Robyn Higley siempre ha odiado septiembre. Es el mes en el que sucede todo lo malo, cuando pierde su jovialidad y alegría habituales para quedarse mustia y apagada. Aunque no termine de comprender bien por qué tiene que ser así, en septiembre se siente mal.
Se acerca el vigésimo aniversario del 11-S y Robyn sabe que este septiembre será peor que los 19 ya vividos. Los medios repetirán hasta la saciedad las imágenes de aquel día terrible, habrá una explosión de emociones y fervor patriótico y ella se sentirá aún más expuesta que en los años anteriores.
“No me gusta nada”, dice. “Sí, lo entiendo, el 20 [aniversario] es algo importante, pero hay muchas expectativas sobre cómo debo sentirme, la gente espera a una niña afligida con el corazón roto, pero yo tengo casi 20 años, ya soy mayor”.
Es complicado ser Robyn Higley cuando se acerca el 11 de septiembre. ¿Cómo hacer el duelo por un padre al que nunca conoció? ¿Cómo lidiar con la etiqueta que le han asignado para toda la vida, bebé del 11-S, cuando ella ni siquiera estaba en ese día terrible?
Famosa desde el nacimiento
A su padre, Robert Higley, todos lo llamaban Robbie. El 11 de septiembre de 2001 fue a su nuevo trabajo como ejecutivo de una aseguradora en el piso 92 de la torre sur del World Trade Center, en Nueva York. Había comenzado tres meses antes y ese día estaba especialmente emocionado porque le habían pedido que asumiera el cargo de director en funciones.
A las 8:46 de la mañana, un avión alcanzó la torre norte y Robbie llamó a Vycki, su esposa. Le dijo que había ocurrido algo en el otro edificio pero que él estaba bien. “Vista ahora desde el recuerdo, fue una conversación dolorosamente corta”, dice Vycki.
A Vycki le llevó un tiempo reconstruir lo ocurrido tras esa llamada: su marido ayudó a evacuar a doce compañeros en un ascensor, uno de los últimos en llegar a la planta baja antes de que el vuelo 175 de United Airlines se estrellara contra la torre sur a las 9:03. Robbie no logró salir. Vycki dice que decidió no entrar en el ascensor porque quería “hacer de director” y asegurarse de que todos los demás estuvieran bien.
Vycki quedó viuda el 11 de septiembre. Una madre sola al cuidado de su hija de cuatro años, Amanda, y con el embarazo de Robyn en estado avanzado. Cuando Robyn nació siete semanas después, el 3 de noviembre de 2001, ya era conocida como “la bebé del 11-S”.
Su condición de recién nacida y víctima de los atentados de las Torres Gemelas generó tanto interés que el día de su nacimiento en la sala de partos había un equipo de cámaras de la cadena ABC. “Fue gracioso”, dice Robyn. “Mi madre se puso de parto, llegó al hospital y se encontró con que ABC News ya la estaba esperando”.
Crecer siendo “bebé del 11-S”
Robyn Higley es una de las 105 personas que estaban en el vientre materno cuando sus padres murieron en los atentados terroristas de Nueva York, Washington y Shanksville (Pensilvania). Como miembro de este club formado bajo un criterio tan excepcional, Robyn nació y creció en un mundo donde su identidad ya le había sido asignada.
De pequeña empezó a comprender que había ocurrido algo muy grave el día en que su padre perdió la vida, pero no tenía ni idea de cómo procesarlo. “Sabía en qué consistía el 11 de septiembre, pero no cómo debía sentirme”, dice. “Para una niña de cinco años, son cuestiones muy complejas”.
El desafío de educar a dos niñas pequeñas tras la calamidad de los atentados también pilló por sorpresa a Vycki. ¿Qué debía contarles? “Nadie le dio un manual a nadie”, dice. “No había un manual sobre las Torres Gemelas en el que se nos dijera qué hacer, cómo criar a dos niñas pequeñas que habían perdido a su padre en esta cosa terrible”.
Robyn tuvo dificultades con Amanda, su hermana mayor. Eran muy buenas amigas y estaban muy unidas pero sus experiencias opuestas del 11-S provocaban tensiones y rivalidades. Cuando ocurrió el atentado, Amanda tenía cuatro años y Robyn aún no había nacido. “Hay muchos celos entre ellas”, dice Vycki. “Como bebé del 11-S, nacida tras la muerte de su padre, Robyn recibió toda la atención mediática y eso molestó a Amanda. Pero Robyn tiene celos de Amanda porque pudo estar cuatro años con su padre y ella no estuvo ninguno”.
Cada vez que llegaba el 11 de septiembre, se intensificaba la atención sobre Robyn. “Durante todo el instituto fue algo horrible, con personas que ni siquiera eran amigas acercándose para decir 'Oye, ¿cómo estás? ¿Estás bien?'. Era como si esperaran que yo necesitara su compasión y su lástima”, cuenta ella.
