Amy y Esther Juárez estaban inquietas mientras se montaban en un autobús lleno de trabajadores temporeros. Se dirigían a una granja en la otra punta de México desde sus hogares en el Estado meridional de Chiapas, asolado por la pobreza. Aunque su hermano Alberto, de 18 años, hizo el mismo viaje el año anterior, era la primera vez que Amy, de 24, y Esther, de 15, salían de la pequeña comunidad indígena en la que han crecido.
A medio camino, los agentes de inmigración entraron al autobús. Tras comprobar la documentación de todos los pasajeros, ordenaron a los tres hermanos bajar. Les acusaron de llevar documentos falsos y mentir sobre su nacionalidad. Luego les dijeron que serían deportados a Guatemala, un país que ninguno de ellos sabría situar en un mapa.
Los jóvenes –que hablan la lengua maya tzeltal y muy poco español–, perplejos, fueron enviados a un centro de detención de inmigrantes en la ciudad de Querétaro. A Alberto lo pusieron en una sala separada en la que cuatro agentes le dijeron que, si no firmaba unos documentos admitiendo ser guatemalteco, moriría ahí mismo.
“Uno me empujó, otro me daba patadas en la pierna, y un tercero que estaba muy gordo me dio descargas eléctricas aquí, en el dorso de mi mano derecha”, relata Alberto a the Guardian a través de un intérprete. “De verdad pensaba que me iba a morir, así que firmé un montón de papeles, pero no sé leer ni escribir, por lo que no sabía lo que estaba firmando”. Los tres hermanos estuvieron detenidos ocho días, hasta que un abogado de un grupo de activistas presentó una denuncia y logró que los liberasen.
Las autoridades, en busca de migrantes centroamericanos indocumentados, están deteniendo y amenazando de expulsión a un número cada vez mayor de mexicanos indígenas. Forma parte de una ola de represión contra los migrantes debida en parte a las presiones políticas y a la ayuda económica de EEUU. Las deportaciones aumentaron exponencialmente desde que, en el verano de 2014, Barack Obama declaró que el incremento en las llegadas de niños centroamericanos es una crisis humanitaria.
Cupos secretos para expulsar a más personas
Los activistas aseguran que las autoridades están aplicando un sistema secreto de cupos para elevar la cifra de expulsiones. Dicen que el Instituto Nacional de Migración (INM) está actuando cada vez más como una fuerza policial sin control y que, al igual que los cuerpos de seguridad del país, parece estar usando la tortura sistemática contra los detenidos.
“La orden parece ser detener a centroamericanos a cualquier precio, incluso si eso implica violar la Constitución, coger gente en función de criterios racistas y detener y deportar a jóvenes mexicanos indígenas por el camino”, señala Gretchen Kuhener, directora del Instituto para las Mujeres en la Migración (IMUMI), que emprendió acciones legales para conseguir la liberación de los hermanos. La Constitución mexicana establece que los ciudadanos pueden desplazarse con libertad por el país sin necesidad de llevar identificación.
Kuhener añade que “este caso demuestra el poder y la impunidad del Instituto Nacional de Migración”. “Pueden irse de rositas porque afecta a poblaciones muy vulnerables que a veces no hablan español, que no conocen sus derechos, y es poco probable que se quejen”, explica.
La familia Juárez vive entre las pintorescas colinas onduladas del este de Chiapas, donde los siete hijos, de entre seis y 24 años, ayudan a sus padres a vivir a duras penas de unas pocas tierras. La comida es abundante, pero el dinero es escaso. Para ampliar sus ingresos, miles de personas, muchas de ellas indígenas, viajan en autobús de Chiapas y otros estados del sur a trabajar en granjas del norte de México.
En Chiapas, un trabajador corriente del campo gana entre 60 y 80 pesos (de 3 a 4 euros) al día cortando café, mientras que la temporada pasada Alberto cobró 200 pesos (unos 10 euros) por día recogiendo calabacines, sandías y tomates en el Estado de Sonora, en el norte de México.
