La vida en Ecuador en pleno “conflicto armado interno”: una calma superficial que no aplaca el miedo
Horas después de que todo Ecuador viera el secuestro en vivo de un canal de televisión, el presidente Daniel Noboa amplió el estado de excepción que regía y declaró un conflicto armado interno. Es decir, dijo que el Estado está en guerra con las bandas del crimen organizado. Ha pasado un mes desde ese anuncio y los ecuatorianos estamos en un limbo: vivimos en una aparente calma, pero no podemos recuperar nuestras rutinas por miedo a que suceda algo más.
El estado de excepción implica un toque de queda. En estas semanas ha variado. Primero fue a nivel nacional de las 23:00 a las 5:00 horas. Y luego se instaló un sistema de semaforización dependiendo del riesgo de cada ciudad. En Quito, por ejemplo, se extendió hasta la medianoche. La razón: el intento de recuperar la ya golpeada economía.
A pesar de los cambios de horarios, por las noches en el centro norte de Quito hay menos coches en las calles, menos locales abiertos, menos personas en los restaurantes de quienes se atreven a abrir.
Sólo he salido una vez, por la noche, a un espacio público. Un martes me encontré con una amiga en un restaurante a las 19:00, una hora y media antes de la hora a la que solemos salir. Llegamos y en el lugar con capacidad para 70 personas hay apenas dos. En otra época, hubiéramos tenido que hacer fila para entrar porque no pudimos reservar y no habría sitio.
Temor a salir
En las últimas dos semanas he preguntado al menos a 20 conductores de Uber: “¿Qué ha cambiado este tiempo?”. Todos me responden más o menos lo mismo: está bajísimo. Es decir, tienen menos clientes durante el día y por la noche casi ninguno.
Tenemos miedo de salir.
Los comerciantes en el centro de Quito han dicho que están devastados. Entre ellos hay mujeres de la tercera edad que viven vendiendo velas fuera de las iglesias y que en sus días buenos hacían hasta 20 dólares. Ahora con suerte llegan a los cinco. En estas semanas los ecuatorianos salimos lo necesario.
Los datos que el Gobierno publica para, supuestamente, transmitir eficiencia y tranquilidad nos revelan el estado de putrefacción. Entre el 9 y el 8 de febrero de 2024, la Policía y las Fuerzas Armadas han hecho 80.701 operativos. Han detenido a 6.626 personas –241 por terrorismo– e incautado 2.116 armas de fuego. Han hecho 125 operaciones contra grupos terroristas y han abatido a siete integrantes de estos grupos.
Intentamos hacer nuestra vida normal, pero más allá de las restricciones de circulación y de la posibilidad de que nos detenga un policía o un militar y nos revise la cartera o vehículo –porque el estado de excepción lo permite– vemos cómo el país que hasta hace pocos años era considerado una isla de paz, se desmorona.
¿Cómo podemos estar tranquilos con estas cifras? Y peor aún, ¿cómo podemos estar tranquilos si en uno de los vídeos grabados desde una de las cárceles, un criminal nos advierte a los ciudadanos de que no salgamos porque van a matar a cualquier policía o militar que encuentren.
En este tiempo, el miedo ha tenido sus picos, como cuando vimos cómo el fiscal que llevaba el caso del secuestro del canal de televisión fue asesinado mientras conducía su coche en la misma calle donde, una semana antes, una bala perdida mató a un hombre que iba a recoger a su hijo al colegio.
Si el fiscal del caso más importante de este tiempo no tenía protección ni vigilancia suficientes, ¿cómo se supone que nos debemos sentir el resto?
El resto no solo incluye a los adultos. Los niños y adolescentes han tenido que volver a clases virtuales, como en la pandemia. Dejando fuera a incontables alumnos que no tienen acceso a internet o a un móvil u ordenador. Quienes sí tienen ese acceso han tenido que enfrentarse a una situación digna de película de miedo: hasta el 15 de enero, el Ministerio de Educación confirmó que hubo 36 amenazas durante las clases virtuales. Sí, encapuchados que se colaron en las videollamadas para amedrentar a los niños, niñas o adolescentes y sus maestros. ¿Cómo vamos a reparar esto?
Salir del hoyo
Contar todo lo que ocurre para los periodistas se ha convertido en un riesgo para la vida. Las amenazas graves solo aumentan para los reporteros. El 12 de enero, un periodista de la provincia del Carchi, fronteriza con Colombia, fue obligado a leer un panfleto en un programa de radio local. Si no lo hacía, le dijeron, matarían a su hija. En la carta, dirigida a jueces, un banco y gerentes de cooperativas, decía que todos estaban “sentenciados”.
Es cierto que no hemos visto más secuestros a canales de televisión o ataques terroristas coordinados. TC Televisión implementó nuevos controles en sus instalaciones y la Policía ha fortalecido su seguridad: hay una unidad móvil estacionada en los exteriores del complejo y rondas policiales varias veces al día.
Pero eso no quiere decir que estemos tranquilos. En estas semanas, un colega de la provincia de Esmeraldas, una de las más violentas del país, me dijo que, irónicamente, su ciudad estaba más tranquila porque estaba militarizada.
A un mes del día en que los ecuatorianos corrimos a encerrarnos en nuestras casas por el terror que causó la toma de TC Televisión, es inevitable preguntarse si vamos a tocar más fondo. Y la pregunta más difícil de responder: ¿cómo vamos a salir de este hoyo?
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