La desigualdad, el racismo y la polarización: las grietas que encumbraron a Trump
Hay un escena en la película Mr Smith Goes to Washington (Caballero sin espada en español) en la que su protagonista, James Stewart, mira con una mezcla de adoración y asombro la cúpula del Capitolio de Washington, sede casi sacralizada de la democracia estadounidense.
En los ochenta años que han transcurrido desde entonces han existido múltiples razones para cuestionar el idealismo de Jefferson Smith, interpretado por Stewart. Pero ninguna tan brutal e incómoda como lo sucedido cuando ese mismo Capitolio fue profanado por una turba de seguidores de Trump que se enfrentaron a la policía, saquearon oficinas, alzaron la bandera confederada y ocuparon la silla del vicepresidente Pence en su calidad de presidente del Senado. El resultado de este violento asalto fue la muerte de cinco personas.
Mientras la turba se reunía, el líder de la mayoría del Senado, Mitch McConnell, advirtió que modificar el resultado de las elecciones, la derrota de Trump, lanzaría la democracia a “una espiral de muerte”. Horas más tarde, el líder de la minoría, el demócrata Chuck Schumer, evocó el ataque japonés a Pearl Harbor describiéndolo como un “día de infamia”.
Carnicería americana
Lo sucedido tiene dos lecturas inmediatas. Por un lado constituye la inevitable realización de guerra de Trump contra Washington. Estos años en el gobierno se ha comportado como líder de los “bárbaros”. Sus años alimentando la furia del resentimiento racial, el enfado contra el establishment y las teorías de conspiración distorsionadas llegaron a su conclusión natural en la “carnicería americana” que dijo que existía y él supuestamente iba a terminar.
Por otro lado, desencadena una crisis existencial. Hay quienes sugieren que la democracia estadounidense no ha vivido una situación tan precaria desde la guerra civil y que el mito del excepcionalismo americano rara vez ha estado más vacío de contenido. Existe la sensación de que el poder de un país considerado superpotencia global decae con la inexorabilidad con la que lo hizo el Imperio Romano.
Michael Steele, ex presidente del comité nacional republicano, dijo a The Guardian: “Dejamos de prestar atención a lo que sucedía a nuestro alrededor. No escuchamos lo que provocaba el dolor, la angustia y las frustraciones de la gente. Nuestro liderazgo político se centró en sus propios intereses, sus reelecciones”.
“Nuestra actitud respecto a Estados Unidos era la de ir al extranjero a presumir de lo buenos y mucho mejores que somos, para luego ignorar que eso no es necesariamente cierto. Sobre todo cuando suceden cosas como los casos de George Floyd y Breonna Taylor (afroamericanos asesinados a manos de la policía). Eso, para mí, tiene mucho que ver con lo que está pasando”.
La crisis en la democracia
El fracaso de Estados Unidos para llevar a cabo una traspaso pacífico de poderes no pasó desapercibido. Un periódico keniano preguntó: “¿Quién es ahora la república bananera?”. El líder de Irán se jactó de que el asalto “muestra sobre todo lo frágil y vulnerable que es la democracia occidental”.
¿Cómo ha podido sucederle esto al país más poderoso del mundo y la principal economía del planeta cuando se cumplen 245 años de su independencia? La erosión de la democracia estadounidense tiene múltiples causas, como desigualdad, racismo, desconfianza hacia las instituciones, polarización, el papel los medios y las redes sociales. Todo esto comenzó antes de la llegada de Donald Trump y continuará una vez deje la presidencia.
Steele dijo: “No hay una cosa concreta que puedas señalar como la verdad absoluta. Es como hacer una sopa con los peores ingredientes posibles y rascarse la cabeza para tratar de entender ¿Por qué no sabe bien? Eso es lo que hemos estado haciendo los últimos 30 años”.
“Se remonta a mucho antes de la elección de Donald Trump, a la ruptura de las normas en la Cámara de Representantes, al abandono de la idea de construir un consenso para abordar los problemas del país. Nos hemos tomado la división en grupos enemigos al pie de la letra. Usamos la división como un garrote contra nuestros adversarios, a quienes convertimos en enemigos en señal de honor, para así racionalizar y justificar nuestras acciones erróneas”.
