Son doce peldaños separados de tablón rústico y en mal estado, de menos de setenta centímetros de ancho cada uno. Para acceder a la casa de Primitivo y Mercedes debes de agazaparte y cuidar cada paso al subir las escaleras. El pasamanos consiste en una soga adherida con puntillas a la estrechez de las paredes, de la que se sujetan ambos ancianos para ascender o descender.
Primitivo Alba, con 84 años, la transita más de tres veces al día por diferentes causas, pero, sobre todo, porque vive solo con su esposa, de 80, y no puede permitirse un mensajero que le compre los víveres establecidos por la libreta de abastecimiento ni alguien que vaya en su lugar a la panadería o a las tiendas recaudadoras de divisa. Ambos pertenecen al grupo de riesgo en caso de un posible contagio del COVID-19. Diabético él, hipertensa ella, se muestran pesimistas con las cifras de fallecidos en los últimos tres meses en Cuba. “Si lo cogemos, estamos seguro que no lo rebasamos”, concuerdan.
Su rústica vivienda está ubicada en una zona periférica de la ciudad de Santa Clara y recuerda a un pequeño palomar por la altura y la estrechez de las habitaciones. En una esquina de la sala se asoma un tocadiscos en desuso, un ventilador fabricado con un motor de lavadora y un radio marca Selena, todo antiguo, todo de tecnología obsoleta. Podría afirmarse que Primitivo y Mercedes son pobres, pero ellos prefieren tildarse como “gente humilde”.
Sin más apoyo económico que 325 pesos de jubilación que le pagan a él y la ayuda esporádica de una hija que vive a cinco kilómetros de la zona, la pareja trata de sobrevivir gracias a la caridad de vecinos, amigos y otros familiares que se apiadan de su precaria situación.
La realidad de la mayoría de los ancianos que viven solos en la capital villaclareña resulta bastante similar. Villa Clara, al centro de la isla de Cuba, está considerada la provincia más envejecida del país con más de 184.000 personas que superan los 60 años de edad, cifra que representa el 23,9 por ciento de sus habitantes. Actualmente, en el territorio se contabilizan 200 personas mayores de cien años, de los cerca de 3.900 que existen en Cuba, constituyendo, por ende, el grupo más vulnerable ante el avance de la pandemia.
Datos publicados por medios oficialistas y la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI) indican que en la provincia residen más de 800 adultos mayores en hogares de ancianos, 640 vinculados a las llamadas casas de abuelos (espacios donde los ancianos pasan el día mientras sus familiares salen a trabajar) y más de 31.000 que viven solos y sin ningún apoyo familiar, situación que ha sido reconocida públicamente por el propio gobernador.
Para proteger la salud de las personas de la tercera edad tras darse a conocer, en el mes de marzo, el primer caso contagiado por coronavirus, el gobierno dispuso varias indicaciones, entre las que figuran la prohibición de salir a las calles, participar en aglomeraciones, o visitar las farmacias para comprar los medicamentos. En cada manzana se asignaría una persona encargada de recoger las tarjetas de los ancianos y llevar las medicinas a cada vivienda.
A pesar de que la prensa local se ha hecho eco de casos en los que el mandadero designado ha cumplido con el cometido, en algunos sitios no ha funcionado según lo previsto. En el vecindario de Primitivo y Mercedes, por ejemplo, casi nunca les traen los medicamentos a tiempo, entre ellos una sonda urinaria, que debe ser cambiada frecuentemente.
Primitivo es de piel negra, delgado en extremo, pesa menos de 60 kilos y le cuelga una bolsa con orina a la altura de la rodilla. Hace más de un año que le diagnosticaron una cistostomía a causa de un crecimiento inusual en la próstata que le provocaba cólicos insoportables. El catéter que expulsa el líquido de su cuerpo suele colmarse una vez por semana y, exclusivamente, debe sustituirse mediante procedimientos clínicos llevados a cabo por un urólogo. En el mes de mayo, Primitivo ha ido por su cuenta más de tres veces al Hospital Provincial de Santa Clara porque la ambulancia nunca llegó a recogerlo en su propia casa.
Quince días atrás, pidió prestada una bicicleta china y fue pedaleando hasta la consulta cuando se le atascaron los conductos de la sonda. Desde su casa hasta el centro médico debe recorrer cerca de cuatro kilómetros.
