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La mirada de las madres que perdieron a sus hijos por las armas de fuego

El hijo de Oxsana Naumkin tenía 11 años cuando un amigo encontró el arma de su padre y le disparó.

The Guardian

Jamiles Lartey —

En Estados Unidos mueren diariamente siete chicos menores de 19 años como consecuencia de los disparos. A menudo son sus madres las que hablan en su nombre y abogan por un cambio. El último proyecto de la fotógrafa Ali Smith, Siete chicos al día, quiere dar voz a estas mujeres, a las que describe como “integrantes de un club al que nadie quiere pertenecer”. “Las madres tienden a organizar movimientos y a liderarlos”, indica Smith al explicar su proyecto: “Quiero darles voz y rendirles un homenaje.

Lo que más sorprendió a Smith al hablar con estas madres, muchas de las cuales han creado fundaciones y luchan para que se reforme el sistema, fue la facilidad con la que las armas ilegales logran pasar de un Estado a otro, especialmente de los Estados sureños, con leyes de tenencia de armas más permisivas que en los Estados del noreste.

“En realidad los criminales acceden a las armas sin dificultad y esto es un problema que tiene fácil solución”, explica Smith. “Quiero cambiar los datos estadísticos por rostros reales y conseguir que el debate no sea solo teórico”, señala. Smith está inmersa en su proyecto y viaja por todo el país buscando madres a las que fotografiar. Estas son las siete mujeres que ha fotografiado hasta la fecha.

Shianne Norman: “Perdí parte de mi alma”.

El hijo de cuatro años de Shianne Norman, Lloyd (Chris) Morgan, murió mientras asistía a una barbacoa celebrada en unos pisos de protección oficial en el Bronx, en Nueva York. Quedó atrapado en medio de un fuego cruzado. De hecho, los vecinos se habían reunido para recordar a una niña del barrio que unos años antes había sido apuñalada hasta la muerte. “Tenía que ser una jornada de solidaridad y de unión y terminó en tragedia”, dice Norman.

Cuando se produjeron los disparos, ella corrió a esconderse con el resto del grupo pero se dio la vuelta cuando se percató de que había perdido a Chris. “Me di la vuelta, me dirigí hacia los disparos y grité el nombre de mi hijo pero no lo encontré”. El verano pasado, dos hombres que pertenecían a una banda fueron condenados por la muerte del menor.

“Perdí parte de mi alma. Y tengo un sentimiento de culpabilidad muy profundo y que nunca me abandonará”, explica: “Esto no tendría que haber pasado. Normalmente no enterramos a nuestros hijos; son ellos los que deben enterrarnos”.

“¿Qué podría haber hecho mi hijo para merecer morir?”

El hijo de Sandra Frank, Teshawn Samuel, tenía 18 años cuando fue asesinado en Brooklyn, en Nueva York, en 1999. “Hiberné. Durante ocho meses. Debido al estrés dejé de tener la menstruación. No pude verbalizar mis sentimientos durante 17 años”, dice.

Samuel recibió 17 disparos por parte de cuatro agresores cuando estaba repartiendo invitaciones para la fiesta de cumpleaños de su hija, que iba a cumplir cuatro años. Uno cumplió una breve condena en la cárcel pero fue puesto en libertad en 2003. “Nunca intento buscar una explicación a lo sucedido. ¿Qué podría haber hecho mi hijo para merecer morir? Nada”, lamenta Frank.

Frank quiere crear una organización el año próximo para que los jóvenes que viven en las ciudades tengan mentores y puedan acceder a otros recursos que los alejen de la violencia. Indica que tragedias de este tipo pueden suceder en cualquier comunidad: “Ninguna de estas balas lleva el nombre de nadie. Los actos de violencia pueden tener lugar en cualquier parte”.

“Te duele todo el cuerpo”

El hijo de Oxsana Naumkin, Nicholas, tenía 11 años cuando un compañero de juegos le disparó sin querer en la cabeza antes de las Navidades de 2010. Su madre lo llevó corriendo al hospital pero el niño ya no registraba actividad cerebral: “Puse mi cabeza sobre su corazón y podía oír los latidos. Sabía que en cualquier momento podía dejar de latir, era una tortura”.

Naumkin hace presión para que se apruebe una ley en el Estado que tipifique como delito que alguien no tenga precaución cuando guarda un arma en un hogar. El martes se aprobó una versión de esta ley en su ciudad natal, Saratoga Springs. Y dedica la mayor parte de sus esfuerzos en superar la tragedia: “No puedo explicar cómo me siento. Perder a un hijo causa un dolor inimaginable. Te duele todo el cuerpo, de los dedos de las manos a los dedos de los pies. Te duelen todas y cada una de las células de tu cuerpo. Es difícil respirar”, explica: “Con el tiempo se hace más llevadero pero es un dolor que nunca te abandona. La vida ya nunca será igual”.