La ensalada de la democracia siempre ha tenido un poso agridulce. Las mujeres lograron el derecho a votar hace tan sólo un siglo y, pese a logros conseguidos, las minorías aún afrontan prácticas electorales discriminatorias. Cuando Joe Biden asuma el cargo de presidente número 46, será la presidencia número 45 ejercida por un varón blanco.
La historia desde Nixon
El último medio siglo ya llega empañado. El escándalo del Watergate y que Richard Nixon se convirtiera en el primer presidente de Estados Unidos en dimitir dio paso a que Ronald Reagan sembrara una desconfianza activa en el gobierno como estrategia. Recortó los impuestos a los más ricos lanzando el pistoletazo de salida a la brutal desigualdad que se vive hoy.
En la década de los 90, el ascenso de Newt Gingrich a la presidencia de la Cámara de Representantes, el sórdido proceso de destitución del presidente Bill Clinton y la guerra ilegal en Irak lanzada por el presidente George W. Bush socavaron aún más la fe en la clase política. El fin de la guerra fría eliminó la fuerza unificadora de un adversario común. La automatización, la globalización y la crisis financiera de 2008 destrozaron muchas comunidades y dieron aire a un sentimiento de injusticia y rabia contra las élites.
Después llegó un fallo del Tribunal Supremo que en 2010 eliminó muchas de las normas que limitaban los gastos en los que pueden incurrir los grupos de presión para tratar de influir en las elecciones. Quienes critican la sentencia dicen que favoreció la capacidad de influencia política de los donantes con más recursos, las empresas y quienes se sientan afectados por medidas concretas.
Un informe del Centro Brennan de la Universidad de Nueva York reveló que un grupo muy pequeño de estadounidenses ejerce “más poder que en cualquier otro momento desde el Watergate al tiempo que la mayoría parece estar desvinculándose de la política”. Las elecciones de 2020 costaron casi 14.000 millones de dólares.
Esta última década también ha estado marcada por la elección de Barack Obama, el primer presidente negro de Estados Unidos. La reacción racista también quedó de manifiesto. Primero con el movimiento conservador del Tea Party y después con la llegada de Trump a la política aupado por la invención de que Obama no había nacido en Estados Unidos y por tanto (según la Constitución) no era elegible para ser presidente.
En 2015 Trump lanzó un mensaje nacionalista y xenófobo que prometía construir un muro fronterizo para mantener a los mexicanos fuera del país y “make America great again”. El asalto en el Capitolio, protagonizado por una turba mayoritariamente blanca, se encontró con un dispositivo de seguridad mucho menor al que se encontraron los manifestantes de Black Lives Matter.
Larry Jacobs, director del Centro para el Estudio de la Política y el Gobierno de la Universidad de Minnesota, explica: “No hay duda de que Estados Unidos está viviendo un cambio generacional histórico. El porcentaje de blancos en el electorado está disminuyendo, dramáticamente, de un 89% en 1980 a cerca de un 68% en 2020, y Donald Trump ha aprovechado la frustración y la disminución de estatus de un grupo de blancos con un nivel de educación muy básico... Ese no es el futuro de Estados Unidos. Esa es la parte de Estados Unidos que siente que está en declive. Donald Trump ha conectado con lo que sienten como ofensas pero el futuro del país es multirracial y multiétnico”.
La polarización de los ciudadanos
Estados Unidos ya ha resistido otras crisis políticas antes, pero las grietas necesitan una reparación estructural urgente. Los candidatos republicanos a la presidencia han ganado en número de votos sólo una vez en los últimos 32 años, pero han llegado a la Casa Blanca por el sistema electoral que se basa en el colegio electoral. El Senado, donde se equipara la voz de los estados grandes con la de los pequeños, se ha convertido en una institución poco representativa.
