El poeta alemán Hans Magnus Enzensberger lo llamó “héroe de la retirada”. Pero, ¿puede una retirada producir héroes? Un hombre perdido, atormentado por la muerte de su amada esposa y desgarrado por un sentimiento de culpa y rabia ante la trágica muerte de su amado país. Así es como Mijaíl Gorbachov, el primer y último presidente de la Unión Soviética, aparece claramente retratado en el documental Gorbachov. Heaven, de Vitaly Mansky. Esta fue también mi experiencia varios años atrás, cuando visité a Gorbachov en las oficinas vacías de su fundación. Esta impresión dura y conmovedora de Mijaíl Serguéyevich, que murió la semana pasada a los 91 años, se quedará conmigo para siempre.
Recuerdo otros dos Gorbachov. Al primero lo vi en la televisión de mi Bulgaria natal en 1985. Yo era un joven de 20 años que estudiaba filosofía en la Universidad de Sofía y Gorbachov acababa de ser elegido secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética. Su llegada al poder, por no hablar de sus primeras maniobras políticas, fue tan sorprendente como ver nevar en julio. El mero hecho de que la nomenklatura soviética eligiera a alguien menor de 70 años y capaz de terminar una frase era un milagro. Más sobrenatural aún fue el sentido de apertura que trajo consigo: la sensación contagiosa de que algo que hasta ayer era imposible, era posible hoy y que mañana aún más podría ocurrir.
Nos liberó del abismo psicológico que nos decía que el mañana no era más que el día después de hoy. Toda mi maduración política se produjo bajo la influencia del fenómeno Gorbachov. No nos liberó, pero nos dio la oportunidad de probar la libertad. Hizo que el mundo se interesara por aprender ruso e imaginar una Rusia diferente. Hay estanterías repletas de volúmenes escritos por politólogos que diseccionan cómo están constituidas las sociedades abiertas y las cerradas. Se escribe mucho menos sobre la impactante diferencia entre llegar a la mayoría de edad en una sociedad que abre sus puertas y llegar a la mayoría de edad en una sociedad, incluso en una relativamente abierta, en la que el aire huele a miedo y a estancamiento. Este primer Gorbachov no fue el héroe de la retirada, sino el ángel de la apertura.
El golpe
Después vino el segundo Gorbachov, al que recuerdo demasiado bien. Era agosto de 1991 y el reaccionario intento de golpe de Estado contra él acababa de ser sofocado. Esta vez, Gorbachov fue derrotado junto a él. Se había convertido en el hombre que no logró salvar el socialismo, pero sí destruir su país. Estaba destrozado, enfadado y amargado. Se podía sentir lástima por él, pero ya no era posible admirarlo. Era un perdedor sin causa.
Para la mayoría de los occidentales, lo que resulta difícil de entender es que el hombre que destruyó el comunismo soviético era uno de los pocos marxistas genuinos dentro del Gobierno soviético. “Todavía veo a Lenin como nuestro dios”, confiesa Gorbachov en el documental de Mansky. Es esta devoción al marxismo lo que en gran parte explica la época del último líder soviético en el poder. Su firme creencia en el atractivo del socialismo salvó el mundo de una versión soviética de Tiananmén.
A finales de los años 80, las élites soviéticas y chinas habían dejado de ver el futuro como una lucha prolongada para construir una sociedad comunista, pero tenían puntos de vista opuestos respecto al papel del Partido Comunista y el rol de la violencia. Gorbachov adjudicaba la caída del comunismo a la incapacidad del partido para cumplir las promesas inspiradoras del marxismo y creía que el socialismo se desacreditaría moralmente si el Ejército disparaba contra su propio pueblo.
Los líderes chinos veían la crisis del comunismo desde una perspectiva diferente. Escépticos respecto a los principios centrales del marxismo, seguían impresionados por la capacidad del Partido Comunista para ejercer el poder, organizar la sociedad en torno a objetivos comunes a largo plazo y defender la integridad territorial del Estado. Gorbachov creía que el comunismo había fracasado porque no había logrado construir una sociedad socialista. Para los dirigentes chinos, el comunismo había triunfado porque el partido había conseguido, contra todo pronóstico, unificar el Estado y la sociedad a la vez que preservaba su monopolio del poder.
La traición de Occidente
No debería sorprendernos que, según el hijo menor de Deng Xiaoping, Zhifang, Deng consideraba a Gorbachov “un idiota”. Vladímir Putin piensa como Deng y por eso su agenda no le permitió asistir al funeral del último líder soviético. Para Gorbachov, el orden liberal de Occidente era la mejor oportunidad para que la Unión Soviética sobreviviera, sobre todo en ese momento febril en que la movilización nacionalista estaba en ascenso. Gorbachov quería unirse a Occidente y que éste salvara a su país. Esto no ocurrió. Y se sintió traicionado; tal vez por Occidente, tal vez por las lógicas demandas de independencia y libertad de parte del pueblo, tal vez por la historia misma.
En el documental de Mansky, Gorbachov reflexiona y dice que la próxima generación de rusos le juzgará de forma diferente a la actual, que tiene el rostro de Putin titilando en las pantallas de televisión. ¿Es esto el autoengaño de un perdedor histórico o la visión profética del “héroe de la retirada”? Hace un año, un colega ruso, profesor en una de las mejores universidades de Moscú, dijo que le sorprendía lo diferente que veían sus alumnos al último líder soviético respecto a la generación de sus padres. “No le culpan por el colapso del imperio”, me dijo, “porque para ellos la Unión Soviética no fue su país. Al contrario, admiran el valor de Gorbachov para ir contra el sistema y su decencia para abandonar el poder pacíficamente”.
Algunos de estos mismos estudiantes están hoy en el frente de batalla. ¿De qué forma su experiencia bélica afectará la manera en que recuerdan al último líder soviético? Para ellos, ¿el verdadero líder es el que inicia una guerra o el que tiene el valor de poner fin a una guerra sin sentido?
La pregunta que me persigue desde que me enteré de la muerte de Gorbachov es si los diccionarios tienen mayor utilidad que los libros de historia y las encuestas de opinión a la hora de medir la importancia de los líderes políticos. Gorbachov nos hizo memorizar a todos dos palabras rusas: perestroika y glasnost. Esas palabras se entienden sin necesidad de traducción en todas las principales lenguas europeas y se escriben de la misma forma en que se pronuncian en ruso. Vladímir Putin nos está haciendo aprender una sola palabra: siloviki, hombres fuertes.
Ivan Krastev es presidente del Centre for Liberal Strategies de Sofía, Bulgaria. Su último libro es Democracy Disrupted: The Politics of Global Protest
Traducción de Julián Cnochaert