Madeleine Albright escapó primero de Hitler y luego de Stalin. Más tarde escapó de la vida que parecía reservada a las mujeres de su generación y alcanzó la cumbre del poder en un país que, hasta cumplir los 20, ni siquiera había sido el suyo. De lo único que no pudo escapar es de algunos remordimientos, de las verdades que su propia familia le había ocultado y del cáncer que la ha matado a los 84 años.
Albright será recordada como la primera mujer en convertirse en secretaria de Estado de EEUU, su ministra de Exteriores, pero su historia pudo haber sido muy diferente. Nació como Marie Jana Korbelova en 1937, en Praga, y lo normal es que hubiera crecido allí o en alguno de los lugares donde su padre ejercía como diplomático checoslovaco. Sin embargo, la invasión nazi del año siguiente obligó a su familia a buscar refugio en Londres.
Fue una decisión acertada: en los siguientes años, tres de los abuelos de la entonces Marie Jana morirían en campos nazis, aunque a ella nadie se lo contó. En 1941 sus padres la habían bautizado como católica, ocultándole durante décadas tanto sus orígenes judíos como el destino de los familiares que habían quedado atrás. Sólo medio siglo después, cuando la nombraron secretaria de Estado, conoció la verdad a través de un periodista.
Lo que Madeleine Albright sí recordaba era lo que vino después de la guerra. La familia regresó a Checoslovaquia tras la liberación soviética del año 1945, aunque lo de “liberación” duró poco. Mientras vivían en Yugoslavia, donde su padre era embajador, los comunistas tomaron el poder en su país mediante un golpe de estado apoyado por la URSS. Temiendo por su vida una vez más, los Korbel marcharon de nuevo al exilio: esta vez, a EEUU.
Un camino poco corriente
La familia de Madeleine se asentó en Colorado, donde su padre encontró trabajo como profesor de universidad. Su brillantez académica le consiguió una beca para estudiar en la Universidad de Wellesley, un centro de élite femenino, donde destacó mucho intelectualmente. Sin embargo, como tantas otras jóvenes de los años 50, se casó a los pocos días de licenciarse y se dedicó principalmente a su familia.
El marido de Albright era el heredero de una familia de magnates de la prensa y ella no tardó en moverse con habilidad en la alta sociedad de Washington, pero mientras criaba a sus tres hijas seguía ampliando su formación: hablaba además de inglés y checo, también ruso, francés y polaco. Sus capacidades llamaron la atención de uno de los profesores de su programa de doctorado en la Universidad de Columbia, que fue quien primero la introdujo en el gobierno.
Zbigniew Brzezinski, otro hijo de diplomático que también había llegado a EEUU como refugiado desde la Europa del Este, acababa de convertirse en el consejero de Seguridad Nacional del presidente Carter. Le dio a Albright un puesto en su equipo, donde había sólo otra mujer además de ella. Con ese nombramiento empezaba una carrera meteórica que no hizo sino acelerarse cuando su marido la abandonó por otra mujer en 1982.
Ese ascenso, según ella misma explicaba, no fue fácil: “Mientras iba subiendo peldaños, tenía que lidiar con los vocabularios diferentes que se usan para describir características similares en los hombres (seguro de sí mismo, proactivo, comprometido) y en las mujeres (mandona, agresiva, emocional)”. Con todo, fue ganando mucha influencia en el Partido Demócrata que se concretaría con la llegada a la Casa Blanca de Bill Clinton.
Aciertos y errores
Madeleine Albright llegó a la cumbre del poder en un momento particularmente dulce para la diplomacia estadounidense. En 1992 la Guerra Fría había terminado con victoria, en el mundo nadie disputaba seriamente el liderazgo estadounidense y el golpe de los atentados del 11-S aún no había llegado. Había crisis que enfrentar, pero se había disipado el terror a un holocausto nuclear y los problemas internacionales parecían algo más manejables.
De cara a su primer mandato, Clinton encargó a Albright la selección de su equipo diplomático y después la nombró embajadora de EEUU ante la ONU. Desde el inicio dejó claras sus habilidades comunicativas y su capacidad de comunicar con claridad: cuando las tropas estadounidenses se preparaban para entrar en Haití y devolver al poder a un presidente derribado por un golpe militar, presentó esta advertencia a sus líderes: “Pueden ustedes marcharse pronto y voluntariamente... o pronto e involuntariamente”.
Con la URSS desaparecida, gran parte de las emergencias internacionales eran crisis humanitarias. Albright se peleaba casi a diario con el secretario general de Naciones Unidas, que exigía a EEUU que mandara soldados a resolver algunas de ellas, pero por detrás presionaba a su propio gobierno para que atajara los abusos de los serbios en Bosnia o el genocidio en Ruanda.
Es precisamente esa matanza la que le llevó quizás a su peor enfrentamiento interno. Clinton estaba horrorizado por el resultado de la operación militar en Somalia en 1993, cuando las televisiones de todo el mundo mostraron los helicópteros estadounidenses derribados y la tortura a algunos de sus militares. Cuando al año siguiente se produjo el genocidio en Ruanda, no quiso saber nada.
Albright interpeló directamente a Colin Powell, entonces jefe del Estado Mayor: “¿Para qué sirve tener este ejército tan soberbio del que siempre estamos hablando si luego no podemos usarlo?”. Al final EEUU no intervino y murieron unas 800.000 personas. Tanto en sus memorias como en la entrevista que le concedió al New York Times para escribir su obituario, habló de ello como “el más profundo remordimiento que tengo de mis años de servicio público”. Que se sepa, no expresó la misma culpa por sus declaraciones de 1996 afirmando que aunque las sanciones contra el Iraq de Saddam Husseín hubieran matado a medio millón de niños, “merece la pena”.
Donde tuvo más éxito convenciendo a Clinton de intervenir fue en la antigua Yugoslavia, una región que conocía bien ya que había vivido en Belgrado cuando su padre era embajador, antes de huir a EEUU. El presidente era reacio a involucrarse, pero tras la matanza de Srebrenica en el verano de 1995, Clinton autorizó una serie de ataques aéreos que frenaron a los serbios en Bosnia y que ayudaron a que, dos meses después, se firmaran los acuerdos de paz de Dayton.
Ya después de asumir la jefatura de la diplomacia estadounidense en 1997, Albright volvió a insistir en el uso de bombardeos para frenar la ofensiva serbia sobre Kosovo, pero probablemente su logro más trascendente fue uno que ahora está muy de actualidad: la ampliación de la OTAN a los países de la antigua órbita soviética. Sus palabras de principios de los 2000 suenan ahora casi más interesantes: “Desde mi cargo pude ayudar a los nuevos países democráticos de Europa Central y del Este, incluyendo mi tierra natal de Checoslovaquia, a convertirse en miembros de pleno derecho del mundo libre”. Su popularidad en la zona era tal que el presidente checo la propuso como su sucesora.
Su último artículo, publicado en el New York Times un mes antes de su muerte, tenía un título muy rotundo: “Putin está cometiendo un error histórico”. Firmado antes de que los tanques rusos entraran en Ucrania, contiene una serie de pronósticos de qué sucedería si había invasión que se han ido cumpliendo: resistencia feroz, sanciones, la OTAN reforzando posiciones en Europa del Este... También añadió una última advertencia: “No será como la anexión de Crimea en 2014, sino como la desgraciada ocupación soviética de Afganistán en los 80”. De momento, hay que reconocerlo, llevaba razón.