Hace diez años había mucha esperanza. Al terminar una fría tarde de noviembre de 2010, los temidos militares de Myanmar retiraban de la Avenida de la Universidad las barricadas que durante tanto tiempo habían separado a Aung San Suu Kyi de su pueblo.
El periódico The Guardian informó así de la euforia del momento: “En longyis [la falda tradicional birmana] y sandalias, los partidarios de Aung San Suu Kyi cubrieron corriendo los 400 metros que había hasta la puerta principal de su casa. Una mujer que llevaba colgado en su camisa un retrato de ”La Dama“ lloraba y gritaba su nombre mientras corría. Se agolpaban contra la antigua valla de bambú, cantando y coreando 'larga vida a Aung San Suu Kyi”.
El fin del arresto domiciliario de Suu Kyi fue recibido en todo el mundo con un entusiasmo similar. Primeros ministros y presidentes veían en su libertad el amanecer de una nueva era democrática en el país después de tanto tiempo bajo la implacable bota de la rígida junta militar.
La hija del 'Padre de la Nación' –el general Aung San, fundador de las fuerzas armadas y adalid de la independencia birmana– se había convertido en un símbolo de la resistencia democrática pacífica tras 15 años de arresto domiciliario (de un total de 21).
El comportamiento de Suu Kyi a lo largo de su detención fue irreprochable. Distinguida con premios como el Nobel, el Sájarov o la Medalla Presidencial de la Libertad de Estados Unidos, era un modelo de gracia y dignidad frente a la brutal represión.
Pero en los 10 años transcurridos desde su liberación, Suu Kyi pasó de ser un ícono democrático a una política en activo, cayendo estrepitosamente de su pedestal. Desde la perspectiva de Occidente, fue un eclipse paulatino hasta que se derrumbó a toda velocidad.
Su partido, la Liga Nacional para la Democracia, ganó con soltura las elecciones de 2015. Al no poder ser presidenta por tener hijos extranjeros (con el fallecido académico Michael Aris), se convirtió en consejera de Estado y ministra de Asuntos Exteriores. La líder de facto del país.
Sin embargo, las concesiones que tuvo que hacer a un ejército que, gracias a la nueva Constitución, seguía controlando los principales ministerios y el 25% de los escaños del Parlamento, representaron una debilidad fundamental.
La prometida liberalización económica fue tímida y llena de favoritismos. El anhelado desarrollo para los más pobres del país nunca llegaba y crecía la preocupación de que su aquiescencia legitimara a un régimen aún bajo el control de los uniformados y profundamente antidemocrático.
Pero lo más notorio fue su falta de voluntad, o su incapacidad, para condenar las atrocidades cometidas por el Ejército fundado por su padre en el genocidio contra la minoría rohingya del oeste del país. Incendiaron sus aldeas y violaron y mataron a los que no podían escapar por la frontera con Bangladesh.
El mundo pidió a Aung San Suu Kyi que defendiera a los más marginados, a los más oprimidos de la nación que dirigía. En lugar de defensa, hubo disimulo. “La situación en el estado de Rakhine es compleja y difícil de entender”, declaró ante el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya. También dijo que las acusaciones de genocidio ofrecían una “imagen de la situación incompleta y engañosa”.
Aung San Suu Kyi siempre ha sido una nacionalista birmana y su concepto de nación está profundamente ligado a la identidad étnica. Como hija del mayor héroe nacionalista del país, es un pilar fundamental de su filosofía personal y política. La situación de las múltiples minorías étnicas de Myanmar (no sólo los rohingyas) fue siempre su punto ciego.
Pero aunque cayó sin contemplaciones en la consideración de la comunidad internacional, en Myanmar sigue siendo muy querida. En las elecciones de noviembre del año pasado, su partido obtuvo mejores resultados incluso que en 2015, lo que le aseguró otros cinco años en el poder. Aun así, los militares se han negado a aceptar el resultado y han tomado el control del país, deteniendo este lunes a Aung San Suu Kyi y a muchas otras figuras del principal partido del país. Las fuerzas armadas alegan que en las elecciones hubo fraude (una información que los analistas aseguran que tiene poca credibilidad)
En Myanmar, su detención será vista como una vuelta a los oscuros días del opresivo gobierno militar. Los militares han anunciado que tomarán el control del país durante todo un año y han declarado el estado de emergencia. Internet y la línea telefónica se han cortado en muchas regiones.
Dado el estatus de Aung San Suu Kyi como icono nacional, las acciones del Ejército podrían fácilmente acabar siendo contraproducentes, según el analista independiente David Mathieson: “No creo que los militares puedan contar con la inacción de mucha gente en todo el país”, dice. “Hay una generación que creció con ella en arresto domiciliario y una generación más joven que creció con ella siendo libre y que la apoya de verdad. Y hay mucha gente en los estados étnicos que no la soportan, ni a ella ni a su partido, pero que odian a los militares”, añade.
En el resto del mundo, y a pesar de que la reputación de Aung San Suu Kyi está irremediablemente manchada, la toma de control por parte de los militares ha sido recibida con una vehemente condena internacional. En el interior del país, hay una profunda sensación de incertidumbre.
“Se acaban de abrir las puertas a un futuro muy diferente”, escribió el historiador birmano Thant Myint-U. “Tengo la sensación de que nadie podrá controlar lo que venga después. Y hay que recordar que Myanmar es un país inundado de armas, con profundas divisiones étnicas y religiosas y donde millones de personas apenas tienen para comer”.
Traducido por Francisco de Zárate