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En primera persona

Ser periodista en Bielorrusia: blanco de la policía, desconectado y grabado por “mirones”

Protesta el jueves pasado por los resultados electorales en la capital de Bielorrusia, Minsk.

Shaun Walker

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Tras 26 años de gobierno de Alexander Lukashenko, nadie tenía dudas de que el descontento estaba en aumento en Bielorrusia. Lo que ha sorprendido a los analistas tanto como a los propios manifestantes es la rapidez con que las protestas se han transformado en un movimiento que amenaza la continuidad del régimen. Los acontecimientos ocurridos en el país en las últimas tres semanas están entre los más fascinantes, rápidos e impredecibles de todos los que he cubierto a lo largo de mi carrera como periodista.

Llegue a Minsk el 11 de agosto, dos días después de que Lukashenko se declarara vencedor de las elecciones con un poco creíble 80% de los votos. Las fuerzas de seguridad reprimían despiadadamente las protestas que siguieron a la noche electoral. La noche en que llegué había policías antidisturbios con pasamontañas sacando de forma aleatoria a la gente de sus coches para golpearla.

Los que todavía tenían el valor de salir a protestar eran arrinconados en patios, golpeados y trasladados a la tristemente célebre prisión de la calle Okrestina, a las afueras de la ciudad. En los días siguientes llegaron los terribles relatos de maltrato de los que eran liberados.

Ser periodista proporciona cierta protección, pero no demasiada. La policía antidisturbios se ha llevado a decenas de profesionales y ha agredido a algunos. A un fotógrafo estadounidense, con su identificación de prensa perfectamente visible, le dispararon.

Mi primer día en Minsk también fue complicado por el cierre de Internet que las autoridades habían ordenado en todo el país. Usando un popurrí de VPNs, logré revisar mi correo electrónico con el wifi del apartamento pero nada más. Y la red de datos móvil no funcionaba en absoluto. Un recordatorio de lo que debe haber sido el periodismo cuando no había Internet, con la diferencia de que ahora todos los lectores en el extranjero tenían acceso a Twitter y a las últimas noticias. Sólo nosotros, los que estábamos en el terreno, no sabíamos lo que estaba ocurriendo fuera.

Las cosas se calmaron tras la violencia inicial pero la amenaza seguía latente. Era común ver desplazándose por la ciudad a columnas de camiones del ejército, con los escudos de las tropas antidisturbios haciendo bulto contra la lona; así como a hombres con pasamontañas en furgonetas de ventanas opacas y sin matrícula, acechando en las esquinas. Nunca volveré a ver a la Ford Transit con los mismos ojos.

Una noche regresé a casa y me encontré a dos policías con equipo antidisturbios esperando en la entrada de mi bloque de apartamentos. Lo más probable es que no fueran para mí, pero no tenía ganas de tener una conversación con ellos así que pasé de largo y pedí a un amigo que esa noche me dejara dormir en su casa.

Por todos lados hay mirones vestidos de civil, conocidos aquí como tikhari. Pasan por las protestas grabando ostensiblemente a los asistentes con cámaras de vídeo. Se puede saber si Lukashenko está en los alrededores cuando de repente aumenta el número de tikhari. En un discurso que pronunció el domingo en la plaza principal, parecía como si la mitad de los asistentes llevara auriculares.

Este siniestro sistema ha estado todo el tiempo bajo la superficie y al acecho en Bielorrusia, que por otra parte es un país agradable, relajado y amigable. Los ciudadanos sabían perfectamente cómo era su gobierno, pero muchos sentían que podían vivir una vida decente de forma paralela, sin enfrentarse con el Estado. La “emigración interior”, como se decía en la época soviética.

“Es difícil de creer que todo esto aún pueda suceder en el siglo XXI, en la era de la inteligencia artificial, de los satélites, de Tesla y de los iPhones”, me decía Maria Kolesnikova, una simpática y valiente flautista convertida en una de las representantes del movimiento opositor. Pero tal vez, de hecho, el acceso a esas cosas haya hecho más posible el gobierno de Lukashenko, que nunca tuvo pretensiones totalitarias. Era mucho menos estresante llevar una vida en paralelo con el sistema de Lukashenko que con el predecesor soviético. Bastaba con no ver la televisión estatal y con no meterse en política. Cómprate un iPhone y sigue con tu vida.

La violencia tras las elecciones ha cambiado eso al demostrar que ya no es posible seguir con la vida paralela, que cualquiera puede ser víctima de la represión estatal. Unos y otros me dicen que nunca les ha gustado Lukashenko, pero que ahora se dan cuenta de que ha llegado el momento de transformar su desagrado pasivo en resistencia activa. Ha habido una auténtica sensación de catarsis en los enormes y festivos mítines que se celebraron en Minsk los dos últimos domingos. El placer de poder decir, por fin, lo que había permanecido oculto durante tanto tiempo.

Además de la llamada “clase creativa” de jóvenes profesionales, en las protestas hay todo tipo de gente que hasta hace unos años podía haber sido pro-Lukashenko: obreros de fábricas, abuelas en las zonas rurales y hasta algunos empleados estatales. Al principio de mi viaje, en una tienda, le dije mi profesión a la cajera de mediana edad que me atendió. Yo imaginaba que ella era una fanática de Lukashenko. “¿Qué piensas, vamos a ganar?”, respondió, para mi sorpresa. “¿Vamos a echar a ese cabrón por fin?”.

En su burbuja de información y rodeado de aduladores, Lukashenko parece sorprendido de verdad por la magnitud del descontento. Su equipo de relaciones públicas está replicando el guión que el Kremlin desplegó hace seis años con éxito en Ucrania sobre supuestos radicales neonazis tratando de sembrar el caos y la discordia con Rusia.

Además de un país dividido, en Ucrania había un fondo de verdad que el Kremlin aumentó y manipuló, pero en Bielorrusia la estrategia suena ridícula. Como me dijo una persona: “¿Mandas hombres con pasamontañas para sacarnos de las calles, encarcelarnos y golpearnos, y nosotros somos los fascistas?”

Con tantas variables en juego, es increíblemente difícil predecir qué va a pasar. ¿Se terminarán enfrentando a Lukashenko los integrantes de su círculo si entienden que tiene más de lastre que de salvador? ¿Tomará Lukashenko medidas drásticas que radicalicen a una parte del movimiento de protesta? ¿Intervendrá Rusia para reemplazarlo por otro? ¿O forzarán desde Moscú al debilitado líder para que haga concesiones?

Lo único seguro es que Bielorrusia no va a ser un lugar para aburrirse en los próximos meses y semanas.

Salí del país con admiración por la potencia, la dignidad y la determinación de los manifestantes, pero también sintiendo que el ejemplo de Bielorrusia era una advertencia para todos aquellos que viven “vidas paralelas”, tanto en dictaduras como en democracias. Un aviso de los peligros que conlleva una apatía política prolongada. Un sentimiento que resumía a la perfección el chiste que leí en uno de los carteles de la protesta del domingo: “-¿Sabes a qué campo de concentración nos están llevando? -No, la verdad es que no lo sé. No me interesa la política.”

Traducido por Francisco de Zárate

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