Esto lo cambia todo. Las cuartas elecciones nacionales en cuatro años han roto el atolladero parlamentario con un efecto devastador. La derrota ha sido contundente. Finalmente ha colapsado el voto laborista en sus bastiones tradicionales. Los lazos demográficos, geográficos y sociales que mantenían unida a la coalición se han desarmado. Todavía está por verse si es posible rearmarlos. El Reino Unido ha elegido al gobierno más de derechas de las últimas décadas, otorgándole una sólida mayoría al líder menos probo del que se tenga memoria y ahora podría llevarnos una década librarnos de él. La noche de ayer fue terrible, pero lo peor aún está por llegar.
Ahora, la izquierda debe generar un espacio donde pueda hacer su duelo y reflexionar a la vez. Porque esto no se trata de nosotros, sino de la sociedad esperanzadora que queremos crear, la gente con la que queremos crearla y la distopía que están generando los conservadores. Y no vamos a poder ganar elecciones hasta que nos demos cuenta de por qué hemos perdido. Las respuestas fáciles son también las menos acertadas. Echarle toda la culpa a Jeremy Corbyn, al Brexit, a los medios de comunicación, al manifiesto o al fracaso de un voto estratégico sería negar el complejo panorama al que nos enfrentamos. Por supuesto que el Brexit tuvo mucho que ver. El laborismo tuvo tres años para presentar una alternativa coherente a la fanfarronada conservadora y no logró hacerlo. Teniendo en cuenta que las mayores derrotas se dieron en las regiones que apoyan el proyecto de abandonar la UE, no tiene sentido pensar que el partido se tendría que haber presentado como un partido radical a favor de permanecer en el bloque y haber promovido un segundo referéndum. Desde luego, esa posición no ayudó en nada a los Liberal Demócratas.
El laborismo sabía que el Brexit era el tema prioritario y aun así quiso llevar la conversación hacia la cuestión de los servicios públicos y el medio ambiente. Esto también fue un fracaso. El problema no fue el manifiesto. Los proyectos laboristas de nacionalización, presupuesto público y redistribución de la riqueza eran populares, realizables y no habrían llevado al Reino Unido a una situación muy diferente de la de otros países europeos. Pero si uno va a prometer algo tan ambicioso, primero hay que preparar a la gente políticamente y luego asegurarse de que realmente se puede lograr. El laborismo no hizo ninguna de esas cosas bien. En cambio, cada día prometían más cosas, desplegando una falta de disciplina comunicativa que parecía una metáfora de la potencial falta de disciplina fiscal.
Corbyn es profundamente impopular. Aunque la mayoría de la gente no sabe decir exactamente qué le cae mal de él. Simplemente cae mal. Algunas personas piensan que es demasiado de izquierdas, otros que es antisemita o que es amigo de terroristas. Obviamente, los medios de comunicación –que tampoco quedaron muy bien parados tras las elecciones– han tenido mucho que ver con esto. ¿Cómo puede gustarte alguien cuando nunca has oído nada bueno de esa persona? La prensa controlada por la derecha a menudo enmarcó la narrativa de la televisión y la radio, que les devolvían lo mismo, generando un circuito cerrado que sólo podría ser interrumpido por los acontecimientos.
Pero tampoco se lo inventaron todo. La actuación de Corbyn fue muy pobre. Tuvo numerosas oportunidades de embestir contra Boris Johnson por sus mentiras y su hipocresía, pero no quiso hacerlo. Decía que ese no es su estilo. Pero su estilo tampoco estaba funcionando. Su negativa a pedir disculpas a la comunidad judía por su antisemitismo durante una entrevista con Andrew Neil fue desconcertante, sobre todo porque ya se había disculpado varias veces antes, y lo hizo otra vez luego junto a Phillip Schofield. Y los medios de comunicación no se irán a ningún sitio. También han atacado a Gordon Brown, Edward Miliband y Neil Kinnock, aunque nunca con tanta ferocidad, y quien quiera que quede al frente del partido también tendrá que enfrentarse a ellos.
