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The Guardian en español

La odisea de los supervivientes de Mariúpol que escaparon de la deportación forzosa a Rusia

Una mujer pasa por delante de su casa destruida en Mariúpol, Ucrania, el 21 de mayo.

Shaun Walker

Kiev —
5 de junio de 2022 22:00 h

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El último día de marzo, soldados de la llamada República Popular de Donetsk entraron en el sótano de Mariúpol en el que se refugiaban Svitlana y Vitaly. “Tenéis 15 minutos para prepararos y después os vais”, gritó uno, mientras agitaba un rifle automático.

Fue, según el relato ruso de la invasión de Ucrania, el día en que Svitlana y Vitaly fueron “liberados”. Pero a ellos no les pareció que fuera así. Por el contrario, simplemente se trató del final de un calvario y el comienzo de otro: un viaje agotador y humillante a través del proceso llamado de “filtración”, seguido de la deportación forzosa a Rusia.

El asedio, la destrucción y la conquista de Mariúpol por parte de los rusos están extensamente documentados, pero las experiencias de Svitlana y Vitaly ilustran de forma especialmente vívida el inesperado terror por el que ha pasado esta ciudad de medio millón de habitantes durante los últimos meses.

Hasta finales de febrero, la pareja vivía en un pequeño pero acogedor apartamento de una sola habitación en la parte oriental de Mariúpol, junto a los dos hijos de Svitlana de un matrimonio anterior. Ella trabajaba en una escuela y él en una fábrica. Svitlana estaba embarazada de tres meses y la pareja esperaba su primer hijo en común. En los dos meses siguientes, lo perdieron casi todo.

Cadáveres en el pozo

No habían prestado mucha atención a las advertencias de que Rusia iniciaría una nueva guerra en Ucrania, pero pudieron ver y oír los primeros disparos desde sus ventanas el 24 de febrero.

Pronto quedó claro que era demasiado peligroso quedarse durmiendo en el apartamento, pero el sótano de su bloque no se podía utilizar para vivir allí, por lo que la mayoría de los residentes se trasladaron al hueco de las escaleras del edificio, colocando colchones improvisados en los duros suelos de hormigón.

Poco a poco, se fueron adaptando a la rutina. En los primeros días, había pausas en el bombardeo durante las cuales podían salir a comprar comida. Compraron dos pollos a un conocido que tenía un huerto; con otra persona, intercambiaron una botella de vodka por unas patatas.

Cocinaban al aire libre en el patio, aunque a veces incluso eso les parecía demasiado peligroso, ya que los proyectiles de artillería volaban cada vez con más frecuencia. Una vez cada dos días, Vitaly arriesgaba su vida aventurándose a un pozo y trayendo agua para la familia. Algunos días se llevaba al hijo de Svitlana, de 13 años, para poder llevar más agua. A veces hacía tanto frío en el hueco de las escaleras que por la noche las botellas de agua se convertían en hielo.

Un día, cuando Vitaly empezó a bajar el cubo, vio que había cadáveres flotando en el fondo del pozo. Supuso que habían saltado para resguardarse durante un bombardeo inesperado, pero que habían caído y se habían ahogado. Salió a buscar otro pozo, uno con agua limpia.

En una ocasión, un proyectil cayó tan cerca de Vitaly que la explosión lo tiró al suelo. “Volvió a casa con ojos de loco, diciendo cosas sin sentido, pensé que lo había perdido para siempre”, dice Svitlana. Al día siguiente, sus funciones cognitivas estaban mejor, pero perdió la audición en su oído derecho durante dos meses.

¿Cuántas personas murieron en su edificio? Vitaly las cuenta despacio: “Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Ocho personas que conocíamos personalmente, solo de nuestra sección del bloque. Y en el edificio de al lado fue mucho, mucho peor”.

Desde las ventanas reventadas en los pisos superiores de su edificio, podían ver las columnas de humo elevándose por toda Mariúpol. Svitlana se preguntaba por sus padres en la otra punta de la ciudad. No tenía ni idea de si seguían vivos, ni de cómo averiguarlo. No había electricidad ni cobertura telefónica.

Entierros en el patio

Los días en que había muertos, un grupo de hombres del bloque enterraba los cuerpos en el patio, trabajando lo más rápido posible para minimizar el tiempo que pasaban fuera. Los ancianos eran los primeros en morir.

“Conocía a esas ancianas de toda la vida. Se sentaban en los bancos fuera del bloque de apartamentos a charlar y pasar el rato. Y ahora había que cerrarles los ojos y enterrarlas en su propio patio”, dice Vitaly.