A veces Robyn tenía la extraña sensación de que la gente quería que rompiera a llorar o que tuviera un ataque de nervios: “Querían que me derrumbara; cada vez que salía un anuncio del 11 de septiembre, todos los ojos giraban hacia mí en el momento en que la primera torre caía y yo empezaba a reaccionar”.
Robyn, Amanda y Vycki asistirán por primera vez este año a la conmemoración oficial del 11-S en la Zona Cero. Tras evitar durante años este acontecimiento de difusión mundial, Vycki cree que ha llegado el momento. “Este parece ser el año adecuado para hacerlo”, dice.
Robyn ya se está angustiando un poco por el 20 aniversario. Siete semanas después, cumplirá veinte años y eso le ha hecho pensar que no faltan tantos para llegar a los 29, la edad de su padre. “Me estoy acercando a la edad que tenía él cuando murió; cuando tenga 30 años haré cosas que él nunca pudo hacer como dejar a mi hijo en la guardería, algo que él nunca hizo conmigo”, dice. “Si lo piensas, es muy desconcertante”.
No poder escapar de los recuerdos
Los 105 bebés del 11-S son un subconjunto de un grupo mucho mayor formado por todas las niñas y niños que perdieron a uno de sus padres en las Torres Gemelas, en el Pentágono o en el vuelo 93 de United Airlines que se estrelló en un campo cerca de Shanksville. Un total de 3.051 menores sufrieron la muerte de un progenitor. En la mayoría de los casos, el padre (siete de cada ocho víctimas del 11-S fueron hombres).
Terry Sears lleva veinte años metida en el mundo de los niños del 11-S. Es la directora ejecutiva de la ONG Tuesday's Children, creada a pocos días de los atentados para dar asistencia a largo plazo a los niños de la tragedia. Ahora que se acerca el aniversario, Sears se ha puesto a mirar viejas imágenes de los primeros años de la ONG, cuando llevaban a los niños de excursión.
Lo que más le impresiona es la magnitud de la pérdida. “Se organizaba un picnic en Nueva Jersey o una fiesta en la playa de Long Island, y acudían cientos de niños que habían perdido a sus padres ese día, era una sensación de duelo tan concentrada... Mirar las imágenes hoy sigue siendo algo abrumador”.
A lo largo de los años, Sears ha identificado experiencias compartidas entre los niños. Una de las más potentes es la condición siempre presente del 11-S, la sensación de que no pueden escapar de él por mucho que lo intenten. “Salía todos los días en las noticias, justo cuando empezabas a ver la televisión al regresar del colegio, volvían a aparecer esas imágenes con los edificios derrumbándose”, dice. “Para los niños del 11 de septiembre, sus historias se reprodujeron todos los días y durante años en público”.
Sears llama la atención sobre otra potente experiencia compartida de la que también habla Robyn Higley: la tiranía de lo que esperan las otras personas. “Muchos niños del 11 de septiembre me han contado que a lo largo de los años han tratado de ser ellos mismos”, dice Sears. “Conseguir un nuevo trabajo y sentirse frustrados cuando alguien les dice 'He oído que has perdido a tu padre', aunque ellos no buscaran que nadie se apiade, cuando solo querían ser normales”.
“Nunca llegas a ser totalmente inmune”
Mike Friedman conoce perfectamente la sombra que el 11 de septiembre ha proyectado sobre los niños de la tragedia. Él y Dan, su hermano gemelo, tenían 11 años el día en que perdieron a su padre. “El 11 de septiembre es la única tragedia que se asocia a una fecha concreta, nadie deja que se te olvide”, dice. “Está en las noticias, en la televisión, en Internet; nunca llegas a ser totalmente inmune; en la semana previa al 11-S nunca me siento como soy normalmente”.
Incluso antes de los atentados, los hermanos tenían una conexión especial con los enormes rascacielos del World Trade Center en el centro de Manhattan. Mike y Dan miden 1,80 metros y fueron durante años los más altos de su escuela, incluidos los profesores. Gracias al trabajo de su madre tuvieron la oportunidad de conocer a la estrella del baloncesto Magic Johnson, que les firmó un autógrafo que decía: “A las Torres Gemelas, la mejor de las suertes”. El apodo quedó y Mike y Dan serían conocidos como las Torres Gemelas mucho antes de que su padre, Andrew Friedman, fuera ese día a trabajar comprando y vendiendo acciones en el piso 92 de la torre norte. Tenía 44 años.
Entre las experiencias de los gemelos y las de Robyn Higley hay diferencias notables. Ellos sí habían nacido el 11-S y recuerdan perfectamente al director del colegio llamándolos para que salieran de clase. Les dijo que un avión se había estrellado contra el edificio de su padre en Nueva York y que no se preocuparan, que él estaba bien.
