¿Lo peor ha quedado atrás? Posibles escenarios de futuro ante el coronavirus
Durante el pasado fin de semana, no se registraron nuevas muertes por coronavirus en Londres, Escocia o Irlanda del Norte. Poco a poco, la cifra de hospitalizaciones y muertes por COVID-19 está disminuyendo en todo el Reino Unido. Sin embargo, en lugar de mostrarse satisfechos por estos primeros signos que dejan entrever que tal vez la peor fase de la pandemia podría haber quedado atrás, algunos científicos alertan de la posibilidad de que se produzca una segunda ola de contagios. Creen que el número de casos podría aumentar en las próximas semanas o meses, una situación que podría darse incluso después de una caída sostenida del número de casos.
Estas advertencias a menudo toman como referencia la pandemia de gripe de 1918. Ese brote mató a decenas de millones de personas cuando, tras un primer brote que pareció quedar controlado en verano, regresó el invierno siguiente de una forma más mortal. Sin embargo, existe una falta de consenso desconcertante entre los científicos sobre si en el caso del coronavirus tendremos que enfrentarnos a una segunda ola. Aunque el futuro es incierto, podemos imaginar cuatro escenarios posibles.
Una hipótesis, planteada por médicos en Italia, es que el coronavirus podría debilitarse a medida que se propaga. A través de la mutación viral, el Sars-Cov-2 podría perder fuerza y volverse menos agresivo o menos infeccioso. Sin embargo, lo cierto es que los coronavirus han demostrado destacar por su estabilidad. No existe una evidencia científica que apoye la teoría de que esta mutación [de más a menos agresividad] se produzca en cuestión de años y mucho menos, en semanas. Más que por una mutación del virus, el aumento de las tasas de supervivencia en Italia está probablemente relacionado con una mejor gestión clínica de la enfermedad, ya que los médicos han aprendido a tratar a sus pacientes con mejores resultados.
Otra opinión es que la cifra de personas que pueden contraer la enfermedad es menor que la que inicialmente se había estimado, ya sea porque una gran parte de la población ha estado expuesta al virus o porque ha desarrollado una inmunidad cruzada con otros virus similares. Este escenario también parece poco probable. Las primeras pruebas serológicas estimaron que a finales de mayo sólo el 17% de los londinenses y el 5% de la población del Reino Unido habían estado expuestos al virus. Esto significa que todavía hay un gran porcentaje de la población que no ha podido desarrollar anticuerpos, un panorama que se corresponde con los estudios de serología de Francia, España y Suecia, que han obtenido resultados similares.
Lo cierto es que la realidad podría ser más compleja. Según un estudio reciente, algunas personas que nunca han estado expuestas al Sars-Cov-2 tienen células T que reaccionan al virus, otro componente clave de la respuesta inmunitaria del cuerpo. Los autores del estudio indican que tal vez el hecho de haber estado expuesto anteriormente a otros coronavirus del resfriado común podría suponer que el cuerpo es capaz de detectar las proteínas del virus Sars-Cov-2. Aunque este hallazgo puede ser prometedor, todavía no hay pruebas de que los anticuerpos o la reactividad de las células T resulten en que alguien desarrolle inmunidad al Sars-Cov-2.
Un tercer método, que se ha llevado a cabo en Suecia de forma intencionada, es dejar que el virus siga su curso y se extienda. Con este enfoque, se trata al coronavirus de forma muy parecida al virus de la gripe. Hasta que una vacuna esté disponible o hasta que exista una “inmunidad de rebaño”, el virus será imparable.
Sin embargo, permitir que el virus se propague hasta desarrollar la inmunidad de grupo tiene un coste: muchas personas enfermarán o morirán. Por otra parte, se desconoce cuánto tiempo duraría la inmunidad, así que este enfoque no ofrece ninguna garantía sobre si las personas podrían volver a infectarse tras un par de meses o años, lo que llevaría a una segunda ola de contagios.
En mi opinión, podemos evitar un segundo brote si los Gobiernos controlan activamente el virus con pruebas –además de la identificación y el aislamiento de los portadores– y fomentan unos buenos hábitos de higiene, como el lavado de manos y la desinfección ambiental, así como el respeto de medidas de distanciamiento físico donde sea necesario. El objetivo es reducir el número de casos a un nivel bajo para que la transmisión se limite a brotes discretos y controlables con la finalidad última de eliminarlo.
Esta visión percibe el coronavirus como una serie de pequeños incendios que surgen constantemente y que necesitan ser extinguidos rápidamente antes de que se transformen en un incendio incontrolable. Corea del Sur y Alemania han aplicado eficazmente este enfoque, poniendo en marcha estrategias de pruebas y rastreos masivas, aislando a los portadores del virus e implementando sistemas de vigilancia para trazar un mapa de su propagación.
Sin embargo, si nos centramos en las víctimas mortales de este segundo brote [en detrimento de las personas que se han recuperado] podríamos pasar por alto el peligro que se esconde detrás de este virus: los daños a largo plazo que puede causar a los pulmones, el corazón, los riñones, el cerebro e incluso los vasos sanguíneos de aquellos que se han recuperado. Estamos viendo que esta es una de las secuelas más horribles de la COVID-19. A menudo olvidamos que estamos ante un nuevo virus, completamente diferente de la gripe y que podría tener impactos en la salud a largo plazo que sólo seremos capaces de comprender en meses o años.
Si el coronavirus es la poliomielitis de nuestra generación, haremos bien en fijarnos en las estrategias adoptadas por los Gobiernos de la región del Pacífico.
Nueva Zelanda ha conseguido, prácticamente, eliminar el coronavirus, y Australia se está acercando cada vez más a este objetivo. Con los controles fronterizos pertinentes, las personas que viven en estos países pueden volver a la vida normal. En Nueva Zelanda se celebran eventos deportivos, se han reabierto las escuelas, vuelve a haber reservas para bodas y la gente puede ver a sus familiares de forma segura.
El éxito de Nueva Zelanda y Australia podría obligar a otros países a cuestionarse sus estrategias y la viabilidad de eliminar el virus dentro de sus fronteras. En lugar de vivir con la constante amenaza de la COVID-19, la población podría empezar a preguntar a sus Gobiernos: ¿por qué no intentar deshacerse del virus por completo?
Traducido por Emma Reverter
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