Hasta ahora la sangre nunca ha llegado al río, pero las relaciones entre Turquía y Estados Unidos, aliados en la OTAN, acumulan ya una dosis de tensión tan alta que muy pronto pueden acabar por echar por tierra no solo los vínculos que ambos países han ido desarrollando desde los primeros tiempos de la Guerra Fría, sino también la posición de Turquía dentro de la Alianza Atlántica. El más reciente desencuentro se resume en la oposición total de Washington a que Ankara adquiera dos baterías de misiles antiaéreos rusos S-400.
Hasta aquí ambos han llegado siguiendo una larga secuencia de recriminaciones mutuas que incluyen, por una parte, los resquemores acumulados por Washington ante la reticencia turca a prestar su territorio en las campañas militares estadounidenses en Afganistán e Irak y, por otra, los sumados por Ankara ante la falta de respuesta estadounidense a sus reclamaciones de extradición del clérigo Fethullah Gülen y de dejar de apoyar a las milicias kurdas sirias (Unidades de Protección Popular). Por eso, lo que ahora pretende un Erdogan cada vez más incómodo en la OTAN y más cercano a Rusia, puede desembocar en un escenario con alto contenido desestabilizador.
La obvia inseguridad turca ante los efectos contaminantes de la creciente violencia regional, y más específicamente de la derivada del conflicto sirio, llevó a Turquía a plantearse la necesidad de contar con un sistema de defensa antiaéreo avanzado, consciente de que el despliegue temporal de baterías españolas (con Patriot) e italianas (con SAMP/T) en su suelo, desde 2015, no resolvía en ningún caso el problema. En esa búsqueda de medios propios, Ankara aduce que fue el rechazo de Washington a venderle sistemas Patriot (y también de París y Roma, reacias las tres capitales a rebajar el precio y transferir tecnología a Ankara) lo que le llevó a iniciar la negociación con Moscú. Y ahora, cuando ya en septiembre de 2017 se firmó el acuerdo y se realizó un pago por adelantado (de un contrato de ronda los 2.500 millones de dólares) y hay personal militar turco instruyéndose en el manejo de los misiles S-400 en suelo ruso, es cuando Washington ha terminado por elevar el tono con la intención de evitar lo que percibe como una amenaza directa a su propia seguridad.
Para entender mejor el problema hay que recordar que Turquía está también integrada en el programa del avión de combate polivalente de quinta generación F-35 Lightning II, liderado por Lockheed Martin, y en el que también figuran Estados Unidos, Gran Bretaña, Italia y Países Bajos, además de Australia, Canadá, Dinamarca y Noruega, en un segundo nivel (en el que también está Turquía). El F-35, ya operativo a pequeña escala, está llamado a ser el principal sistema aéreo de la OTAN en las próximas décadas (EE UU prevé dotarse de unas 2.500 unidades). Y el hecho de que Turquía (que ya ha invertido más de 1.000 millones de dólares, que fabrica más de 900 partes del avión y que prevé comprar un centenar de aparatos) disponga al mismo tiempo de este sistema aéreo y de unos misiles antiaéreos rusos diseñados precisamente para (entre otras cosas) hacerle frente, otorga no tanto a Ankara, sino sobre todo a Moscú, una oportunidad única para explorar todas las características y vulnerabilidades del avión, con vistas a extraer lecciones muy valiosas en futuros escenarios conflictivos.
Ante la amenaza que eso supone tanto para la aviación estadounidense como aliada, el secretario de Defensa en funciones, Patrick Shanahan, envió el pasado 6 de junio una misiva a su homólogo turco, Hulusi Akar, en la que Washington determina que, si Turquía no cambia de opinión, el próximo 31 de julio los 42 pilotos turcos que actualmente se están instruyendo en bases de Arizona y Florida tendrán prohibido el acceso.
Además, se especifica que Ankara queda fuera del programa y que si recibe los misiles antes de la fecha citada para la salida de los pilotos, todo el proceso se acelerará en consecuencia. Por último, Washington insiste en que no habrá entrega de los F-35 (ni siquiera de los cuatro ya comprometidos a muy corto plazo), que inmediatamente se buscarán otros suministradores para suplir la falta de empresas turcas (sobre todo en piezas del fuselaje y del tren de aterrizaje) y que, en todo caso, si Ankara da marcha atrás se puede volver a reactivar la oferta de los Patriot (valorados en unos 3.500 millones de dólares).
Parece difícil que Erdogan ceje en su empeño cuando él mismo se ha encargado de ir endureciendo el tono, argumentando que se trata de un contrato firme y que, en última instancia, considera que no hay peligro alguno por disponer simultáneamente de S-400 rusos y de F-35. Por su parte, Putin no pierde la oportunidad de aumentar las fracturas internas de la Alianza, ofreciendo a Turquía no solo la cofabricación del S-400 sino también la del futuro S-500 Prometei (todavía en desarrollo) y negociar la venta de aviones Su-57 o Su-35 (como posibles sustitutos de los F-35). Queda por ver si Trump, que en este caso tiene el apoyo de ambos partidos en el Congreso y en el Senado, está dispuesto a llegar al final, rompiendo con un aliado que, por muy incómodo que sea, tanto EEUU como la OTAN siguen necesitando –Turquía es la segunda potencia militar de la OTAN solo por detrás de Washington–.
También queda por ver si Erdogan acaba cayendo en brazos de Putin –con quien ha aceptado entenderse en Siria, pero del que le separan los intereses estratégicos de ambos países–, enfrentándose a las previsibles represalias de sus hasta ahora aliados cuando la economía turca está en una situación tan delicada.