De repente, la pobreza se ha vuelto noticia. Es imposible no ver el impacto absolutamente desproporcionado que el coronavirus está teniendo entre la gente pobre y marginada. Cientos de millones de personas abocadas al desempleo y a la miseria. Con un apoyo insuficiente en la mayoría de los casos, aumentan el hambre, la falta de vivienda y los trabajos peligrosos.
¿Cómo puede ser que el relato haya cambiado de la noche a la mañana? Hace tan solo unos meses muchos celebraban el inminente fin de la pobreza y ahora el problema está en todas partes. La explicación es simple: los líderes mundiales, filántropos y expertos llevan diez años con una narrativa engañosamente optimista sobre el progreso en la lucha mundial contra la pobreza. Han dicho que es uno de los “mayores logros de la humanidad”, una hazaña “inédita en la historia de la humanidad”; y un logro “sin precedentes”. Pero la historia de éxito siempre ha sido muy engañosa.
Como muestro en mi informe final como relator especial de las Naciones Unidas sobre extrema pobreza y derechos humanos, casi todas estas cuentas se basan en el umbral internacional de la pobreza del Banco Mundial de 1,9 dolares al día. Esta medición, mal comprendida y defectuosa, pinta un panorama erróneamente positivo y es la responsable de la indebida y peligrosa complacencia con el statu quo.
Según esa medida, el número de personas en “pobreza extrema” se redujo de 1.900 millones en 1990 a 736 millones en 2015. Pero una reducción así de abrupta solo se consigue cuando el punto de partida es escandalosamente poco ambicioso. La cantidad de 1,9 dólares al día solo sirve para asegurar una subsistencia miserable. En muchos países, ni siquiera cubre el coste de los alimentos o de la vivienda; no aporta información sobre la pobreza entre las mujeres y las personas a menudo excluidas de las encuestas oficiales, como los refugiados y los trabajadores migrantes; y gran parte de la disminución anunciada en la pobreza mundial se debe al aumento de los ingresos en un solo país: China.
Tener un panorama poco realista del progreso en la lucha contra la pobreza ha tenido consecuencias nefastas.
En primer lugar, porque este supuesto éxito se ha atribuido al crecimiento económico, justificando así programas procrecimiento caracterizados por la desregulación, la privatización, la reducción de impuestos para empresas y ricos, el libre movimiento de capitales y la excesiva protección para las inversiones. Es la coartada con la que me encontré una y otra vez a lo largo de los seis años que pasé dentro de la ONU investigando las medidas de los diferentes Gobiernos contra la pobreza. Todo, desde las exenciones fiscales para los superricos hasta los destructivos megaproyectos de extracción de riquezas en el Sur global eran justificados como formas de reducir la pobreza, cuando en realidad no estaban haciendo nada de eso.
Presentar los intereses de los ricos como el mejor camino para mitigar la pobreza ha cambiado radicalmente el contrato social, redefiniendo al bien público como aquello que ayuda a los ricos a ser más ricos.
En segundo lugar, este relato del progreso se ha usado para tapar los terribles resultados que esta perversión de las políticas procrecimiento han provocado tan a menudo. Muchos de los países que lograron grandes subidas en su PIB también registraron una explosión en la desigualdad y un aumento del hambre. En muchos casos, el crecimiento ha venido con costes inasumibles en salud y vivienda, con persistentes diferencias raciales en la distribución de la riqueza, con la proliferación de empleos donde no se pagan salarios dignos, con el desmantelamiento de las redes de seguridad social y con la devastación del medio ambiente. Todos estos fenómenos estaban directamente relacionados con las políticas neoliberales pero nunca fueron incluidos en el relato heroico de la lucha contra la pobreza.
En tercer lugar, el cuadro optimista que pinta la medida de pobreza más publicitada del Banco Mundial ha fomentado la complacencia. Miles de millones de personas enfrentan un mundo de pocas oportunidades y muertes evitables, demasiado pobres como para disfrutar de los derechos humanos básicos. Alrededor de la mitad de la población mundial vive con menos de 5,50 dólares al día: se trata de 3.400 millones de personas, una cifra que apenas ha disminuido desde 1990. Ni siquiera los países de ingresos altos y con recursos abundantes han logrado reducir seriamente las tasas de pobreza.
El coronavirus no ha hecho más que destapar una pandemia de pobreza que venía de antes. La COVID-19 llegó a un mundo en el que crecían la pobreza, la desigualdad extrema y el desprecio por la vida humana. Un mundo en el que las leyes y las políticas económicas se conciben para crear y mantener la riqueza de los poderosos, no para acabar con la pobreza. Esta es la elección política que se ha hecho.
En ningún lugar es más evidente que en los objetivos de desarrollo sostenible (ODS) de las Naciones Unidas que, a menos que haya un reajuste drástico, claramente no se van a cumplir. En lugar de imaginar a los Estados como los agentes clave del cambio y de basarse en políticas para redistribuir la riqueza y atajar la precariedad, el marco de los ODS pone una fe inmensa y equivocada en el sector privado y en el crecimiento de la economía.
La pandemia de pobreza durará mucho más que la del coronavirus hasta que los Gobiernos no empiecen a tomarse en serio el derecho de todas las personas a tener un nivel de vida adecuado. Para eso hace falta que dejen de esconderse detrás de la miserable línea de subsistencia fijada por el Banco Mundial y abandonen el triunfalismo con el que hablan del inminente fin de la pobreza. Es imprescindible una transformación social y económica más profunda para evitar una catástrofe climática, para lograr una protección social universal, para redistribuir la riqueza con una auténtica justicia fiscal y, en última instancia, para encaminarse de verdad hacia el fin de la pobreza.
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Philip Alston ha sido relator especial de la ONU sobre pobreza extrema entre 2014 y 2020. Es titular de la cátedra John Norton Pomeroy de derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York, donde preside el Centro de Derechos Humanos y Justicia Global.
Traducido por Francisco de Zárate