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Una semana en el horror de los 'pisos ataúd' de Hong Kong

Benjamin Haas

Hong Kong —

Los habitantes de Lucky House [casa afortunada] en Hong Kong son de todo menos afortunados. Son algunas de las personas más pobres que viven en la ciudad más cara del mundo.

En un piso de 46 metros cuadrados viven 30 personas en literas de contrachapado, cada una con puertas correderas. Se les conoce como 'pisos ataúd'. Son dos filas de literas, con 16 literas en cada fila. Todavía queda sitio para dos residentes más.

Las personas que viven aquí son jubilados, trabajadores pobres, toxicómanos y enfermos mentales. Básicamente, cualquiera que no pueda seguir el ritmo del aumento de precio de los alquileres en Hong Kong, que son cada vez mayores.

Estos pisos se parecen mucho a los vagones literas de los trenes, pero son aún más pequeños e incómodos, y carecen totalmente del romanticismo de viajar en tren.

Viví durante una semana en Lucky House, arrinconado en una pequeña litera, durmiendo sobre un colchón lleno de chinches. Durante el día no tenía mucho que hacer, más que pasar el rato charlando con otros residentes, mirar el móvil y dormir.

Chinches, metanfetamina y cero luz natural

Cuando entré a mi ataúd por primera vez, lo primero que noté fue el fuerte olor a humedad. Me imaginé a los otros residentes, cada uno en su cubículo de unos 60 centímetros de ancho y 170 centímetros de largo, con tan poco espacio que sólo pueden estar sentados. Vivir en un espacio tan pequeño afecta a la salud mental, pero la semana que yo pasé aquí no es nada en comparación con los otros residentes que llevan aquí meses e incluso años.

Por la noche puedo oír todo lo que me rodea: cada patada, grito y puñetazo de la película de kung fu que está viendo mi vecino; el sonido de alguien masticando carne asada con arroz; una breve discusión sobre quién usará primero la única ducha del piso y, por supuesto, una sinfonía de ronquidos.

A la mañana siguiente, me despierta a las 5.30 la alarma de un despertador. Pero dentro de mi ataúd casi no puedo tener noción de la hora que es. Podría ser cualquier hora del día, ya que no hay luz natural. Para ver la luz natural tendría que salir de mi cubículo y caminar hacia la única ventana que hay en el otro extremo del piso.

Cuando por fin salgo, alrededor de las 7.30 de la mañana, uno de mis vecinos ya se está preparando su primera dosis de metanfetamina. Los 'pisos ataúd' de Hong Kong tienen fama de ser sitios peligrosos y sucios donde conviven criminales y drogadictos. En el poco tiempo que pasé allí vi más o menos a un cuarto de los residentes consumiendo drogas.

Pero también es cierto que los residentes de Lucky House son algunas de las personas más amigables que conocí en Hong Kong. Me dieron la bienvenida inmediatamente. Una persona en particular tuvo el gesto de mostrarme todo lo que implica vivir en estos cubículos.

Glamour, lujo y pobreza en aumento

Los pisos ataúd nacieron a fines de los años 50 y estaban ocupados principalmente por inmigrantes de China a los que sus jefes les daban estos sitios para vivir. Originalmente eran literas de metal, que luego fueron cerradas con rejas de alambre como jaulas. Todavía quedan en la ciudad algunos cubículos de este estilo.

Lucky House está ubicado a unos 15 minutos andando de uno de los distritos comerciales más ostentosos de la ciudad. Cogiendo el metro en la esquina, en 20 minutos puedes estar entre los impresionantes rascacielos del distrito financiero.

Lejos del glamour del otro extremo del espectro económico, muchos pagan su piso ataúd con un subsidio estatal de unos 190 euros al mes. Pero tampoco se puede vivir de las ayudas del Gobierno. El alquiler mensual puede costar entre 190 y 265 euros, según la Sociedad para la Organización Comunitaria (Soco, por sus siglas en inglés), una ONG que ayuda a los sectores más pobres de Hong Kong.

El espacio que ocupo yo, una litera inferior, cuesta unos 220 euros al mes, aunque la litera superior es un poco más barata. Por ese dinero me ofrecen 1,1 metros cuadrados de espacio personal.

Aunque no representa un problema para ninguno de mis vecinos de Lucky House, las literas tienen una longitud de 170 centímetros, algo incómodas para mis modestos 1,78 centímetros de altura.

Hong Kong es, de lejos, el mercado inmobiliario más caro del mundo. Una persona tendría que ahorrar su sueldo bruto entero durante 18 años para poder comprar un piso. Prácticamente uno de cada siete hongkoneses es pobre, según el informe más reciente del Gobierno, siendo ésta la tasa de pobreza más alta de los últimos seis años.