Mientras se balancea suavemente en una hamaca, Alberto cuenta que la primera vez que estuvo lejos de casa fue apasionante. “Trabajábamos duro, pero salíamos todas las noches. Probé las hamburguesas por primera vez, y había electricidad donde vivíamos”, relata. “Cuando volví a casa siete meses después, compré un caballo con el dinero que había ahorrado. Este año quería comprar una moto”.
Alentadas por las historias de Alberto, sus hermanas y el novio de Esther, Fernando, de 27 años, se apuntaron también cuando los empleadores volvieron a buscar trabajadores. Los cuatro han pedido que no se les identifique por sus nombres reales, por miedo a represalias de las autoridades mexicanas. “Solo quería tener mi propio dinero para comprarme ropa en el mercado, y quizá unos pendientes”, cuenta Amy. “Pero desde que nos montamos en el autobús, tenía una mala sensación”.
El vehículo, contratado de forma privada, salió el 2 de septiembre de 2015 a las dos de la tarde de la gasolinera local. La tarde siguiente, en un peaje al sur de la frontera con el Estado de Querétaro, los agentes de inmigración subieron al bus.
Los equipos móviles de inmigración se implantaron como parte del Plan Frontera Sur, un conjunto de duras medidas lanzadas por la presión estadounidense para frenar a los migrantes centroamericanos que llegan a su frontera. Aunque los agentes no llevan armas, a menudo trabajan con agentes de seguridad privada, policías y militares. Las unidades conjuntas han mostrado agresividad en sus intentos de frenar la inmigración por el norte con redadas en estaciones de autobús y moteles. Tratan de evitar que los migrantes se monten en el tren de mercancías conocido como La Bestia, que fue una ruta importante a lo largo del sur de México.
La amplitud del apoyo económico de Estados Unidos al control migratorio en México es opaca. Se han gastado o comprometido al menos 100 millones de dólares en formación, nuevas equipaciones y apoyo canino, según el Servicio de Investigación Parlamentaria de EEUU. No hay condiciones de derechos humanos vinculadas a esa ayuda. La que concede el Departamento de Defensa va aparte y es desconocida. El INM ha asegurado que “nunca ha recibido ni un peso” del país vecino.
“Ni siquiera sabemos dónde está Guatemala”
Tras tenerlos retenidos en la cuneta durante varias horas, los agentes llevaron a los hermanos Juárez al centro de inmigración. Les confiscaron sus pertenencias, incluidos un teléfono móvil y varios documentos –certificados de nacimiento, números de la Seguridad Social, tarjetas de registro electoral...– que según los agentes eran falsos.
Varios meses después, los hermanos siguen afectados por la experiencia, y han pedido que se les identifique con pseudónimo por miedo a represalias de las autoridades. Esther cuenta que la experiencia fue aterradora. “No paraban de decir que éramos guatemaltecos, y nosotros no parábamos de decirles que no, que somos de Chiapas, pero no nos creían y se enfadaban cada vez más”, relata.
El viernes 4 de septiembre, tras recibir patadas, empujones y descargas eléctricas, Alberto firmó unos documentos que no sabía leer en los que admitía ser de Guatemala. Los agentes les dijeron que los deportarían a San Marcos, una ciudad abrumada por la pobreza en el oeste de Guatemala. De forma increíble, un cónsul de ese país presentó certificados que “confirmaban” su nacionalidad.
“Alberto no podía parar de temblar, estábamos todos llorando. ¿Cómo íbamos a volver a nuestra casa en Chiapas si ni siquiera sabemos dónde está Guatemala?”, se pregunta Esther. Su novio, Fernando, a quien acusaron de ser traficante de personas pero no fue detenido, logró encontrar ayuda. El abogado del IMUMI llegó el 6 de septiembre y presentó una demanda. Después de ocho días, los tres fueron liberados. No les devolvieron sus documentos de identidad porque no podían pagar el soborno de 200 pesos (unos 10 euros) que pedían los agentes.
