A principios de 2011, GOProud, la organización homosexual conservadora en la que soy cofundador, se vio involucrada en una disputa debido a nuestra inclusión en la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC). Fuerzas intolerantes dentro del movimiento conservador boicoteaban la Conferencia porque permitía a nuestro grupo actuar como copatrocinador.
Tras varios meses de ardua lucha, decidimos hacer algo para que el boicot no se convirtiera en el único tema de la CPAC, sino que la Conferencia sirviera para unir e impulsar al movimiento conservador. Decidí contactar con mi amigo Roger Stone, confidente de años de Donald Trump, y preguntarle si este estaría interesado en venir a la CPAC como nuestro invitado para dar un discurso a la audiencia.
Trump accedió. En las semanas que siguieron trabajé con él y con su equipo para organizar su primer discurso en la CPAC. Recuerdo que el periodista de The New York Times al que di la primicia de la aparición sorpresa me dijo que era la primera vez que la sección política cubría a Trump.
Esa primera llegada de Trump al hotel Wardman Park de Washington DC ya tenía su sello personal: a pesar de que yo le había recomendado algo más rápido por una entrada exclusiva, insistió en hacer una entrada teatral por la puerta principal. Los miembros conservadores lo recibieron como a una estrella de rock y Trump dio un discurso apasionante frente a una multitud de pie.
Después de su discurso, salí con Trump por la parte de atrás del hotel y le confirmé que el discurso había sido un gran éxito. Justo antes de que subiera a la limusina, le grité: “¡Señor Trump, preséntese a presidente, por favor!”.
No tenía ni idea de que llegaríamos a esto.
Me encantaba la idea de Trump como candidato a presidente. La idea de un hombre de negocios carismático y exitoso, que no fuera rehén de los grupos de presión y que podría cambiar radicalmente la comprometida situación política actual.
Creí que Trump podría seguir los pasos de Reagan. Estaba equivocado.
En lugar de emular a Reagan, Trump tomó el camino fácil de la política. En lugar de traer a los republicanos una visión positiva del futuro, eligió jugar con nuestros mayores miedos.
En lugar de construir el movimiento conservador, Trump lo destruyó. Reagan atraía a los demócratas que se habían alejado del partido y a los independientes, manteniendo al mismo tiempo la base central conservadora. Por el contrario, Trump atrajo al equivalente político de la cantina de La guerra de las galaxias y desmotivó a los miembros del movimiento conservador. Permitió que su campaña coqueteara con los xenófobos, los grupos de supremacía blanca y los racistas recalcitrantes.
Yo esperaba que, como buen hombre de negocios, Trump se dedicara al principio a descubrir qué era lo que no entendía para así rodearse de las mejores y más brillantes mentes políticas del país. En lugar de eso, Trump se rodeó de aduladores, gente que a todo le decía que sí.
Yo esperaba que Trump, neoyorquino de toda la vida y con una vida personal muy lejos de los valores familiares perfectos, hiciera una campaña libertaria en cuestiones sociales. En cambio Trump ha buscado activamente el apoyo de fanáticos antihomosexuales, como Jerry Falwell Jr.
Yo esperaba que Trump se extralimitara un poco. De hecho, esperaba que rompiera las reglas. Pero creía que Trump tendría el sentido básico de la decencia. En cambio, su campaña ha sido más parecida a la de Andrew Dice Clay que a la de Ronald Reagan: ha menospreciado a los prisioneros de guerra, a las mujeres y a los discapacitados.
No era necesario que fuera de esta manera. Trump posee un carisma natural y un talento político innato raramente visto en el mundo político actual. Sospecho que, como cualquier buen hombre de negocios, Trump simplemente vende lo que nosotros, los consumidores políticos, queremos comprar.
Y ahí está el problema. Ser presidente no implica solamente vendernos lo que queremos comprar. Ser presidente implica, a menudo, vendernos lo que necesitamos comprar.
Traducido por: Francisco de Zárate