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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

171 goles, 2.608 detenidos

Bernardo Gutiérrez / Bernardo Gutiérrez

Rio de Janeiro —

Dilma Rousseff, presidenta de Brasil, se deshizo de la Copa del Mundo sin sonreír. Tras ser silbada por el público presente en el estadio Maracanã de Rio de Janeiro, Rousseff entregó la Copa a Philipp Lahm, capitán de la selección de Alemania, en apenas tres segundos. Tres segundos para olvidar un Mundial que ninguno de sus asesores supo prever. En el campo, la mayor humillación de la historia de una selección brasileña. En las calles, una retahíla de violaciones de derechos humanos y prisiones arbitrarias, ampliamente publicadas en los medios internacionales. Tres segundos para olvidar un Mundial que obtuvo cifras récord de facturación, de goles (171), de uso de redes sociales, pero que también concluyó con estadísticas del lado B.

El Mundial de las 696 manifestaciones, 112 con uso de armas no letales, 10 con uso de armas letales (por parte de la policía). El Mundial de los 2.608 detenidos (10 de ellos periodistas), de los 837 manifestantes heridos, de los ocho muertos. Tras la entrega de la Copa al capitán alemán, el hashtag #copapraquem (Copa para quién), parecía tener más sentido que nunca.

La jornada de la gran final arrancó con un mensaje no previsto por la FIFA. Una pancarta gigante en la playa de Botafogo, con un mensaje inequívoco: Say no to FIFA (di no a la FIFA). “Se juega con la frase de la FIFA Say no to Racism. El odio a la FIFA es uno de los mensajes del Mundial”, aseguró ayer el activista Rafael Rezende. Y el día de la gran final, con una población local poco entregada a la emoción colectiva, continuó con las dos manifestaciones oficiales convocadas. La primera, el acto Copa na Rua, en la plaza Afonso Pena, cerca del estadio Maracanã. La segunda, a las 13.00 horas, en la plaza Saens Peña, la Gran Manifestación FIFA Go home, no va a haber final!.

El guión de la calle se escribió con el mismo gas lacrimógeno y balas de goma con el que comenzó el 12 de junio el Mundial, en la estación de Carrão de São Paulo. A las 14.00 horas, unas mil personas se reunían en la plaza Saens Peña. Un asunto común en todos los corros: las prisiones preventivas que ocurrieron en Río de Janeiro el pasado viernes, en la llamada operación Firewall 2. 37 activistas presos.

La operación fue calificada de inconstitucional por Marcelo Chalreo, presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de Abogados de Brasil: “Tienen carácter intimidatorio, sin fundamento legal, y tiene una nítida marca política, de tono fascista. El objetivo es alejar a las personas de los actos públicos”.

En los carteles de la plaza Saens Peña, no muy lejos del estadio de Maracanã, confluían los gritos, lemas y consignas coreados durante todo el Mundial: “Fifa go home”, “Protestar no es crimen”, “Copa de sangre: telediarios, fútbol y culebrones”, “sin hipocresía, la PM (Policía Militar) mata gente todos los días”. Lo gritos habituales y el desánimo habitual de las últimas convocatorias. “Han conseguido desmovilizar mucho con las prisiones arbitrarias. Somos menos de los esperados”, asegura Marcelo Castañeda. Un manifestante con un precario disfraz de Batman arrastraba un mapa de Brasil con cinco palabras: “arrastrado”, “engañado”, “reprimido”, “desaparecido”, “muerto”.

Ayer, inmediaciones de la plaza Saens Peña de Río de Janeiro. Fotografía: Bernardo Gutiérrez

Y la coreografĩa de una parte de los 26.000 policías desplegados en Río de Janeiro para la gran final no tardó en comenzar. En torno a las 15.00 horas llegó la primera explosión para intimidar. Y gas lacrimógeno a discreción. Un policía militar soltó un porrazo en la cabeza del periodista Felipe Santos. Varios policías golpearon con brutalidad a un joven mulato con una cresta que apenas caminaba. La entrada del metro se cerró. La batalla de la gran final transformó la plaza Saens Peña en una ratonera. Prohibido salir. Cientos de manifestantes sin posibilidad de moverse. Algunos formaron las letras S.O.S con sus cuerpos tumbados en el suelo. Otros pedían ayuda en grupos de Facebook o WhatsApp. En unos de ellos, una activista denunció que la policía estaba incluso asediando verbalmente a mujeres. Y muchos periodistas heridos. Al menos 16 comunicadores, según el Sindicato de Periodistas de Río. Al canadiense Jason O’Hara, internado en el hospital, le robó su cámara la propia policía.

