para ello necesita contar con colaboradores que se apresten a cumplir la hoja de ruta fijada por Tel Aviv, algo que no parece sencillo.
La imposición israelí del líder cristiano Bashir Gemayel como presidente de la República, tras la invasión de 1982, acabó con su asesinato y la posterior matanza en los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Shatila. Con estos antecedentes, es difícil, por no decir imposible, que cualquier dirigente libanés, independientemente de su confesión, esté dispuesto a colaborar con el Gobierno israelí y a convertirse en correa de transmisión de los planes de desestabilización regional de Netanyahu.
Lo que no puede descartarse es que, en este nuevo contexto, ciertos líderes políticos se vean tentados de aprovechar la fragilidad de Hizbulá para saldar cuentas pendientes con el movimiento y forzar cambios en la estructura de poder del país. No son pocas las voces que acusan a dicho grupo de intimidar al resto de actores políticos y estar detrás del asesinato del ex primer ministro Rafiq Hariri en 2005, y de la explosión del puerto de Beirut en 2019 –que se saldaron con cientos de muertos–.
En este sentido es pertinente recordar que la fractura entre los bloques libaneses prooccidental y prosirio sigue plenamente vigente, como demuestra el hecho de que hayan sido incapaces de alcanzar un acuerdo en torno a la elección de un jefe de Estado tras el final del mandato de Michel Aoun, un estrecho aliado de Siria y Hizbulá, hace ahora dos años.
En estos tiempos distópicos que nos ha tocado vivir, algunas voces próximas a Israel pretenden justificar la invasión israelí de un país soberano aludiendo a que “Israel no está invadiendo Líbano, sino liberándolo” del dominio de Hizbulá, tal y como ha señalado el escritor francés Bernard-Henry Lévy.
Por su parte, Benjamin Netanyahu no ha dudado en presentarse, en el colmo del cinismo, como el liberador del pueblo iraní de la opresión de los ayatolás: “Cuando Irán sea finalmente libre, y ese momento llegará mucho antes de lo que la gente piensa, todo será diferente. Nuestros dos pueblos ancestrales, el pueblo judío y el pueblo persa, finalmente estarán en paz. Nuestros dos países, Israel e Irán, estarán en paz”.
No es la primera vez que se emplea el discurso de la liberación y la democratización para justificar las intervenciones militares en países soberanos, pero sorprende que, después del rotundo fracaso de las invasiones de Afganistán e Irak, vuelvan a esgrimirse los mismos argumentos para tratar de justificar lo injustificable; pero ya sabemos que el hombre es único animal que tropieza dos veces en la misma piedra.
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