El resto del día transcurrió como si nada hubiera ocurrido. Recuerdan estar pasándolo bien en casa de un vecino, nadando en la piscina y disfrutando de la barbacoa. No fue hasta el día siguiente cuando su madre, Lisa Friedman Clark, los sentó y les dijo: “Chicos, no creo que vuestro padre vuelva a casa”.
Pero también hay afinidades entre los niños del 11-S. Como le ocurrió a Robyn, a los gemelos les llevó años averiguar lo que le había ocurrido a su padre. Lisa quería ocultarles los detalles dolorosos hasta que tuvieran la edad para asimilarlos, así que crecieron pensando que su padre había estado bien hasta el derrumbe de la torre norte, que había tenido “mucho aire”, como les dijo su madre. Dan tenía la impresión de que el piso 92 había sido un lugar tranquilo hasta el último momento.
Con poco más de 20 años, su madre les dijo la verdad. “Nos contó que pasó una hora y media de infierno atrapado en el piso, tosiendo un montón mientras ella hablaba por teléfono con él, con humo, paredes derrumbándose, el hueco de la escalera inaccesible, la gente ahogándose y saltando del edificio; fue algo doloroso de escuchar”.
El proceso de duelo
Todos los niños del 11-S han pasado por dificultades a lo largo de los años. Los Friedman acudieron a terapeutas infantiles que les ayudaron en el proceso de duelo y de niña Robyn tuvo graves ataques de paranoia. Le generaba ansiedad separarse de su madre y solo entraba en un cine cuando alguien lo había inspeccionado y declarado seguro. “Crecí sabiendo que mi padre entró un día en el trabajo y no salió, eso me hizo tener mucho miedo de entrar en cualquier situación”, dice.
Los recuerdos les han ayudado a establecer una conexión con sus padres perdidos. Los gemelos tienen colchas que les tejió un desconocido de Oregón con las camisetas y prendas de la universidad en la que Andrew estudió. Dan guarda uno de los palos de golf de su padre en la taquilla del club de Long Island donde ahora juegan los dos y Robyn guarda un conejito rosa de peluche que su padre le compró cuando él y Vycki se enteraron de que el embarazo era de una niña.
El conejito la ha tranquilizado mucho en todos estos años. También la ha ayudado a afrontar una de sus mayores angustias: que su padre nunca supiera quién era ella. “Tuve que lidiar con eso durante un montón de tiempo, con que él no supiera quién soy; pero él sí sabía que yo era una niña, lo sabía porque me había comprado cosas y eso me reconfortaba un poco, sabía de mí, sabía quién era, se emocionaba por mí”.
El asesinato de Bin Laden
Los chicos del 11-S también han compartido inesperados momentos de regocijo. El más extraño de todos, el asesinato de Osama Bin Laden en mayo de 2011. Su muerte en Pakistán a manos de un equipo de seis Navy Seal estadounidenses se anunció mientras Robyn celebraba con su familia el 14 cumpleaños de su hermana Amanda. “Lo celebramos con una tarta de chocolate, estuvo realmente bien”, recuerda Robyn.
También han tenido lo que podríamos llamar las ventajas de ser famosos del 11 de septiembre. A Robyn la llevaron entre bastidores de Hairspray, el exitoso musical de Broadway. “Pude ponerme sobre un bote gigante de laca para el pelo. Para una niña de seis años, era lo más genial que había”, recuerda. Todos los veranos asistía durante una semana al “Campamento de América”, un lugar de recreo en el campo dedicado expresamente a los niños del 11 de septiembre. Llegó a considerarlo un refugio, un lugar donde no había que dar explicaciones ni tenía que hablar de “eso”.
Con el paso de los años, según cuenta Robyn, su afecto por el padre que nunca conoció se ha hecho más profundo. Cuando ella era niña, él solo era una fotografía. Ahora tiene un perfil más completo de su padre como ser humano. “Un loco divertido al que le gustaba hacer reír a la gente”, dice. “Una de las mejores personas que hayan existido”.
Pese a todo, Robyn dice estar sorprendida por lo bien que ha salido, por cómo pasó de bebé del 11-S a convertirse en una mujer independiente y fuerte. “Estoy muy sorprendida por lo bien que he salido teniendo en cuenta todo lo que había en mi contra”.
Dice que sólo tiene dos penas. Le gustaría que su padre estuviera cerca para verla crecer. “Que pudiera ver lo orgullosa que estoy de mí misma”, dice. El otro está relacionado con el mismo 11 de septiembre. De vez en cuando se permite divagar sobre cómo Robbie sacrificó su propia vida para salvar a otros. “Fue un héroe y eso me encanta”, dice. “Pero también hay momentos en los que me enfado: ¿por qué no se subió a ese ascensor?”.
Traducido por Francisco de Zárate