Chalecos amarillos: la crisis anunciada que se le atraganta a Macron

Angelique Chrisafis

París —

Cuando el presidente francés, Emmanuel Macron, observó por sí mismo los daños en los alrededores del Arco del Triunfo después del peor episodio de violencia en París en más de una década, los limpiadores ya habían tratado de borrar una pintada en la que podía leerse: “Macron, dimite”. No tenían que haberse molestado porque de todos modos un pequeño grupo estuvo esperando al presidente para gritarle.

La imagen de coches quemados y violencia en París, así como las continuas manifestaciones contra el Gobierno de los chalecos amarillos en toda Francia, son el mayor desafío para el presidente desde que se hizo con el cargo hace 18 meses.

Macron, que tiene 40 años, ha dicho en varias ocasiones que nunca cederá a las protestas callejeras o se dejará intimidar para dar un paso atrás en lo que el llama su proyecto proempresarial de “transformar” Francia y sacarla de décadas de grandes cifras de desempleo y lento crecimiento económico.

Sin embargo, lo cierto es que se encuentra bajo una gran presión para que escuche y atienda las preocupaciones de los chalecos amarillos. Sus protestas comenzaron como una reacción ciudadana al aumento de los impuestos ecológicos sobre los combustibles, pero ahora se ha transformado en un movimiento anti-Macron.

Este mismo lunes, el primer ministro francés, Edouard Philippe, ha movido ficha y se ha reunido con los líderes de la oposición, mientras que los estudiantes del país bloqueaban un centenar de centros educativos. A primera hora del martes, el Gobierno ha suspendido la subida del impuesto sobre los carburantes para intentar frenar las protestas. Tras los incidentes del sábado, el movimiento ha continuado con manifestaciones pacíficas contra el Gobierno en las barricadas de las carreteras y en los depósitos de combustible de todo el país.

La policía ha detenido a siete adolescentes después de que los antidisturbios actuasen en un instituto de Aubervilliers, al norte de París, donde un coche terminó volcado y varios contenedores ardiendo.

Cada vez es más difícil para el presidente francés mostrarse en el escenario mundial como un campeón progresista que liderará la lucha contra el populismo y el nacionalismos si se queman barricadas en París y si los manifestantes tachan a su Gobierno de élite arrogante.

La principal dificultad para Macron es que las protestas le pillaron desprevenido al comenzar de manera espontánea hace dos semanas en las carreteras y en las rotondas de toda Francia. Se trata de un movimiento sin líder, sin ningún sindicato o partido que le respalde.

El Gobierno no pudo anticipar esta revuelta repentina contra los impuestos. Sin embargo, las sublevaciones repentinas pueden ser un punto de inflexión peligroso, será difícil apaciguar a la ciudadanía cabreada. Y más en un país como Francia, con una elevada recaudación de impuestos y un sistema de alto gasto público.

Este sábado, miles de manifestantes enmascarados libraron diferentes enfrentamientos con la policía en París, incendiando coches y provocando incendios en algunas de las calles más elitistas del país. El Gobierno los llamó “alborotadores profesionales” de extrema derecha y extrema izquierda que se habían infiltrado en las protestas pacíficas de los chalecos amarillos.

Pero lo que está claro es que la única esperanza de evitar más violencia es calmar al movimiento respondiendo a sus preocupaciones, que ahora son muchas más: desde un pésimo nivel de vida y unos impuestos injustos hasta la desconfianza en el sistema político y en el propio parlamento.

Los chalecos amarillos cuentan con el apoyo de la mayoría del pueblo francés. Las encuestas muestran que la mitad de los franceses piensa que no les benefician las reformas de Macron. Muchos creen que su política fiscal favorece a los que son muy ricos.

Esta crisis es particularmente pronunciada para Macron porque las señales de advertencia ya se pudieron adivinar en las elecciones del año pasado, en las que venció a la utraderechista Marine Le Pen. Un alto nivel de abstención, malestar con la clase política, un sentimiento de injusticia y desigualdad en la élite política que se percibe como completamente aislada de los trabajadores que están en la calle son puntos que estuvieron presentes en las elecciones en las que Le Pen obtuvo 10 millones de votos. Esos sentimientos no han desaparecido.

Para hacerse con la presidencia, Macron creó su propio movimiento de base que prometía “escuchar” a la gente y tomarle el pulso a la nación. Se consideraba a sí mismo como el terapeuta del país. El nuevo secretario general del partido de Macron, La République En Marche, advirtió este fin de semana que “la gente no necesita psicólogos, sino soluciones”.

El Gobierno francés –que no ha ofrecido soluciones claras ni concretas y trata de identificar a líderes con los que poder negociar– tiene más presión que nunca para dar respuestas y contener la ira de la calle.