Debido a la modificación de los distritos electorales, los estados demócratas ahora son más demócratas y los republicanos, más republicanos. Quien habla más alto suele ganar las primarias de los partidos. Por eso QAnon, una organización de defensores de teorías conspirativas que apoya a Trump, han prosperado en círculos republicanos.
Jacobs dice: “Desde principios de los años 70, los partidos políticos cambiaron la manera de elegir a sus candidatos y en un ataque de euforia democrática crearon las elecciones primarias. Las primarias debían dar el poder al pueblo, pero lo que sucedió en realidad es que entregó el poder a los extremistas”.
Hoy, la polarización es más evidente en todas las clases, razas, lugares y niveles educativos. Las bases de Biden, que ganó las elecciones de 2020 en 509 condados, abarcan el 71% de la actividad económica de Estados Unidos, mientras que las bases de Trump, sostenidas por la victoria en 2.547 condados, representan sólo el 29% de la economía, según el centro de estudios políticos Brookings Institution.
Cadenas de televisión de la derecha como Fox News, Newsmax y One America News Network y redes sociales como Facebook y Twitter han alimentado la fractura y contribuido a la creación de burbujas de realidad alternativa, llenando el vacío dejado por el declive de la prensa local. Sólo el 60% de los estadounidenses, entre ellos el 23% de los republicanos, creen que la victoria de Biden fue legítima, según una encuesta de la Universidad Quinnipiac.
Los grupos de extrema derecha están en marcha. La convulsión en el Capitolio es indicativa de un ambiente febril que ya el año pasado vio un complot para secuestrar a Gretchen Whitmer, la gobernadora de Michigan. El asalto no impidió que 147 senadores republicanos y miembros de la Cámara de Representantes votaran a favor de intentar modificar el resultado de las elecciones.
Ian Bremmer, presidente de la consultora Eurasia, dijo al medio estadounidense Axios que, “ya no se puede meter la democracia de EEUU en el mismo saco que Canadá, Alemania o Japón”. “Estamos ahora a mitad de camino entre esos países y Hungría.”
Vaso medio lleno
Sin embargo, todavía hay motivos para creer que el vaso está medio lleno. La sociedad civil y los medios de comunicación son robustos. Los tribunales siguen siendo fuertes e independientes y así lo demostraron al rechazar las acusaciones de fraude electoral, que eran falsas. Aunque los intentos por manipular y eliminar votantes no parecen haber terminado, los demócratas acaban de ganar dos puestos clave en Georgia que permiten tomar el control del Senado y cerrar así el círculo de repudio a Trump.
“Hemos tenido la participación más alta en unas elecciones estadounidenses. Joe Biden venció a Donald Trump. Las elecciones al Senado de Georgia son muy importantes; ahí estuvo una vez el centro de la fuerza del partido republicano y fue uno de los estados más racistas de Estados Unidos hace tan sólo medio siglo. Desde el púlpito de Martin Luther King, tenemos un senador negro, el primero de Georgia. Y eso tiene que calar en la historia de Estados Unidos” dice Jacobs.
“No es algo blanco o negro. El fenómeno Trump podría ser un hecho aislado, con recorrido, pero que tal vez no se impondrá. Miro a las elecciones y lo que veo son jueces nombrados por ambos partidos, incluso por el propio Trump, que defienden el estado de derecho. Veo funcionarios electorales, incluyendo a republicanos, haciendo lo correcto. Lo que me pregunto es ¿dónde está el colapso de la democracia? No lo veo. Creo que la gente está sacando demasiadas conclusiones a partir del horror del 6 de enero.”
Steele, que ahora asesora al Proyecto Lincoln, un grupo de republicanos contrario a Trump, está de acuerdo en que la idea de que Estados Unidos debería ser relegada de la primera liga de las democracias mundiales es “una mierda”. “No se desharán de nosotros con tanta facilidad. Pero es una lección de la que no sólo debemos tomar nota nosotros. Todo el mundo debería hacerlo”.
“No creáis que el nacionalismo y el populismo de derechas no os acechan más allá de lo que se ve. Los países que defendemos las oportunidades y las libertades tenemos que trabajar juntos para no sucumbir”.
Traducido por Alberto Arce.
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