Me han provocado tantas veces en Internet que ya ni me doy cuenta cuando ocurre. Por mis pecados me han bloqueado, borrado o cancelado en redes sociales, un mundo que nada tiene que ver con la vida real, donde sí es posible compartir mesa con personas que piensan cosas diferentes sin que nadie se desfallezca.
Ahora hay listas de lo que se puede y lo que no se puede decir, pero mi generación se ríe de las advertencias y los micro ataques: somos los más duros de entre los duros. Me reconozco cuando veo despotricar a Bret Easton Ellis, un escritor al que adoro. White, su último libro, es una larga queja sobre los jóvenes juiciosos. Él está enamorado de uno de ellos peso no le impide preguntarse por la esencia de esos jóvenes, con sus múltiples alergias y sus públicas adhesiones.
Estos millennials de piel fina y súper espabilados parecen producto del miedo y la incertidumbre. La empatía que siento hacia ellos cambia constantemente. En menos de tres segundos soy capaz de pasar del “eso es, justo ahí”, al “contrólate”. Pero la provocación de estos últimos tiempos por fin me parece justa. Y eso me agrada.
El nuevo movimiento de protesta contra el cambio climático ha desafiado mi forma de pensar. Sí, por supuesto que estaba enterada del tema pero tenía la vaga esperanza de que la ciencia entraría en escena y terminaría resolviéndolo todo. Además, es difícil entender que la vida sigue para los demás una vez que uno se ha muerto y ahora mismo lo que me apetece es comerme una hamburguesa, ¿cómo es eso de que lo que yo hago afecta a las cuestiones importantes? ¿Eso no era responsabilidad de las grandes empresas y los gobiernos? Pásenme el ketchup.
Luego apareció el movimiento Rebelión contra la Extinción. Yo lo conocía desde hace tiempo porque vivo con un ecologista beligerante que, al igual que otros adolescentes, nunca apaga la luz. Las inteligentes pegatinas del movimiento se multiplican al mismo ritmo que su fuerza. Viendo a Greta Thunberg me preguntaba de dónde venía su extraordinario carisma. Ya lo sé: reside en su rechazo total a tranquilizarnos diciendo que todo va a salir bien. El deseo de complacer es un rasgo femenino y también infantil, pero ahí está esa chica de 16 años diciendo a los adultos que no está todo bien, que hemos destruido sus esperanzas y sus sueños y que tenemos que hacer algo.
Llevamos días escuchando críticas contra esas protestas. Centradas en la forma y no en el fondo, sugieren que los activistas por el clima son gente de clase media, gruñones sofisticados, viejas hippies y adolescentes pijas que no tienen ni idea.
“Mentes lanudas con sombreros lanudos”, nos llamaba el entonces ministro de Defensa Michael Heseltine a las mujeres que en los ochenta protestábamos contra las armas nucleares en Greenham Common. Los manifestantes contra el apartheid eran considerados tontos de clase media y, a la vez, una amenaza. Durante la huelga de los mineros, la última guerra civil que tuvimos, ya se hablaba de los combustibles fósiles. Defendimos a una clase sólo para que las minas terminaran cerrándose y el carbón comenzara a llegar importado desde otros lugares.
Las críticas al movimiento Rebelión contra la extinción son espesas como la contaminación. ¿No entienden que hace falta derrocar al propio capitalismo?, les dicen. ¿Cómo pueden cantar 'Amamos a la policía' cuando son los policías los que matan a los negros? ¿Por qué se lo están pasando bien? ¿Tienen teléfonos móviles y viajan? Eso es de hipócritas.
Qué críticas más aburridas. Sí, podemos decir que son unos hipócritas y pensar que esa declaración nuestra es en sí un acto político pero no es verdad. Solo se trata de una dosis más de negación. Pero también podemos decidir hacer más en nuestras propias vidas mientras seguimos presionando al gobierno para que actúe. La desobediencia civil y los pequeños cambios sí son importantes.
Las protestas nos muestran el camino y nos recuerdan que el Brexit es solo un tema más. Con el gobierno estancado, está claro que la gente va a salir a la calle. La gente siempre es ingeniosa y eso es algo para celebrar. Según los gruñones de los medios de comunicación, los chicos y los activistas se han equivocado en lo referido a la ciencia, a sus propios sentimientos y al país… Como se nota que están asustados. ¿Acaso David Attenborough también se equivoca? ¿Tenemos que seguir ignorando las inundaciones y los incendios forestales para regodearnos en nuestra propia impotencia?
Todo esto, dicho en voz alta, ha terminado por despertarme. He llegado tarde y medio adormilada, pero aquí estoy. Un amigo dice que simpatizo con esta protesta por la nostalgia de mi juventud pero es justo lo contrario. No tengo nostalgia del pasado. Lo que siento es diferente y a la vez muy simple: deseo de futuro.