ANÁLISIS

¿Qué pinta España en Ucrania?

2 de febrero de 2022 22:45 h

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Para calibrar lo que se le ha perdido a España en Ucrania, es preciso situarnos previamente en el contexto de una crisis que arrancó a finales de 2013, cuando Víktor Yanukóvich rechazó firmar un acuerdo de asociación con la Unión Europea que había apoyado durante la campaña que le llevó a la presidencia ucraniana en 2010. Una crisis que ha derivado en una guerra que ya ha costado la vida a más de 14.000 personas y en la que las responsabilidades están muy divididas, lo que hace aún más difícil tomar partido.

Es cierto que hasta aquel momento Ucrania había sido simplemente uno de los instrumentos que tanto Estados Unidos como la Unión Europea habían utilizado para molestar a Rusia en su intento de recuperar una zona de influencia propia en su vecindad inmediata. También lo es que Rusia considera a ese país como un asunto de interés vital, lo que significa que el Kremlin no ha dudado en violar el derecho internacional y emplear la fuerza antes de permitir que pase definitivamente a la órbita occidental.

Rusia fue quien emprendió la agresión armada que desembocó en el absoluto control de Crimea y la injerencia directa e indirecta en el Donbás, dejando claro, de paso, que Occidente no se la iba a jugar por los ucranianos si eso suponía chocar directamente con Vladimir Putin. A fin de cuentas, en el fondo ni Bruselas quería a una Ucrania quebrada y corrupta en su seno ni Washington deseaba asumir el desafío que supondría integrarla en la Alianza Atlántica.

Ahora, mientras sigue aumentando el contingente militar ruso en las inmediaciones de Ucrania, nos encontramos en diciembre ante un ultimátum de Putin que plantea condiciones inaceptables. Solo así cabe calificar las exigencias que otorgarían a Moscú un derecho de veto sobre las decisiones que puedan adoptar sus vecinos en relación con su hipotética pertenencia a una organización internacional, y que le permitirían reordenar el esquema de seguridad europeo a su favor.

Nada de eso impide criticar a Washington y a sus aliados por jugar con la suerte de los ucranianos y por seguir la misma pauta de conducta que ahora achacan a Moscú para preservar su influencia en regiones que consideran vitales, incluyendo el empleo de la fuerza cuando lo han creído necesario en defensa de sus intereses.

Diplomacia y disuasión

Visto desde España, tratando de separar los hechos de las hipótesis de comportamiento futuro si finalmente se produce una escalada bélica en la zona, es necesario entender que la defensa de la paz es una aspiración que precisa movilizar equilibradamente la diplomacia y la disuasión. El uso de la fuerza debe ser, por definición, el último recurso; pero antes de llegar a ese indeseable punto es preciso comprender que no siempre bastan las buenas palabras para convencer a otros de que depongan su agresividad. De ahí que para una potencia media como España, consciente de sus limitaciones y de que la guerra le perjudica, lo fundamental sea contribuir a agotar todas las vías de resolución pacífica del conflicto y, simultáneamente, colaborar en la adopción de medidas disuasorias, precisamente para evitar que se recrudezca una guerra activa desde hace ocho años.

En el primer plano, la contribución española está y debe estar enmarcada en potenciar el protagonismo de una ONU que, desgraciadamente, ocupa una posición marginal en el intento por lograr la paz, al tiempo que, como miembro de la UE, procura activar toda la potencialidad diplomática de su servicio exterior.

En el segundo, si logramos no dejarnos llevar por visiones cargadas de ideología trasnochada, convendremos en que lo visto hasta ahora no supone ningún aspaviento belicista. Como miembro de la OTAN, España lleva años participando militarmente en las misiones de apoyo a los países bálticos, Bulgaria y Rumania, sin olvidar a la Fuerza Naval Permanente de la OTAN en el Mediterráneo. Una participación previa, por tanto, a la actual crisis en Ucrania y que responde fundamentalmente a la percepción de amenaza rusa que los países citados han expresado reiteradamente.

Por eso, el envío actual de unos buques al mar Negro o de aviones a Bulgaria hay que entenderlo como parte del compromiso solidario entre miembros de la Alianza. Otra cosa sería el despliegue de tropas españolas en suelo ucraniano o su entrada en combate contra unidades rusas. Pero nada apunta a que eso vaya a ocurrir, entre otras cosas, por la ya mencionada falta de voluntad aliada para frenar militarmente a Putin.

Es evidente, en todo caso, que a ojos de Rusia eso ya es suficiente para castigar a España, tanto diplomática como comercialmente. Pero, mirando por la preservación de nuestros propios intereses en términos de costes y beneficios, resulta inmediato concluir que ni España va a entrar en guerra con Rusia ni la escalada bélica que se anuncia día tras día va a depender de que haya o no soldados españoles desplegados en el mar Negro o en Bulgaria.

Conviene, eso sí, mantener la vigilancia para evitar que la implicación militar española traspase ese umbral y, ya de paso, revisar las reglas de juego que regulan la participación de nuestras tropas en misiones en el extranjero, reforzando el papel del parlamento para conceder la preceptiva autorización. E igualmente conviene, al igual que sucede con el resto de los países miembros de la UE, no dejarse arrastrar mansamente hacia donde Washington desee llevarnos.