Durante el mandato del jefe ejecutivo Leung Chun-ying, que concluyó en junio, los programas para aliviar los enormes aumentos de los precios de la vivienda fueron calificados de “fracaso total”. A pesar de haber prometido que el tema de la vivienda sería prioritario para su gestión, Leung sólo construyó la mitad de los pisos que había prometido.

“La situación ha empeorado”, dice Angela Lui, organizadora comunitaria de Soco desde hace siete años. “Los precios de los alquileres han subido, la calidad de los pisos ha empeorado y el tiempo de espera para acceder a una vivienda social ha aumentado”.

El tiempo promedio de espera para acceder a una vivienda social es de cuatro años y ocho meses, un año más que en 2016. Más de 100.000 familias se disputan los pocos pisos disponibles. Pero el cálculo del Gobierno no incluye a muchas personas, como los solteros menores de 65 años, que pueden esperar más de una década por una vivienda.

A medida que aumenta el tiempo de espera para acceder a las viviendas sociales, “la gente no tiene otra opción que vivir en sitios muy precarios durante mucho tiempo”, explica Lui. Ella recorre los pisos ataúd entregando donaciones y ayudando a los residentes a llenar los formularios de solicitud de ayudas al Gobierno. También intenta llevar a cabo la enloquecedora tarea de realizar un mapa de esta comunidad transitoria.

En Hong Kong hay unas 200.000 personas viviendo en algún tipo de piso subdividido, incluyendo los pisos ataúd. El 18% de estas personas tiene menos de 15 años, según un informe del Gobierno del año pasado. Pero Soco asegura que la cifra es un poco mayor, ya que el informe del Gobierno no incluye muchos pisos ilegales.

El Carpintero y el adiós a los ataúdes

Mientras estaba sentado con la puerta de mi ataúd abierto, un hombre bajito, de poco más de 1,50 metros de altura, se para delante de mí con una sonrisa deslumbrante. Me habla en un inglés muy fluido.

Me cuenta que tiene 67 años y que está jubilado, no por elección, de toda una vida de trabajo como carpintero. Pertenece a una generación formada bajo el dominio británico, por eso en Hong Kong muchos ancianos hablan mejor inglés que los estudiantes jóvenes.

El carpintero también ha llegado hace poco a Lucky House, sólo 10 días antes que yo, pero sólo porque se las ha arreglado para pagar un techo durante al menos un mes. “No sé dónde iré a fin de mes. Hace meses que no trabajo”, me dice. “Nadie quiere contratar a un viejo”.

Su cubículo es sencillo, con sólo un trozo de gomaespuma que utiliza como colchón y una foto descolorida de una mujer en bikini. Antes de llegar a Lucky House, el Carpintero dormía en los parques, pero le robaron sus pocas pertenencias y optó por la relativa seguridad de vivir en un piso ataúd.

“La ayuda del Gobierno no es suficiente para pagar un alquiler y todo lo demás”, explica, tartamudeando un poco, claramente incómodo. “El dinero se acaba, siempre se acaba”.

La mañana siguiente entiendo qué quiere decir con “todo lo demás”. Cuando voy a su cubículo a hablar más con él sobre cómo acabó viviendo en una caja de madera, lo encuentro fumando de una pipa de vidrio.

La siguiente vez que hablamos, el carpintero minimiza la importancia de su adicción a las drogas. No recuerda cuándo fumó metanfetamina por primera vez, pero insiste en que la droga no controla su vida. Abre una bolsa y me ofrece su pipa de vidrio con una sonrisa amable. Le digo que no, y nos quedamos los dos en silencio.

Durante toda mi semana en Lucky House me dio curiosidad una parte de la pared de dentro de mi ataúd que estaba cubierta de decenas de rayas color rojo oscuro. Mi última noche allí me di cuenta de dónde provenían esas marcas al matar una chinche que caminaba cerca de mi cara. Los otros residentes no parecen prestarle atención a la enorme cantidad de picaduras que tienen en la piel, y cuando les pregunto, todos hablan de los insectos como parte inevitable de la vida.

Cuando me despedí de los residentes, uno de ellos –con el que pasé buena parte de mi tiempo aquí– conocido como El Luchador, no quería dejarme ir sin contarme otra de sus historias.

Me contó una anécdota fantástica sobre un día, hace muchos años, en que estaba conduciendo por los exclusivos barrios costeros de Hong Kong y chocó con otro coche. Resultó que en ese coche iba su actriz favorita, Karena Lam. La mujer no le dio importancia al accidente y terminó firmándole un autógrafo.

Mientras escuchaba la historia me fui dando cuenta de que era demasiado perfecta para ser cierta. Esto me hizo reconsiderar todo lo que El Luchador me había contado. No me decidía qué sería verdad y qué no: las pandillas, la familia a la que no ve nunca, el hermano rico, el día en que tenía coche...

Quizá simplemente quería reinventarse mentalmente para escapar de la monotonía de vivir en un ataúd antes de acabar en uno de verdad.

Traducido por Lucía Balducci