“La última vez casi me asfixio. El mismo médico que me atendió ese día no podía creer que hubiera ido pedaleando hasta allá”, rememora. “Ya no tengo salud ni edad para esto. En el policlínico, el que me queda más cerca, no hay ni un urólogo de guardia que me pueda atender”.
Desde que el gobierno tomó la medida preventiva de suprimir el transporte público y privado en el mes de abril, los dueños de autos de alquiler subieron sus precios a causa de la escasez de combustible y, también, porque trabajan al margen de la legalidad. Se suponía que, casos como los de Primitivo, serían priorizados a la hora de ofrecer un servicio básico como lo es la propia transportación hasta una institución hospitalaria. Los responsables de las decisiones no calcularon que el parque de ambulancias disponible sería insuficiente para todos los enfermos que se presentan a diario por diversas razones ajenas al coronavirus. Un auto alquilado hasta el hospital de la ciudad puede costar actualmente hasta 150 pesos, un monto imposible de pagar por cualquier jubilado en Cuba, teniendo en cuenta que la mínima es de 242 pesos cubanos (alrededor de 8 euros).
Antes de llegada la pandemia, y desde que se jubiló como profesor de inglés, este anciano sobrevivía “tirando los caracoles”, una manera de predecir el futuro a quien solicite este proceso adivinatorio propio de la religión yoruba.
“Los que venían aquí me dejaban lo que podían, diez, veinte pesos, con eso iba aguantando mi situación, pero ahora no me puedo exponer a que me metan la enfermedad en la casa. Cuando empezó el año, yo les pregunté a mis santos y ya sabía que la cosa iba a venir mala. Todos los días salgo a buscar qué comer, casi siempre regreso con las manos vacías, porque no me alcanza el dinero para pagar los precios que los cuentapropistas están imponiendo”.
Lidiar con la soledad
Postrada en una silla de hierro frente a su propia vivienda, Leonor, una señora de 73 años, espera esa tarde a que una vecina cercana le traiga un plato de comida. La muchacha, que se llama Beatriz, se le acerca con un pomo de cristal que contiene frijoles acabados de sacar de la olla y un pote con arroz blanco, un poco de picadillo y tres trozos de plátano hervido. “Esta noche voy a comer de lujo”, dice Leonor y le da las gracias a la joven.
Dos o tres veces por semana esta vecina le trae el almuerzo o la comida, porque Leonor vive sola desde que su único hijo se casó y fue a vivir al municipio de Remedios. Aunque ha podido venir a verla tres veces en este último mes, el salario no le alcanza para alquilar un transporte que lo traiga a la cabecera provincial. Mientras, la anciana trata de comer con lo que le venden en la bodega lo que logra conseguir con el dinero de su pensión. Antes de la llegada la pandemia y decretado el confinamiento, se dedicaba a revender en las calles diversos artículos como repuestos de cuchillas de afeitar, lapiceros desechables y tubos de pegamento.
Muchos ancianos con bajos ingresos en la provincia de Villa Clara mantenían su economía de forma similar. Algunos trabajaban como mensajeros, revendedores de periódicos o eran contratados como custodios de empresas e instituciones. La mayoría de quienes ejercían este tipo de oficio para sobrevivir debieron encerrarse en sus viviendas por decreto oficial y sustentarse únicamente con el dinero de sus respectivas jubilaciones.
La prensa villaclareña asegura que más de 7.000 los ancianos se benefician actualmente del Sistema de Atención a la Familia (SAF), que les lleva alimentos a sus casas. Santa Clara es el municipio con mayor cantidad de acogidos al servicio del SAF, con 1.804 personas, entre discapacitados, jubilados y ancianos que viven solos y precisan de esta vía para alimentarse.
En este municipio cabecera existen 18 unidades destinadas a prestar dicha asistencia a quienes estén considerados como personas de bajos o nulos recursos. Sin embargo, las cifras demuestran que un porcentaje alto del grupo perteneciente a la tercera edad, cerca de 24.000 ancianos, debe sobrevivir con su propia jubilación, en caso de que la tengan. Leonor es una de ellas.
“Lo que me dan por la bodega no me alcanza ni para una semana”, dice la anciana. “A veces camino y camino buscando alguna vianda que me engañe el estómago o un plátano de fruta para comérmelo con arroz y huevo. Muchas veces me quedo sin almorzar, esa es la verdad”.
