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Olga Fikotova y Hal Connollly, amor olímpico en plena Guerra Fría

Los campeones olímpicos Harold Connolly y Olga Fikotova, durante su luna de miel en Viena.

Javier Martín Galindo

30 de julio de 2021 22:02 h

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Es fácil imaginar a Olga Fikotova y Hal Connolly lanzándose miradas furtivas, flirteando entre lanzamiento y lanzamiento, entre disco y martillo, contemplando uno las evoluciones del otro en la jaula de lanzamientos, quizás quedando para tomar un café más tarde en la Villa Olímpica, chapurreando diferentes idiomas para intentar entenderse. Es fácil imaginarlo conociendo lo que sucedió después, una historia de amor nacida al calor de la fraternidad olímpica, pero un romance en apariencia imposible, prohibido por los Capuletos y los Montescos de la Guerra Fría. ¿Cómo podía crecer la pasión en los años 50 entre dos atletas que se encontraban en lados opuestos del telón de acero?

Fikotova y Connolly fueron dos de los grandes triunfadores de los Juegos de Melbourne de 1956. Ella era una joven checoslovaca que estudiaba medicina en Praga, pero llevaba el deporte en la sangre. Había practicado baloncesto y balonmano antes de centrarse, un par de años atrás, en el lanzamiento de disco. Él era un lanzador de martillo de Massachusetts que ejercía de profesor en Santa Monica. Connolly cumplió los pronósticos y ganó en Melbourne la prueba de lanzamiento de martillo, estableciendo el primero de los seis récords mundiales que batiría a lo largo de su carrera. Fikotova dio la sorpresa y derrotó a la soviética Nina Romaschkova en el lanzamiento de disco femenino, situando un nuevo récord olímpico. 

Fitokova y Conolly fueron dos de los grandes triunfadores de los Juegos de Melbourne, pero su éxito no se limitó al aspecto deportivo.

Amor olímpico en la Guerra Fría

“De algún modo, el destino nos unió y nos dimos cuenta de que, aunque éramos de esquinas opuestas del mundo y pertenecíamos a sistemas políticos aparentemente incompatibles, cuando se trataba de valores humanos básicos, éramos extremadamente similares”. Olga Fikotova recordaba mucho tiempo después, en Radio Praga, como fue el flechazo. “Intentábamos conversar en mi muy limitado inglés y en su limitado alemán, porque él había visitado Alemania antes”. Las fotos de la época muestran a una pareja joven y enamorada. Él era un hombre alto y fornido, aparentemente serio, pero con aspecto bonachón; a ella se la ve siempre sonriente, con cierto aire a estrella de cine de la época. Una pareja de tantas, aparentemente. Pero su historia no tuvo nada de convencional.

El romance entre occidente y oriente llenó páginas de diarios y revistas. Unos celebraban un amor que tendía puentes y contribuía a relajar las tensiones a un lado y otro del telón. Otros acusaban a la pareja de traidores por haberse lanzado en los brazos del enemigo. Terminados los Juegos, cada uno volvió a su hogar, pero continuaron su idilio a distancia. Después de unos meses, el estadounidense viajó a Checoslovaquia con una delegación del Departamento de Estado estadounidense. Con la excusa de ejercer de embajador de buena voluntad, Hal utilizó el viaje para visitar a su amor. Olga y Hal pensaron entonces que no tenía sentido esperar más. Había que fijar fecha para la boda.

Fikotova temía que las autoridades de su país no autorizaran la unión. Después de toneladas de papeleo, la atleta consiguió una entrevista personal con el presidente Antonin Zapotocky. El mandatario se mostró comprensivo y dio su bendición a la boda, pero manifestó que la decisión burocrática no dependía de él. Curiosamente, unos días después, Olga recibió la autorización para casarse y marcharse a vivir a Estados Unidos. Se piensa que en la decisión del dirigente influyó decisivamente la mediación del atleta Emil Zatopek, que entonces era una personalidad ilustre en el país, aunque más tarde caería en desgracia por su apoyo a la Primavera de Praga.

Una boda íntima con 25.000 asistentes

Zatopek y su esposa, la también atleta Dana Zatopkova, ejercieron de testigos en la boda de la pareja checoamericana. Se suponía que el enlace iba a ser una celebración secreta, con muy pocos invitados, fijada entre semana con la intención de que pasara desapercibida. Sin embargo, la noticia se desveló y corrió como la pólvora por la capital checa. “Cuando llegó el día de la boda y nuestros coches no podían llegar a la plaza, pensé que había ocurrido un accidente”, recordaba Fikotova. El supuesto accidente eran 25.000 curiosos que habían acudido a presenciar el enlace. En parte por la curiosidad de presenciar la boda entre dos celebridades pertenecientes a bandos enfrentados en la Guerra Fría, en parte por la atracción que suponía ver en directo a la famosa pareja formada por Zatopek y Zatopkova, finalmente la boda íntima resultó multitudinaria.

Después del casorio, la pareja se trasladó a vivir a Estados Unidos. La intención de Fikotova era seguir compitiendo bajo bandera checoslovaca, y su siguiente objetivo era el Campeonato de Europa de atletismo, que se iba a disputar en 1958. La atleta se puso en contacto con las autoridades deportivas de su país para averiguar cuáles eran los requisitos de clasificación para los mismos. El Comité Olímpico Checoslovaco le contestó que ya no la consideraban ciudadana checoslovaca. Si no podía entrenar en Praga, no podía defender la bandera de su país en competiciones internacionales. 

Para poder seguir compitiendo, Olga adquirió la ciudadanía de Estados Unidos, país con el que disputó otros cuatro Juegos Olímpicos, siendo incluso la abanderada en Múnich 1972. Sin embargo, en ninguno repitió la experiencia de Montreal: no volvió a enamorarse, pero tampoco ganó más medallas.

Aunque los inicios del idilio entre Olga y Hal parecían sacados de una tragedia de Shakespeare, esta historia de amor no terminó en drama, solamente en divorcio. Después de 17 años de matrimonio y de tener cuatro hijos en común, Fitokova y Conolly separaron amistosamente sus caminos en 1975. Era el punto final a un amor de película, un romance imposible que ellos se empeñaron en hacer realidad. Hasta las historias más asombrosas tienen finales mundanos.

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