La portada de mañana
Acceder
España tiene más de un millón de viviendas en manos de grandes propietarios
La Confederación lanzó un ultimátum para aprobar parte del proyecto del Poyo
OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

Los voluntarios que construyeron la ciudad-símbolo del comunismo búlgaro cumplen 90 años: “Creíamos en algo”

Mathieu Richer / Andrew MacDowall

Desde el piso de Maria Oteva se ve la plaza principal de Dimitrovgrad. A sus noventa años, tiene que remontarse siete décadas atrás para recordar la fundación de su ciudad, en las primeras épocas de la Bulgaria comunista. “En aquel tiempo vinieron 50.000 voluntarios a construir esta ciudad porque creían en algo”, narra. “Hoy es imposible encontrar a 50 personas que vengan a limpiar la suciedad de las calles”, añade.

A los 17 años y con el deseo de construir una nueva Bulgaria socialista tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, Oteva fue una de esas voluntarias. Como adolescente, había formado parte de la resistencia partisana contra el Gobierno búlgaro aliado de los nazis. En 1944, cuando su país fue ocupado por los soviéticos y cambió de bando, se unió al Ejército regular. Primero estuvo a cargo de una ametralladora. Luego trabajó como médico durante la batalla por la entrada en Hungría.

Con el fin de la guerra, Oteva se hizo agente de policía. Fue entonces cuando la invitaron a formar parte de las brigadas de voluntarios organizadas por el nuevo gobierno comunista para desarrollar proyectos de obras públicas. Dimitrovgrad fue la más ambiciosa de aquellas iniciativas, una ciudad que serviría como ejemplo del mundo nuevo que nacía. Construidos con el estilo 'barroco de Stalin', sus amplias calles, sus parques y sus imponentes edificios públicos aún siguen en pie.

Tras un curso de técnicas de construcción, Oteva llegó a Dimitrovgrad con los primeros brigadistas. El edificio donde vive es uno de los que se construyeron para los obreros de la ciudad y Oteva pasa gran parte del día en el balcón con vistas al Ayuntamiento, viendo cómo juegan los niños y pasa la vida. “Creía firmemente en las ideas y el socialismo”, recuerda. “Le dio poder a la gente y puso el futuro en sus manos”, cuenta.

Dimitrovgrad se construyó en un lugar donde antes había tres pequeñas aldeas. Su nombre es el del primer líder comunista búlgaro, Georgi Dimitrov, que falleció a los dos años de fundar la ciudad. En la versión oficial del régimen, Dimitrovgrad se fundó el 10 de mayo de 1947 cuando una cuarentena de jóvenes llegaron al lugar, a orillas del río Maritsa (en la llanura tracia), y decidió construir la ciudad del futuro: símbolo de la transformación de una sociedad predominantemente rural en una industrializada y urbana.

El espíritu de la época quedó reflejado en los murales de la primera escuela secundaria que se construyó, Asen Zlatarov, para educar a los hijos de los obreros de Dimitrovgrad. Las pinturas representan la gloria de los trabajadores luchando por construir un país y un futuro mejor, con imágenes idealizadas de la vida familiar, el trabajo, la educación y el deporte.

“Dimitrovgrad fue muy relevante, el primero de los grandes proyectos comunistas, una ciudad totalmente nueva construida de acuerdo con los ideales comunistas del urbanismo”, explica Dimana Trankova, autora de numerosos artículos sobre la ciudad y de una obra de tres volúmenes sobre la Bulgaria comunista. “Fue un proyecto muy importante para que el nuevo gobierno búlgaro se exhibiera”, asevera.

Para algunos, el sueño comunista se desvaneció enseguida. El poeta Penyo Penev fue uno de los que primero llegaron, cargado de entusiasmo, a la ciudad. Su obra contó con el favor del régimen, sin embargo, a los 28 años Penev se suicidó desilusionado, al parecer, con la realidad de la vida en la nueva utopía. Su antiguo apartamento es una de las pocas atracciones turísticas de la ciudad.

Como señala Trankova, no todos los miembros de las brigadas participaban en ellas por entusiasmo. Había muchos convencidos del riguroso mensaje comunista, pero también gente obligada a unirse para mejorar su posición en el nuevo régimen por venir de familias caídas en desgracia.

Una de esas personas fue Peter Sharkov. Ahora un escritor de 81 años, Sharkov nació en un pequeño pueblo del suroeste del país donde el Gobierno búlgaro confiscó la tierra de su padre. Sin trabajo y temiendo ser encarcelado, el joven Sharkov dejó a un lado la antipatía que sentía por el sistema y viajó a Dimitrovgrad para inscribirse como jefe de brigada en la construcción de viviendas.

“Fueron buenos años para los trabajadores más pobres, que tenían la certeza de una vida decente, pero difíciles para las familias más ricas, que veían cómo les confiscaban las tierras y las propiedades”, recuerda. Dice que aún siente resentimiento por la etapa comunista aunque también cierto orgullo por Dimitrovgrad. “Es importante que se preserve el patrimonio”, señala. “Todo se hizo con nuestro sudor, todo tiene que ser mantenido, lo construyó gente decente que creía en algo y eso no se puede obviar”, apunta.

Con la caída del comunismo se retiró del centro de la ciudad una gran estatua de Dimitrov que ahora yace, boca abajo, en la esquina de un parque. A Sharkov, como a muchos otros en la ciudad, le gustaría volver a verla en su sitio.

Según Trankova, Dimitrovgrad ha tenido una contradictoria y rápida transición hacia el consumismo capitalista. Situada en un cruce de caminos y cerca de la frontera con Turquía, en la ciudad ha crecido un enorme y animado mercado de productos que antes no se podían conseguir, con compradores y vendedores de toda la región. Sus llamativos casinos, prohibidos en Turquía, atraen a miles de personas del otro lado de la frontera.

Dimitrovgrad también es considerada la cuna de la chalga, una música pop local con letras que habrían escandalizado a los pioneros por su vulgaridad y el enaltecimiento de la ostentación consumista. El patrono de la ciudad también ha cambiado. Oficialmente, su nombre se refiere ahora a San Demetrio, un santo popular de la región, y no al difunto líder comunista.

Para muchos de sus residentes más jóvenes, los tiempos han cambiado. Ivo Ivanov y Viktoriya, matrimonio de 25 y 27 años, representan a una generación de Dimitrovgrad que no tiene recuerdos directos de la época comunista. Aseguran estar preocupados por la corrupción y por la injusticia social del país en el que está creciendo su hijo de tres años.

En la fábrica de productos químicos (todavía con el nombre original de Stalin) trabajan unas 1.000 personas, lejos de su época dorada en que daba empleo a 10.000 y era el centro de la economía local. La pareja se está preparando para mudarse a Reino Unido. Muchos de sus amigos están desempleados. “Tenemos una vida mejor que la de nuestros padres bajo el comunismo”, opina Ivanov. “Queremos quitarnos de encima la etiqueta de 'ciudad comunista' y comenzar a construir un futuro con la ayuda de la Unión Europea y de los jóvenes de toda Europa”, señala.