En abril, los medios anunciaron que se les vendería a los ancianos mayores de 65 años un módulo alimenticio al precio de 30 o 60 pesos, que incluiría viandas, hortalizas y algunas pastas alimenticias como coditos o fideos. La distribución, que comenzó por La Habana, parece haberse paralizado en la capital y aún no ha tocado suelo provinciano.
En las casillas y bodegas de Santa Clara hasta la fecha solo han vendido un suplemento cárnico adicional compuesto por vísceras y una bolsa de yogurt mensual para el grupo de la tercera edad. A pesar de que el gobierno asegura que los ancianos no tienen necesidad de salir a las calles ni someterse a largas filas para comprar alimentos en las tiendas recaudadoras de divisas (tiendas) y en los mercados estatales, la presencia de los mismos en colas y aglomeraciones desmienten los propios reportajes televisivos que hacen alusión al supuesto bienestar del adulto mayor en tiempos de pandemia. Todos los días en las calles de Santa Clara pueden verse a personas de la tercera edad, incluso discapacitados, realizando sus compras, revendiendo bolsas de nailon y hasta hurgando en la basura en busca de materias primas.
Las pesquisas no llenan estómagos
A principios de marzo, el diario Juventud Rebelde publicó una serie de medidas que se pondrían en práctica para la atención de los adultos mayores en todas las provincias cubanas. Alberto Fernández Seco, jefe del Departamento de Atención al adulto mayor del Ministerio de Salud Pública, explicó entonces que se realizarían pesquisas activas sistemáticas, fundamentalmente a los ancianos que viven solos, que representan el 15% de los adultos mayores en el país.
A la casa de Primitivo y Mercedes apenas han venido a preguntarles por su salud los estudiantes de medicina, que realizan, al decir de ambos ancianos, una visita bastante rápida y despreocupada. Ocurre algo similar en la zona donde reside Urbano García, otro anciano de 84 años.
“Aquí vienen unos muchachos por las mañanas a preguntar si me ha dado fiebre”, cuenta el residente del reparto Condado de Santa Clara. “Las gotas esas que dijeron por el televisor que iban a repartirles a los viejos, aquí no han llegado todavía”.
Urbano se refiere a un medicamento homeopático llamado PrevenghoVir, fabricado por el laboratorio AICA de Bio Cuba Farma y que el gobierno comenzó a administrar de forma gratuita a principios de abril, como método supuestamente preventivo ante los efectos del COVID-19. [No hay evidencia científica que demuestre su eficacia contra el coronavirus. En este artículo de Maldita.es puedes leer la información actualizada sobre falsos remedios y otros bulos sobre la enfermedad]
De acuerdo a los medios oficialistas de la isla, esta solución hidroalcohólica ayudaría a activar las defensas del organismo tras un posible contagio. El mismo fue dirigido inicialmente para grupos de riesgo en hogares de ancianos o casas de abuelos. Se suponía que, para la fecha, gran parte de la población envejecida de Santa Clara debería haberlo recibido sin dificultad alguna, pero no ha ocurrido así.
“Yo preferiría que vinieran a preguntarme si tengo el refrigerador vacío o no, o si tengo leche para tomar por las mañanas, o que me digan que me van a dar más panes en la bodega y no uno que tengo que picar en tres para todo el día. Las pesquisas no llenan mi estómago”, apunta Urbano.
Aunque no vive solo, sino con una sobrina que lo cuida para adjudicarse la vivienda en caso de su fallecimiento, Urbano no puede quedarse en su casa. Él mismo es quien hace los mandados. También baja hasta el centro de la ciudad y hace colas en Pescavilla, como cualquier “gente joven”, dice, para comprar dos paquetes de croquetas de claria a cinco pesos cada uno.
Antes que el gobierno decretara el confinamiento, Urbano pasaba la mayoría del tiempo en las cercanías de la terminal intermunicipal de la provincia. Afirma que tiene buena voz para gritar y que, gracias a eso, trabajaba como buquenque, un término aplicado en Cuba para los intermediarios entre los taxistas particulares y los viajeros.
“Los taxistas me daban algo por día, en dependencia de los pasajeros que les buscara”, agrega. “Yo estoy viejo, pero tengo buena salud. En el capitalismo, aunque había cosas malas, pocas veces en mi casa nos faltó el plato fuerte y vivíamos más de seis primos juntos. Hace tres años que no me como un buen pan con bistec”.
Este artículo fue producido en el marco del Laboratorio de Periodismo Situado.