Los votantes de Trump no lo quieren como amigo, sino como presidente
Hubo una época, no hace mucho tiempo, en la que un presidente al que acusaran de tener una aventura con una modelo de Playboy un año después de casarse con su tercera esposa (y pocos meses después de tener un hijo con ella) y de engañar más adelante a las dos mujeres con una actriz porno, habría tenido que poner fin a su carrera por el escándalo.
Durante una audiencia por la destitución de Bill Clinton tras su aventura con la becaria Monica Lewinsky, el senador republicano de Carolina del Sur Lindsey Graham se dirigió así a la Cámara Alta: “La destitución no es un castigo. La impugnación de la presidencia es para limpiar el cargo. El objetivo de la destitución es restaurar el honor y la integridad de la función”.
Pero esta no es una época normal. Para que califique como escándalo ahora hace falta que el FBI haga una redada en las oficinas del que fue abogado personal del presidente, que lo haga traicionar a su ex empleador y confesar que, por pedido del presidente, pagó ilegalmente a las dos mujeres unos pocos meses antes de las elecciones. Con todo, el senador Graham decía ayer que “era demasiado pronto para saber” si Donald Trump sería procesado.
Trump se dirigió a sus simpatizantes durante un mitin en West Virginia pocas horas después de que su exdirector de campaña, Paul Manafort, fuera declarado culpable de ocho delitos financieros; y de que su exabogado, Michael Cohen, confesara otros ocho delitos. “¡Encerrarla!” y “¡Drenar el pantano!”, le gritaba la multitud en referencia a Hillary Clinton y a los lobbys de Washington. Era como si los acontecimientos del día hubieran ocurrido no sólo en otra pantalla, sino en otra realidad.
Trump les habló de inmigrantes ilegales que cometen crímenes, del muro en la frontera con México, de los Chevrolets en Pekín, de la belleza del carbón y del pavo de Acción de Gracias de su madre. No mencionó las condenas ni la acusación por uso indebido de fondos de campaña que un gran jurado firmó ese mismo día contra Duncan Hunter, el republicano que en febrero de 2016 se convirtió en el segundo congresista en respaldar la candidatura de Trump. Tampoco habló de las acusaciones por fraude con valores bursátiles presentadas a principios de mes contra Chris Collins, el primer congresista republicano en respaldarlo como posible presidente.
El único momento en que Trump estuvo cerca de hablar de la investigación de Robert Mueller sobre la injerencia rusa durante las elecciones de 2016 fue para desestimar todo el asunto. “Noticias falsas y caza de brujas rusa”, dijo. “Una gran mezcla, ¿dónde está el complot?”
Un periodista del sitio web Politico.com preguntó a Rick Hunt, uno de los asistentes al mitin de Trump, sobre el resto de cosas que habían ocurrido ese día. “Lo único que sé es que todos cometemos errores”, dijo. “Pero si intentan quitar a Trump del cargo, habrá una revuelta”.
Para disgusto de los progresistas, es poco probable que los tribunales determinen el futuro de la presidencia estadounidense. Saber si Trump es un ladrón, un mentiroso o un tramposo influirá en los próximos acontecimientos pero no los determinará. El destino de Trump se va a definir en la caótica relación que hay entre la justicia y la política en un momento en que la distracción prima sobre el detalle.
La gravedad de la situación legal de Trump no es moco de pavo. Como resultado de la investigación de Mueller, siete personas relacionadas con él se han declarado culpables o han sido halladas culpables. En ninguno de esos casos ha aparecido Rusia pero casi todos han pedido cooperar y eso podría llevar a Rusia.
Cohen es la captura más importante. Aún no le han pedido que testifique ante Mueller pero su abogado dice que estará encantado de hacerlo. También, que sabe de una posible “conspiración para corromper y conspirar contra la democracia estadounidense” y del “delito informático de hackeo y de si el señor Trump tenía o no conocimiento de ese delito de antemano”.
El hombre que decía ser capaz de recibir una bala por Trump tal vez se convierta ahora en el general de un pelotón de fusilamiento integrado por los miembros del círculo íntimo de Trump que decidan salvar su propio pellejo, traicionándose unos a otros y al presidente.
Pero la moción de censura es un proceso político, no judicial. Hace falta una mayoría simple en la Cámara de Representantes para pedir que Trump se enfrente al proceso de destitución. Después viene el juicio en el Senado, donde dos de cada tres senadores debería votar por la moción.
Los republicanos tienen hoy el control de las dos Cámaras pero los demócratas tienen bastantes probabilidades de quedarse con el Congreso de Diputados en noviembre, y alguna posibilidad de ganar también la mayoría en el Senado. Lo que no parece posible es que obtengan en noviembre la mayoría necesaria para una moción de censura. A menos que los republicanos se pongan en contra de Trump, pero eso no está dentro de lo esperable.
A 500 días de su elección, un solo presidente ha obtenido una aprobación de su propio partido mayor que la de Trump: George W. Bush, tras el 11 de septiembre. Pero si siguen creciendo los problemas legales de Trump, ese apoyo político tal vez pierda fuelle. Algunos líderes republicanos ya están aconsejando a los candidatos en puestos marginales que se distancien de Trump. Pero es poco probable que, por sí solos, sean ellos los que provoquen el desplome de la base que apoya a Trump.
Para entenderlo, lo primero que hay que hacer es dejar de caricaturizar a los votantes de Trump. Cuando cubrí las elecciones presidenciales desde Muncie, en Indiana, me llamó la atención la cantidad de personas que votaban por él y no lo querían especialmente. “Basura”, “matón”, o “hijo de puta arrogante” fueron algunos de los epítetos con que lo describían. “A diferencia de Hillary, al menos no cometido un acto criminal”, me dijo uno.
Un año después de la investidura, regresé. Trump seguía sin caerles demasiado bien. “No para de abrir la boca y de escupir vómito en forma de palabras y avergonzarme”, dijo uno. “Ha avergonzado completamente a los Estados Unidos en algo más que un par de ocasiones”. “Es como el tío borracho de la fiesta”, dijo otro.
Pero les parecía que estaba haciendo un buen trabajo. Como pruebas hablaban del recorte a los impuestos, la desregulación, los nombramientos de la Corte Suprema y los máximos que había alcanzado la Bolsa. Como dijo una mujer: “No sería su amiga. No me gustan sus malos modales ni su estilo intimidatorio. Pero aprecio su habilidad para las empresas y la negociación”.
Era como si hubieran elegido a un CEO en vez de a un presidente. Esa idea de que tu jefe no tiene que gustarte, siempre y cuando mantenga saludable a la empresa. “No me importa si pagó a una estrella porno o a una modelo de Playboy, eso no cambia sus políticas”, dijo Cathy De Grazia a la BBC.
Esta es la novedad. Antes, la “personalidad” era clave en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, aunque fuera tan cuidadosamente manipulada y presentada como la de Bush Jr., que a pesar de ser un exalcohólico en recuperación salía en las encuestas como el hombre con el que a los estadounidenses les gustaría tomarse un trago.
Pero Trump no ha creado este nuevo escenario sino que es producto de él. Por eso pudo ganar incluso alardeando de agresiones sexuales y haciendo llamamientos descarados al racismo. Ese es el motivo por el que las comparaciones con Nixon y el Watergate no sirven.
Lo más probable es que el Waterwate no habría ocurrido si en los años setenta hubiera habido un Fox News haciendo de canal privado de Nixon y un Facebook difundiendo la versión de la realidad más ajustada a la visión de cada uno. En una época normal, Trump no sería presidente. Pero esta no es una época normal.
Traducido por Francisco de Zárate