Aquellas personas que piensan que el giro a la izquierda del laborismo fue un tema de Corbyn, francamente no han entendido nada. Corbyn no fue más que el vehículo inverosímil, poco preparado y en muchos sentidos inadecuado de un movimiento político que todavía no se ha acabado. Él surgió tras las guerras y en un momento de austeridad en el que los partidos socialdemócratas del mundo occidental estaban revueltos y derrotados. Su elección no causó la crisis del partido laborista, sino que fue producto de ella. Y la elección actual ha exacerbado esta crisis. Su triunfo del 2017 es la razón por la que no se ha avanzado aún más en el camino del Brexit y por la que los conservadores han tenido que prometer mayor gasto social y poner fin a la austeridad.
Hay formas de contextualizar este resultado para encontrar algo de consuelo en un momento de desesperación. El laborismo, bajo el liderazgo de Corbyn, obtuvo más votos que Miliband y Brown. Perdió menos escaños que Brown y tiene más que los que tenían los conservadores en 2005, que luego resurgieron como coalición en 2010. Pero debemos evitar este tipo de razonamientos. Hemos perdido, y de mala manera. No es fácil hace una autocrítica desde una posición defensiva. Como dijo el gran escritor y activista estadounidense W.E.B Du Bois: “Se ha enfatizado tan descaradamente nuestra peor cara, que nos encontramos negando que alguna hemos tenido una mala cara. Estamos acorralados de todas las formas posibles”.
Corbyn ha hecho bien en anunciar su retirada. No tendría sentido que se quedara y encabezara los debates sobre el futuro del partido. No puede encabezar un debate que en gran parte es sobre él. Su presencia nos desviaría de la tarea que debemos enfrentar. La izquierda no debe convertir el puesto de liderazgo en un fetiche. Sí que importa quién encabece el partido laborista, pero no es lo único que importa. Durante los últimos cuatro años, casi toda la energía de la izquierda se ha enfocado en defender a su líder. Ahora que Johnson ha conseguido la mayoría, gran parte de las batallas se llevarán a cabo fuera del Parlamento.
La partida de Corbyn representa un problema para los centristas. Ellos han estado anticipando este momento desde antes de que Corbyn fuera elegido líder del partido. Cuando los acontecimientos no se dieron como ellos anticipaban –es decir, cuando el partido lo reeligió con una mayoría aún mayor o cuando el país le dio más escaños y más votos–, esperaron al siguiente acontecimiento. Incluso un reloj roto da bien la hora dos veces al día. El problema es que ahora que se marcha tendrán que generar su propia agenda y un candidato propio, y luego ofrecerle esas alternativas a un partido que ha crecido de tamaño, incluso si por el momento ha perdido un poco la confianza.
Tendrán que enfrentarse al hecho de que el electorado no abandonó al laborismo para elegir al centro. Los votos se fueron o hacia la extrema derecha, en Inglaterra y Gales, o hacia el nacionalismo socialdemócrata, como sucedió en Escocia. Los votos no se fueron con los Liberal Demócratas ni regresaron con Change UK. Chuka Umunna, Dominic Grieve, David Gauke, Anna Soubry, Jo Swinson y Luciana Berger, todos ellos perdieron.
No he oído ni a un solo votante preguntar por Owen Smith o echar de menos a Yvette Cooper. Lo que sea que llegue ahora, no será un regreso a abstenerse en leyes sobre prestaciones sociales o a respaldar políticas hostiles con el medio ambiente. Querrán que el laborismo sea más efectivo como oposición, pero también querrán que el partido organice a la oposición.
Los centristas tendrán que enfrentarse al hecho de que miles de personas que han viajado por el país durante estas últimas semanas para hacer campaña en medio del frío y la lluvia no piensan abandonar sus ideales ni su partido. Y aquellas personas que han invertido tanto en esta generación del laborismo tendrán que enfrentarse al hecho de que sus convicciones no bastaron para convencer a otros de adoptar sus ideales.
Texto traducido por Lucia Balducci