“Pensaba que sabía qué era sufrir”

Nicole Hockley se encuentra entre los padres y madres de Connecticut que quedaron rotas después de que Adam Lanza entrara en la escuela de primaria de Sandy Hook y empezara a matar a los profesores y a los alumnos. “El primer año tras la muerte de Dylan, sentía culpabilidad y vergüenza si sonreía. Sin embargo, tienes que encontrar la forma de volver a sentirte bien. Espero lograrlo algún día, todavía me queda un largo camino por recorrer”.

De las 26 personas que murieron en la matanza de Sandy Hook, 20 eran alumnos de primaria. El presidente Obama ha indicado que fue el peor día de sus ocho años en la Casa Blanca.

“Hasta ese momento yo pensaba que sabía qué era sufrir”, dice Hockley mientras explica cómo le contó a su otro hijo lo que había sucedido: “La primera imagen que me viene a la mente para describir qué es sufrimiento es la cara de mi hijo Jake cuando mi marido le contó que Dylan había sido asesinado. Se puso a aullar. Nunca había visto a un niño hacer este tipo de sonido”.

Como muchas otras madres que han perdido a sus hijos como consecuencia deun arma de fuego, Hockley se convirtió en una firme defensora del control de armas y fundó la organización Sandy Hook Promise, que promueve el control de armas y los programas de salud mental: “Nunca pensé que yo o mi comunidad podíamos ser las víctimas de este tipo de violencia pero ahora soy muy consciente de la realidad”.

“Echo de menos la sonrisa de mi hijo”

Akeal Christopher paseaba por Brooklyn con un grupo de amigos en el verano de 2012 cuando otro grupo de adolescentes les plantaron cara y uno de ellos sacó una pistola. Disparó a Christopher en la cabeza. El chico murió pocas semanas después, coincidiendo con su decimoquinto aniversario.

Natasha, su madre, recuerda los durísimos días que pasó en el hospital. Su hijo tenía paros cardiacos a diario y los doctores hacían todo lo que estaba en sus manos para reanimarlo. Al chico le hacía mucha ilusión cumplir 15 años. Quería encontrar un trabajo y disfrutar del verano; pero su corazón dejó de latir.

Christopher cree que los habitantes de las ciudades deben terminar con la violencia de raíz pero cree que si no se pone fin a la tenencia ilegal de armas nada va a cambiar. “Alguien que probablemente nunca hubiese pasado un control de antecedentes personales consiguió hacerse con un arma ilegal y ejecutó a mi hijo de 14 años porque es extremadamente fácil pasar armas ilegales de un Estado a otro”.

“Echo de menos la sonrisa de mi hijo. Echo de menos su olor. Echo de menos todo lo que tenga que ver con él. Estoy rota. Una parte de mi siempre estará rota”.

“Cuando matas a alguien, borras parte de la historia”

Locksley, el hijo de Maxine Lewis, tenía 16 años cuando fue asesinado en 1993 por un chico que quería robarle un collar. Todavía no ha conseguido superar este trauma. “Cuando matas a alguien, no solo le robas la oportunidad de seguir en este mundo. Robas lo que él hubiese hecho; los caminos que hubiese tomado”, indica Lewis: “Borras parte de la historia”.

Un adolescente intentó robarle el collar en una fiesta. El chico intentó escaparse. “Lo siguió hasta la calle y le disparó en la cabeza”, explica Lewis.

Desde entonces, ella se ha centrado en la fundación Carlton Lockley, que paga la matrícula, la ropa y el material escolar a más de 200 estudiantes que son víctimas de la violencia urbana. Además, presiona a los políticos para que aprueben leyes más estrictas. “Las leyes federales que regulan el tráfico de armas son débiles. En parte, mi hijo murió porque es muy fácil acceder a armas ilegales”.

“¿Las armas son más importantes que la vida de mi hijo?”

Samantha Guzman tenía 18 años y le faltaban pocas semanas para graduarse cuando una bala la alcanzó mientras se dirigía a su parada de autobús en el Bronx. Se encontró en medio de un fuego cruzado entre dos bandas. Recibió dos disparos.

“Han pasado diez años desde su muerte. Me sigo encontrando con madres, en un club al que nadie quiere pertenecer”, explica su madre, Diana Rodriguez. “Las madres nos hemos quedado aquí y seguimos llorando su muerte”.

En 2009, la policía arrestó a un grupo de hombres que presuntamente estaban conectados con el caso, pero ninguno de ellos quiso testificar en contra de los demás y no se pudieron presentar cargos.

Rodriguez dice que su misión no es atacar a los propietarios o defensores de armas pero cree que los obstáculos para un control más estricto de la tenencia de armas se están llevando muchas vidas por delante: “¿Las armas son más importantes que la vida de mi hijo? Todo derecho conlleva ciertas responsabilidades y la rendición de cuentas. No veo que nadie esté dando explicaciones por las muertes de los niños de nuestras comunidades”.

Traducción de Emma Reverter

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