A medida que las fuerzas rusas apuntaban al azar hacia los destacamentos de las fuerzas ucranianas establecidos en las cercanías, el bloque de apartamentos fue alcanzado cinco veces por misiles. El piso de Vitaly y Svitlana se incendió después de uno de esos ataques. Las llamas destruyeron todo. Incluso la pared entre la cocina y el salón acabó incinerada.

Las noches frías, la falta de alimentos y el bombardeo constante eran difíciles de soportar. La hija de Svitlana sufría ataques de pánico y se ponía a gritar. En uno de los pisos, un anciano preguntaba siempre lo mismo: “¿Cuándo acabará esto?”. En otra planta, una mujer se negaba a comer. “Será mejor que todo acabe cuanto antes”, decía en voz baja.

El 17 de marzo, tras otro ataque con cohetes, Svitlana perdió a su bebé. Sangraba mucho y tenía fiebre, pero no había posibilidad de recibir la atención médica adecuada. Al tercer día, uno de los vecinos logró hallar una ampolla de oxitocina. Svitlana se la inyectó ella misma y la sangre empezó a fluir más libremente.

“No tengo 15 años, sé cómo funcionan estas cosas”, dice cuando se le pregunta cómo sabía inyectar el medicamento. Puede que aquello le haya salvado la vida.

Después del aborto, Svitlana recibió la visita de vecinos que le llevaron las pocas provisiones que les quedaban. Alguien preparó unas pastillas de vitaminas. Otra persona encontró un trozo de queso que, milagrosamente, había permanecido intacto. Svitlana seguía sangrando periódicamente, pero parecía que sobreviviría.

Una mañana, una parte del bloque de apartamentos fue alcanzada por un ataque aéreo, lo que hizo que todo el edificio temblara y que cayeran escombros del techo y las paredes. Cuando recuperaron la compostura, pudieron oír los lamentos provenientes del noveno piso, donde una mujer, que vivía junto a su hijo de 11 años, había permanecido durante todo el bombardeo.

Vitaly se apresuró a subir. Pudo ver los brazos y las piernas del niño saliendo de un montón de ladrillos y escombros. Lo liberó. El niño estaba conmocionado, pero ileso. Su madre había muerto.

No pudieron enterrarla en el patio como a los demás. No era delgada y pesaba demasiado como para bajarla desde el noveno piso, así que tuvieron que dejarla bajo los escombros.

Al principio, el niño apenas mostraba emociones. No lloró. Daba las gracias amablemente cuando alguien le daba comida o un abrazo. Pero más tarde, por las noches, lanzaba gritos desgarradores en medio de su sueño entrecortado.

Poco después del ataque, la familia se trasladó al sótano de una casa vecina, donde ya estaba refugiándose otro grupo de personas. Se llevaron al niño con ellos.

La “filtración” rusa

Tras una semana viviendo en el sótano, con la excepción de unas breves incursiones a la superficie durante las cuales los bombardeos parecía intensificarse todavía más, el 31 de marzo llegaron las fuerzas respaldadas por Rusia y ordenaron a todos salir del sótano.

Cuando el grupo salió a la superficie, se les ordenó que caminaran. Así lo hicieron durante media hora, mientras cargaban con sus pertenencias y los proyectiles volaban encima de sus cabezas hasta llegar a un lugar donde se unieron a otros de su mismo distrito. Las mujeres y los niños se apelotonaron en autobuses, mientras que los hombres siguieron a pie.

En el pueblo de Sartana, a 15 kilómetros de Mariúpol, Vitaly y otros hombres fueron metidos en la parte trasera de un camión que apestaba a cadáver. Nadie les explicó nada respecto a dónde se dirigían ni a qué pasaría después.

Svitlana y Vitaly se reencontraron en la ciudad de Novoazovsk —que forma parte de la autoproclamada República Popular de Donetsk, bajo control ruso—, donde fueron alojados en una escuela, con 20 personas en cada aula. No había nada sobre lo que dormir, pero les dieron comida caliente. Los soldados les confiscaron los teléfonos.

Dejaron en Novoazovsk al niño cuya madre había muerto. Su padre ruso, que no tenía relación con él y ni con su madre, iría a recogerlo, o al menos eso esperaban. Se lo llevaría a vivir a Rusia, el país cuyo ataque había acabado con la vida de su madre.

Al cabo de unos días, Svitlana, Vitaly y los dos niños volvieron a ser cargados en autobuses y conducidos a la ciudad de Dokuchayevsk donde se unieron a los cientos de personas que esperaban en la Casa de la Cultura, construida en la era soviética, para someterse a lo que los rusos han denominado proceso de “filtración”.

A Svitlana se le permitió entrar en la sala de madres y niños; a Vitaly se le retuvo en el vestíbulo principal, donde cientos de hombres desplomados en sillas trataban de conciliar unas pocas horas de sueño. El olor era repugnante.

