Hawa Adamu Bello grita de emoción mientras habla por el viejo teléfono que le acaban de entregar. Está hablando con su cuñada. Llevan sin verse desde que los terroristas de Boko Haram atacaron su pueblo, en la costa nigeriana del lago Chad, hace más de dos años.
“Alhamdulillah. Alhamdulillah”. Bello repite una y otra vez la expresión religiosa en todas las preguntas sobre cómo está, cómo van las cosas y cómo está su marido. Tiene que ser muy rápida, aun a riesgo de parecer demasiado grosera. La llamada está siendo cronometrada y solo tiene tres minutos.
En el momento en que terminan todos los saludos necesarios, apenas queda tiempo para la pregunta clave, la misma que ha intentado responder desde que huyó de su casa en Doron Baga corriendo a toda velocidad hacia el lago Chad para escapar de las balas de Boko Haram: “¿Dónde están mis hijos?”.
Aquel día de enero de 2015, cuando Boko Haram cometió el atentado más mortífero de su historia –2.000 personas fueron asesinadas– sus chicos, Bala e Idrissa, habían estado fuera jugando con sus amigos. No estaban en ninguna de las canoas que lograron cruzar el lago. ¿Les mataron? ¿Les secuestraron? ¿Quedaron atrapados en alguna de las 3.100 casas incendiadas?
Los ataques mortíferos de Boko Haram han provocado la huida de más de 2 millones de personas por cuatro países: Nigeria, Níger, Camerún y Chad. Han desaparecido hijos, padres, maridos y esposas... Amnistía Internacional ha informado este mes que las matanzas del grupo terrorista en Nigeria y Camerún se han doblado (hasta 381) desde abril.
Boko Haram lleva intentando crear un Estado islámico en el noreste de Nigeria desde 2009. Ha matado a decenas de miles de civiles, violado y secuestrado a miles más y forzado a millones a huir de sus hogares.
En agosto, el presidente de Nigeria, Muhammadu Buhari, regresó al país tras una estancia médica en Londres con la promesa de renovar la lucha contra el grupo que ha convertido la región en un infierno. Pero no era la primera promesa de este tipo del presidente ni de sus contrapartes en la región.
Una llamada de tres minutos a la semana
Bello, su marido y su hijo pequeño lograron llegar a Chad, pero huyeron sin nada. Todo lo que tienen proviene de la ONU: varios cubos de plástico y ollas rotas, un par de esterillas, dos telas antimosquitos rasgadas, unas cuantas lonas y una pala. Cuando consigue trabajo, el marido de Bello gana entre 2,5 y 5,5 euros a la semana. Su hijo, de nueve años, gana 10 céntimos al día recogiendo leña. Con esos ingresos no se pueden permitir un teléfono, y mucho menos llamadas internacionales para saber qué ha sido de sus hijos.
El Comité Internacional de la Cruz Roja ha puesto en marcha un servicio en el campo de refugiados de Dar es Salaam, en la parte occidental de Chad, que permite a los residentes una llamada telefónica de tres minutos a la semana. El objetivo de este servicio es ayudar a volver a unir a las familias. Ahora, cada jueves, los refugiados se ponen en la cola y esperan su turno toda la mañana para hacer una llamada; y a menudo no consiguen contactar con sus seres queridos por problemas de conexión. Pero Bello perdió todos sus números de teléfono en el ataque.
Desde la emboscada de 2015, las fértiles islas del lago –que cada vez tiene menos agua–, se han convertido en escondite y fuente de comida para la facción de Boko Haram dirigida por Mamman Nur. Han masacrado y expulsado a las comunidades de agricultores, ganaderos y pescadores.
11 millones de personas necesitan ayuda humanitaria en toda la región, pero la ONU asegura que solo ha podido recaudar el 43% de los 1.000 millones de dólares que se necesitan para acabar con la crisis de este año.
Las familias, separadas en la huida, no saben si sus seres queridos están vivos. Tras un año en este campo de refugiados de Chad, finalmente llegan algunas noticias de la mano de varias mujeres a las que Bello conoce del pueblo y que han llegado al campo en busca de sus maridos e hijos. “Una me dijo dijo que vio a Idrissa en Maiduguri”, cuenta Bello. La ciudad, lugar de nacimiento de Boko Haram, está a 200 kilómetros de su pueblo. No tiene ni idea cómo su hijo, de ahora 13 años, podría haber llegado tan lejos, pero la mujer dijo que había ido a buscar a su abuela.
“Después de eso, no he tenido más noticias de él, pero estoy segura de que lo consiguió. Sabe muy bien dónde vive su abuela”, sostiene Bello mientras abraza a su hijo Mohammed, de dos años. “Pienso mucho en nuestro reencuentro. Eso es lo que le pido a Dios”, añade. Pero de Bala, su hijo de 15 años, sigue sin haber noticias. “Pienso todo el tiempo en Bala”, confiesa. “Pienso en muchas cosas, que lo han matado o quizá corrió hacia el monte y ha muerto allí solo”.
Bello habla con todos aquellos de Doron Baga con los que se encuentra, tratando así de reconstruir el día en que huyó. Pero nadie se quedó atrás para contar los muertos, los supervivientes o los terroristas. Y con razón. “Si te encuentras con ellos [Boko Haram], estás muerto. No puedes ni parar a contar cuántos son”, cuenta Aba Ali Mbatouom, jefe de la zona próxima de Kiskera, sentado en el porche de su casa de barro vestido con su boubou azul pálido.
La llamada de la esperanza
Desde 2015, una oleada de personas ha llegado a Chad desde las islas al tiempo que Boko Haram, bajo la presión del Ejército de Nigeria, sigue avanzando hacia el lago. Pero la tierra de Chad adonde huyeron las personas de las islas es mucho más seca que su propia tierra. Luchando por sobrevivir, con su ganado muriéndose de hambre, algunos se están jugando la vida para volver, incluso si sus compatriotas de las islas siguen huyendo. “Siguen viniendo. No sabemos el número exacto, pero son muchos”, cuenta Mbatouo.
Cuando llegan nuevas personas, Bello hace preguntas intentando encontrar amigos de amigos para conseguir noticias o números de teléfono. En junio, finalmente consiguió el teléfono de su cuñada, que ha acabado en un campo de refugiados en Níger. Antes de marcar, le pasa el trozo de papel con el número a uno de sus hijos para llevarlo a casa y guardarlo.
“¿Has oído algo de Bala?”, pregunta tras los saludos correspondientes. Tras dos años sin escuchar nada, su cuñada le cuenta algo que se rumorea: Alguien ha visto a Bala en Níger. Iba de vuelta a Nigeria. Bello cuelga cuando se le acaban los tres minutos visiblemente más feliz. “Me ha tranquilizado”, cuenta. Bello vuelve a su recinto y pregunta al hijo por el preciado trozo de papel con el número de teléfono. Pero lo ha perdido.
Traducido por Javier Biosca Azcoiti