No se puede obligar a nadie tener un hijo
Marqwetta Johnson, una madre de siete hijos de 42 años, murió en Oklahoma debido a complicaciones causadas por un embarazo extrauterino. Krystine Toledo-González, una enfermera de Georgia, falleció a causa de una infección por estafilococo provocada por el parto. Amy Bartlett, una portavoz del parque nacional de Yellowstone, murió después de dar a luz a su tercer hijo de una enfermedad cardíaca provocada por el embarazo.
Estas mujeres no solo son cifras o historias tristes, eran personas con vidas, familias y sueños. Personas queridas, personas que ya no están. Los nombres de estas mujeres han estado revoloteando por mi cabeza durante un tiempo, desde que ProPublica publicó su increíble proyecto de investigación sobre la mortalidad causada por la maternidad en EEUU.
Pero mientras que los líderes demócratas continúan con su imprudente abandono a los derechos reproductivos como tema central para el partido, las caras y las historias de esas mujeres no paran de aparecer en mi mente. No puedo parar de pensar en ellas, y en lo fácil que es para los que ocupan posiciones de poder olvidarse de ellas.
EEUU tiene la mayor tasa de mortalidad materna de los países dentro del mundo industrializado, prueba vergonzosa de lo poco que valoramos la vida y la salud de las mujeres. Las mujeres en EEUU tienen tres veces más posibilidades de morir durante el embarazo y el parto que las mujeres canadienses, y seis veces más que las mujeres escandinavas.
Dada esta realidad, dado el riesgo asociado a estar embarazada y dar a luz, ¿cómo podemos esperar que las mujeres lo asuman si no quieren? Sí, el acceso al aborto trata sobre la posibilidad de “elección” y sobre nuestros cuerpos. Y, tal y como señaló tan elocuentemente Lindy West en el New York Times, “no existe igualdad económica sin la posibilidad de poner fin a un embarazo”. Pero hay algo más fundamental en juego: nuestra capacidad de seguir vivas.
Cada cual debe ser capaz de decidir si pone o no su salud y su vida bajo el riesgo que supone un embarazo. La legislación que limita el acceso al control de la natalidad, los anticonceptivos de emergencia y el aborto lo hacen imposible.
Por eso cuando los demócratas dicen que el aborto no debe ser una prueba de fuego para el partido, lo que realmente están diciendo es que la capacidad de las mujeres de elegir por sí mismas es tema de debate. Que es prescindible. O más horripilante aún: que somos prescindibles.
Tengo que reconocer que esto no es solo un argumento político para mí, es algo bastante personal. Como madre que estuvo cerca de morir durante el parto, sé lo terrorífico y lo real que es estar tendida en la cama diciéndole a tu marido lo que quieres que diga a tu familia si sucediera lo peor. Recuerdo ese miedo como si todo hubiese sucedido ayer en lugar de hace casi siete años.
Aunque la gente da por sentado que el hecho de tener un bebé prematuro –nació con 28 semanas y pesó apenas un kilo– cambió mi mente o me hizo cuestionarme cosas respecto al derecho al aborto, lo cierto es que me ha hecho defender el derecho a la elegir más que nunca. Cuando tienes un bebé no todo son pieles brillantes y hermosas tripas redondas. También es dolor, sangre y riesgo. No es para gente que tiene problemas de corazón y nunca debe ser algo que se fuerce a hacer a las mujeres o a las chicas jóvenes.
Sé que los demócratas siguen conmocionados, que la victoria presidencial de Trump les tiene luchando para recuperar el poder a toda costa. Pero sus costes son demasiado altos; los nombres, historias y rostros de estas mujeres deberían recordárselos.
Traducido por Cristina Armunia Berges