En una de las salidas de la plaza, ya con la gran final entre Argentina y Alemania a punto de empezar, el abogado Antonio Soares Quirino intentaba argumentar con un Policía Miliar: “¿No se da cuenta que está violando la Constitución al impedir el libre tránsito de las personas y además incumple una ley federal al impedir que un abogado socorra a los manifestantes?”.

La gran final Mundial aparece por fin en la pantalla del Bar Princesa da Tijuca. El gas ceniza de las bombas se ve al fondo de un callejón. Ambiente enrarecido. Caras serias. La mayoría apoya a Alemania, el verdugo de la canarinha. Un padre de familia, con camiseta de Messi, justifica. “Tenemos que apoyar a Argentina, de América Latina, en Europa seguro que apoyan todos a Alemania”. Y un trompetista toca, intentando espantar a la policía militar que se acerca hacia el bar. Ni el guionista más osado hubiera previsto estas escenas. Mucho menos rupturas emocionales tan fuertes. Brasileños pidiendo con rabia más goles a Holanda, durante el partido del sábado. Miles de brasileños, apoyando a Argentina para que el alcalde de Río, Eduardo Paes, se sucide, como prometió. Brasileños vistiendo camisetas rojinegras de Alemania, tan misteriosamente parecidas a la del Flamengo, cayendo al redondo marketing sajón. Brasileños gritando Deutchland, Deutchland, con alegría casi artificial, vitoreando al anti Brasil, ensalzando la eficiencia, el orden, el planeamiento alemán. Brasileños que celebraban hace días cada selección de Europa caída, dando las espaldas a Sudamérica, mostrando su dificultad para sentirse parte de América Latina. Gol de Alemania. Alguien bromea: “saca los intrumentos, que ahora hay samba”.

Casi todas las previsiones -sobre todo fuera del campo- fracasaron. No hubo catástrofe en aeropuertos o estadios. El Brasil de las infraestructuras funcionó. “Estamos lejos de un Brasil deslumbrante, pero el país es mejor que su selección”, escribe Antonio Prata. Pero el razonable éxito de organización –a pesar del derrumbe de un viaducto en Belo Horizonte y otros problemas– llega de la mano de un sentimiento crítico profundísimo. “Otro legado de la Copa es la conciencia de que los megaeventos son buenos para quien los promueve pero no necesariamente para quien los recibe”, escribe Juca Kfouri.

Y la xenofobia, tal vez el ingrediente menos esperado en el guión: silbidos al himno chileno, insultos en bares a extranjeros (bastantes denuncias al respecto), publicidades antiargentinas rozando la ilegalidad, gas para dispersar a la hinchada argentina en Río de Janero y São Paulo, gritos racistas contra Zúñiga (el colombiano que rompió una vértebra a Neymar) e incluso contra su hija.

19.30 horas. El Maracanã, al fondo de la pasarela que lleva al metro de São Cristovão, es un racimo de luces. Helicópteros sobre los cánticos. Los hinchas argentinos regresan cabizbajos. Algunos cantan. En la pasarela, algunas personas sujetan señales de publicidad entre la multitud. Visa. Coca Cola. M (de McDonald's). “Me parece horrible su comida, la verdad”, masculla el hombre de la M. Algunos brasileños, gritan con entusiasmo contra Argentina. Otros insultan sin piedad: “Argentina, vete a tomar por culo”, “Maradona maricón”. En la playa de Copacabana ya han empezado las peleas entre brasileños, argentinos y policías. La noche se cierra, del Maracanazo al Maracatango, entre canciones y mala leche. “Pelé, mil gols, Maradona é cheirador (esnifador de cocaína)”, grita un grupo de brasileños. Debajo de un puente, ya cerca de la estación de Cidade Nova, una familia argentina yace en el suelo en estado de depresión, cerca de un autobús. Cuando se acerca un grupo de brasileños, algunos con camisetas alemanas, el padre de familia masculla una frase mirando al suelo: “No, por favor, que no nos digan nada”.

En un vagón del metro, rumbo al centro de la urbe, un brasileño de unos 40 años se acerca a un grupo de alemanes. Hace un gesto grandilocuente. “Felicidades por el tetracampeonato. Bienvenidos a este club. No vamos a permitir que Argentina entre en él”, afirma con arrogancia en inglés. Los alemanes le ignoran sin ni siquiera sonreír.

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