OPINIÓN

La agresión de Putin es un argumento a favor de un movimiento antibélico

Columnista de The Guardian —
2 de marzo de 2022 23:14 h

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¿Aprenderemos alguna vez? Vladímir Putin se une a un elenco de monstruos, desde Sadam Husein hasta Muamar el Gadafi, que en su día fueron bendecidos por el apoyo de Occidente. Su régimen se forjó en las ruinas de Grozni (Rusia) y se legitimó con el dinero de los oligarcas que tienen propiedades en los barrios londinenses Highgate y Chelsea. 

Hace 23 años, el entonces desconocido Putin surfeó una ola nacional de patrioterismo para convertirse en el sucesor de Boris Yeltsin, después de que una serie de supuestos atentados terroristas en edificios de apartamentos rusos sirvieran de pretexto para la segunda guerra contra Chechenia. No importa la existencia de pruebas convincentes de que los servicios de seguridad rusos llevaron a cabo estos atentados para proporcionar un casus belli para la invasión, no importa que decenas de miles de chechenos fueran masacrados en medio de atroces crímenes de guerra. Putin fue elogiado y aceptado.

Richard Dearlove, exresponsable del MI6 [Servicio de Inteligencia Secreto de Reino Unido], expresó en 2018 su arrepentimiento por el papel desempeñado por los servicios de seguridad británicos en el ascenso al poder de Putin, incluida la ocasión en la que el entonces primer ministro, Tony Blair, se ofreció a una sesión de fotos propagandísticas con Putin en 2000. Al año siguiente, Blair estableció paralelismos entre Chechenia y la “guerra contra el terrorismo” de Occidente. El descenso de Putin a un autoritarismo sin paliativos no llevó a Blair a reconsiderar sus opiniones, sino que instó a Occidente a dejar de lado su desagrado por la anexión de Crimea en 2014 para aliarse con Putin contra el “islamismo radical”, una petición que repitió en 2018, apenas tres meses después de los envenenamientos de Salisbury.

Reino Unido y el dinero ruso

Hoy, la complicidad se encuentra en gran medida en las filas de los conservadores. Las arcas del partido gobernante de Reino Unido están llenas de dinero vinculado a Putin. Según una carta escrita por David Lammy y Rachel Reeves, “los donantes que han recibido dinero de Rusia o que tienen presuntos vínculos con el régimen de Putin han dado 1,93 millones de libras (2,3 millones de euros) al partido conservador o a asociaciones conservadoras individuales desde que Boris Johnson asumió el poder en julio de 2019”.

La Rusia de Putin ha sido uno de los países receptores de armas británicas que violan los derechos humanos. Cuando Nigel Farage, como tantos de sus hermanos populistas de derechas en el mundo occidental, declaró su admiración por Putin, ¿estaba realmente tan alejado de la corriente principal?

Un modelo económico forjado por el thatcherismo transformó a Londres en uno de los principales paraísos fiscales del mundo y en un centro para el “dinero sucio” procedente de Rusia y de otros violadores de los derechos humanos. No es de extrañar que tantos oligarcas estén acumulando patrimonio inmobiliario en Londres y en los condados del Este y Sudeste de Inglaterra cercanos a la capital. No es exagerado afirmar que las élites rusas y británicas están profundamente entrelazadas, con vínculos que van desde los clubes de fútbol hasta los periódicos, pasando por partidos de tenis para recaudar dinero con el primer ministro como jugador (contra la esposa del exministro ruso de Economía).

Por este motivo, es necesario un movimiento antibélico que reivindique sin complejos un mundo que no sea un patio de recreo para las grandes potencias brutales: en el aquí y ahora, eso significa centrarse en la agresión rusa. A pesar de algunas afirmaciones, la izquierda de Reino Unido no siente una gran simpatía por Putin. No es habitual encontrar una actitud insolvente como la que perdonó la invasión soviética de Hungría en 1956 y que llevó al corresponsal del Daily Worker, Peter Fryer, a abandonar el partido comunista y a denunciar el estalinismo como “un marxismo con el corazón cortado, deshumanizado, seco, congelado, petrificado, rígido, estéril”.