La sala de madres y niños no era mucho mejor. Muchos de los niños tenían diarrea o disentería. La hija de Svitlana vomitaba con frecuencia. Ella misma seguía sintiéndose débil. Casi no había comida: el desayuno era té; el almuerzo, agua caliente y una galleta.

Después de dos días, a Vitaly le tocó la “filtración”. Le llevaron a la comisaría, donde le ordenaron desnudarse completamente y le examinaron en busca de tatuajes que pudieran delatar una afiliación nacionalista ucraniana. Acto seguido le interrogaron, le fotografiaron y le tomaron las huellas dactilares. El proceso duró cinco horas. Después de eso, la familia fue transportada en un autobús hacia la frontera con Rusia. Cruzaron tras otra ronda de interrogatorios y pasaron la noche en un campamento al otro lado, desde donde otro autobús los llevó a la mañana siguiente a la estación de tren de la ciudad de Taganrog (Rusia).

En los campos de filtración, a los residentes de Mariúpol se les había dicho que recibirían recursos para empezar una nueva vida en cualquier lugar de su elección dentro de la Federación Rusa. Pero al llegar a la estación de Taganrog, había un solo tren, con destino a Saransk, una polvorienta ciudad a 485 kilómetros al este de Moscú.

Para quienes no contaban con un plan de viaje, Saransk era la única opción. Exhaustos, cansados y sucios, se subieron al tren hacia una vida nueva e incierta.

“¿Regresar a qué?”

Svitlana había conseguido una opción mejor. Había logrado contactar a una amiga que tenía una conocida en Taganrog, que accedió a alojar a la familia durante tres días. Por primera vez en dos meses, Svitlana y Vitaly durmieron en camas de verdad y se ducharon con agua caliente.

Le contaron a su anfitriona en Taganrog un poco de lo que habían pasado y la mujer se mostró incrédula. Pero no entraron en detalles.

“No queríamos decir demasiado sobre lo que habíamos visto mientras estábamos en Rusia. No queríamos llamar la atención, queríamos poder irnos”, dice Svitlana.

Ella seguía sangrando por el aborto. Parte de su piel había adquirido un tono azulado y sus piernas estaban hinchadas “como las de un oso”, dice. De vez en cuando, se desmayaba. Pero no buscó tratamiento médico. Sentía que estar más tiempo dentro de Rusia después de las semanas de miseria que habían pasado era un abuso más y quería salir cuanto antes.

Desde Taganrog, la familia tomó un tren a Moscú y después otro a San Petersburgo. Desde allí, cruzaron a Estonia sin problemas, y siguieron su camino hacia un país de Europa occidental, donde hoy intentan formar un nuevo hogar.

Poco después de su llegada, los médicos le practicaron a Svitlana una operación a la que debería haberse sometido semanas antes. Poco a poco, su vida está volviendo a la normalidad. Los niños se han calmado un poco. Los dolores se han disipado y la hinchazón de las piernas ha disminuido. Ya no salta de miedo cada vez que alguien abre o cierra una puerta, y es capaz de contar la terrible experiencia que vivió con claridad y aplomo.

Pero las noches son más duras que los días. Casi todas las noches, Svitlana tiene pesadillas con imágenes de artillería y misiles. Se despierta sin aliento y aterrorizada.

Muchos de los amigos de la pareja han desaparecido. ¿Siguen en Mariúpol? ¿Están intentando empezar una nueva vida después de haber sido abandonados en algún rincón lejano de Rusia? ¿Están muertos? No tienen ni idea.

Svitlana sabe que sus padres sobrevivieron al asedio de Mariúpol. No ha hablado con ellos desde el comienzo de la guerra y ahora no tienen teléfonos que funcionen. Pero en dos ocasiones llamaron a la hermana de Svitlana desde un teléfono prestado para avisar de que seguían vivos.

Svitlana no tiene más información que esa. No sabe qué horrores sufrieron en su zona de la ciudad, aunque puede suponer que no fue fácil. Para nadie en Mariúpol lo fue.

Svitlana y Vitaly son seudónimos. Pidieron no usar sus nombres reales y no dar su dirección en Mariúpol, porque temen por los padres de Svitlana. Ella espera que pronto puedan marcharse también a otro país europeo. Sabe que a su padre no le gustaría vivir bajo el dominio ruso. El destino de sus padres es una preocupación constante que le impide centrarse plenamente en comenzar una nueva vida en Europa.

Una cosa de la que Vitaly y Svitlana están seguros es de que nunca volverán.

“¿Regresar a qué?”, pregunta Vitaly con amargura. “Allí no hay nada. Nada. Se acabó. Mariúpol se acabó”, se responde.

Traducción de Julián Cnochaert.

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