Un psicólogo especialista y médico de la Comisión de Derechos Humanos de Ciudad de México concluyó, en un informe al que ha tenido acceso the Guardian, que Alberto sufrió dolor físico grave y síntomas psicológicos postraumáticos por haber sido torturado.
La directora adjunta de Investigación para América de Amnistía Internacional, Carolina Jiménez, explica: “Hemos documentado un patrón realmente inquietante de violaciones muy graves de los derechos humanos contra migrantes que viajan a través de México. Pero ver a agentes de inmigración implicados en torturas a ciudadanos mexicanos para hacerles 'confesar' que son extranjeros lleva esta alarmante situación a un nivel mucho más siniestro”.
Cada vez hay más preocupación por la conducta de las autoridades. Los colectivos de activistas se mostraron consternados cuando en enero de 2013 se nombró director del INM a Ardelio Vargas, un alto cargo policial muy polémico. Vargas era responsable de las fuerzas federales cuando se produjo una represión policial violenta contra unas protestas campesinas en la ciudad de San Salvador Atenco, en 2006.
Alejandro Martínez, exdirector de asuntos de migrantes centroamericanos en el INM, considera que Vargas gestiona el instituto como un cuerpo policial. “El mayor error fue mezclar policía e inmigración. (El caso de los hermanos Juárez) me hace estar incluso más convencido de que el incremento exponencial en las detenciones se debe a cupos ilegales en el instituto. No importa cómo lo hagan los agentes, siempre y cuando cumplan con los cupos”, asegura.
Detenidos por sus rasgos físicos
El INM desmiente categóricamente el uso de cupos, pero el enorme aumento de las detenciones y deportaciones es innegable. En 2015, los agentes del instituto detuvieron a 190.000 personas, un 120% más que en 2013. También parece que en esa oleada se está cogiendo a nacionales mexicanos con un perfil particular.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) investigó hace poco quince casos similares, que incluyen al menos ocho víctimas de Chiapas, y hallaron que 22 agentes migratorios han violado numerosos derechos. Se detiene a las víctimas en autobuses o en la calle solo por “sus rasgos físicos, su ropa o su apariencia”. Algunos son arrestados durante varias semanas hasta que convencen a las autoridades de que son mexicanos.
El INM afirma que los agentes están legalmente autorizados para pedir la identificación a cualquier persona. Según su portavoz, los hermanos Juárez fueron detenidos porque Fernando dijo que son guatemaltecos y la documentación de las hermanas les hizo sospechar que podrían ser víctimas de tráfico de personas. Asegura que la denuncia del IMUMI prolongó su detención.
“Es imposible que alguien pueda ser torturado en un centro de inmigración porque están bajo la supervisión permanente de la CNDH, de organizaciones internacionales como Cruz Roja y de varias ONG. Si (Alberto) fue torturado, ¿por qué no denunciarlo en el momento, por qué esperar a después?”, se pregunta la portavoz de la autoridad migratoria. “Como en todos los casos de posibles abusos, habrá una investigación y, si encontramos cualquier prueba de exceso de fuerza, los responsables serán denunciados ante la autoridad competente”, añade.
El litigio sobre el caso sigue en marcha, pero, sea cual sea el resultado, el episodio ha acabado con los sueños de los hermanos Juárez. Amy y Esther dicen que no volverán a salir de su comunidad porque es demasiado peligroso.
Alberto medita sobre el futuro mientras contempla a su elegante yegua blanca pastar con su potro de color castaño. Tiene grandes sueños de construir su propia casa con electricidad e Internet, y sigue queriendo esa moto. “Quiero volver al norte a trabajar, pero sigo pensando sobre lo que me hicieron. Es mejor que me quede aquí”, reflexiona.
Traducción de Jaime Sevilla Lorenzo