Qué debemos hacer

Es cierto que los manifestantes contra la guerra -ya sea en Reino Unido o en Rusia- son los que más influencia tienen sobre las acciones de sus propios gobernantes, pero deberían respaldar las alternativas pacíficas a la escalada militar, incluidas las sanciones y los frenos al “dinero sucio” de Estados agresores como Rusia o Arabia Saudí.

Los activistas contra la guerra no deben confundirse: la guerra de Putin no responde a una provocación y no existen circunstancias atenuantes. Eso no significa que no debamos reflexionar sobre cómo hemos llegado a este punto. Deberíamos entender por qué tantos europeos del Este ven a la OTAN como un baluarte indispensable contra Rusia, a la que comprensiblemente temen más que Occidente. También deberíamos entender cómo Putin explotó el evitable sentimiento de humillación de los rusos tras el colapso de la Unión Soviética y deberíamos ser capaces de discutir las credenciales en materia de derechos humanos de una OTAN entre cuyos miembros se encuentra la autoritaria Turquía, que libra una guerra contra los kurdos.

En la era nuclear, el papel que debe desempeñar un movimiento antibélico es poner de relieve las alternativas a una escalada militar que podría, con demasiada rapidez, conducir a la aniquilación de la civilización humana: por encima de todo, un orden internacional basado en normas compartidas, diplomacia y cooperación. Eso implica ser coherentes. David Miliband, el ex ministro de Exteriores laborista, tiene razón al condenar una invasión que incumple la Carta de la ONU y que mata a civiles vulnerando el derecho internacional como una “vuelta a la edad oscura”, pero debería reflexionar sobre su propio voto a favor de una guerra en Irak en la que murieron cientos de miles de civiles, que fue condenada por el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan, por incumplir esa misma Carta. El incumplimiento de las normas internacionales por parte de las grandes potencias legitima la anarquía violenta.

Empatía universal

El movimiento antiguerra lucha por un corazón en un mundo sin corazón. Se resiste a un relato racista resumido por un corresponsal de noticias estadounidense: “Esto no es Irak o Afganistán... Esto es una ciudad relativamente civilizada, relativamente europea”. Lo hace poniendo el énfasis en que la invasión de Ucrania importa porque es un pueblo atacado, no porque sea europeo, y en que esta empatía debe aplicarse de forma más universal.

También debe exigirse el cumplimiento universal de las normas: si nos oponemos a un agresor, debemos oponernos a todos. La defensa de la coherencia en los asuntos internacionales se tacha a menudo de “whataboutism” (“¿y qué hay de...?”), pero en el fondo es la creencia de que todas las víctimas de injusticias tienen el mismo valor. Si entendemos el derecho de los ucranianos a resistir la ocupación, deberíamos extender esa deferencia a los palestinos; si nos repugna la matanza de niños en Ucrania, deberíamos sentirnos igualmente horrorizados por el bombardeo saudí de niños con bombas occidentales; y deberíamos condenar igualmente las atrocidades cometidas por otros regímenes antioccidentales, desde las bombas de barril de Asad en Siria hasta la opresión de los musulmanes uigur en China.

Mientras Putin libra esta guerra, la necesidad de un movimiento antibélico que sea coherente y valiente es más urgente que nunca. En el aquí y ahora, el movimiento antibélico condena un ataque criminal, defiende el derecho de Ucrania a resistir y exige que esos mismos principios se apliquen universalmente. El movimiento no encontrará amigos en los que buscan beneficiarse política o financieramente de la guerra, pero debe buscar alianzas en las bases de cada país. Puede que no sea popular, al menos por ahora, pero tendrá razón.

Traducción por Emma Reverter

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