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Benditos botines, bendito gol: un cura vasco, mito del fútbol en Ecuador
En los pasillos de un instituto de San Sebastián un grupo de chicos comenta si es cierto todo eso que cuentan sobre su profesor de Filosofía. La discusión no reside en si es duro corrigiendo exámenes o si es de los que hace la vista gorda por más que confundas la crítica de la razón de Kant con el método de Descartes. No se trata de eso. En realidad tiene que ver con algo más mundano y probablemente más prescindible, pero teniendo en cuenta la edad de los alumnos, mucho más interesante. Es algo que tiene que ver con un gol a Estudiantes de la Plata en la Copa Libertadores. Tiene que ver con el fútbol, claro. ¿La Libertadores es como la Champions pero de Sudamérica, no? ¿Entonces es cierto? ¿Juan Manuel, el de Filosofía? ¿Futbolista? ¿Pero no era cura?
Juan Manuel Bazurco fue cura. Sacerdote de los de sotana, Biblia y fe inquebrantable, aunque también pudo haber sido futbolista en caso de haber aceptado aquella oferta para probar en la Real Sociedad, que llegó cuando no paraba de hacer goles en Tercera División jugando con el equipo de su pueblo, el CD Motrico. Lamentablemente para la fuerza de sus piernas y la potencia de su disparo, escogió el camino de la palabra y la religión en lugar de los vestuarios con olor a linimiento y los partidos de domingo. Así, casi sin darse cuenta, se subía a un avión con destino Ecuador, un lugar que en la España de los 70, sonaba demasiado lejano. Serían cinco años. Una larga temporada en la que serviría a la comunidad oficiando como pastor en San Camilo, un pequeño pueblo rural en el cantón de Quevedo, al oeste de Ecuador. Allí todos esperaban una figura bien distinta. A alguien con pinta de cura, quizá. El padre Bazurco, joven, alto y rubio, descolocó a todos. Especialmente a ellas, que suspiraban por ese español con cuerpo de deportista que había llegado de España. Al cabo de unas semanas, el número de feligresas aumentó considerablemente. Su función consistía básicamente en oficiar la misa cada día, ayudar a los necesitados, y de vez en cuando, cuando faltaba alguien, jugar de delantero centro.
Su figura generaba expectación, tanto por lo especial de la situación –un cura jugando al fútbol, por más que fuese joven no entraba dentro de lo lógico– como por su habilidad para destrozar la red contraria. “Hacía goles, sí. Bastantes, pero al principio me dejaban chutar por aquello de ser el cura, hasta que se dieron cuenta de que seguía haciendo goles cuando me marcaban”, cuenta. Sus esporádicas intervenciones de domingo después de misa con el equipo de San Camilo llamaron la atención de Liga Deportiva Universitaria de Portoviejo, un equipo humilde pero con grandes aspiraciones, quienes pensaron que quizá no sería demasiada locura tener un cura como principal argumento ofensivo. Ante el ofrecimiento, sorprendido, sólo acertó a apuntar: “Vosotros veréis si os intereso, pero que sepáis que yo estoy a otra vida”. La consigna era clara: si el fútbol significaba dejar de lado sus obligaciones como párroco, no había trato.
“¡Pedí un delantero, no un cura!”
Mientras que el padre Bazurco comenzaba su andadura por los terrenos de juego, Barcelona de Guayaquil, uno de los grandes clubes de Ecuador, buscaba delantero centro. No habían ido bien las cosas el año anterior y debían fichar para afrontar con garantías la Copa Libertadores del próximo año. Pronto escucharon hablar de las cualidades de un español que estaba haciéndolo muy bien en Portoviejo, a pesar de que decían que no podía acudir a los entrenamientos por coincidirle con su trabajo. Cuando se enteraron que limpiaba almas en lugar de zapatos, Otto Vieira, el entrenador, clamó al cielo: “¡He pedido un delantero centro, no un cura!”
Sus inicios en el club generaron comprensibles rechazos. La idea era buscar un acompañante en punta al gran Alberto Spencer, -que había sido ídolo en Peñarol de Montevideo convirtiendo más de 300 goles- y lo mejor que habían encontrado había sido un cura español, que para más señas, se había presentado a firmar el contrato en sotana. Al pobre Galo Roggeiro, presidente del club, le duró la impresión una semana. “Me habían ido a buscar y a mí me sorprendió, de hecho pensaba que era de cachondeo”, recuerda Juan Manuel. Los inicios no fueron buenos. “Yo veía que no jugaba e incluso les dije que me iba, que tenía otras obligaciones. Me dijeron que no me fuera. Lo cierto es que no me acostumbraba a eso de entrenar mañana y tarde, aunque la gente cada vez me conocía más. Ya sabes, los típicos chistes del cura, del padrecito… Me lo tomaba muy bien”.
Toda esa presión generada transgredió un día y el entrenador tuvo que ceder. El partido era importante. El clásico ante Emelec por un puesto en la segunda fase de la Libertadores y sólo valía la victoria. En la segunda mitad el padre Bazurco entraba para hacer uno de los goles del 3-0 final. “A partir de ahí no volví a salir del equipo”, recuerda. Por aquel entonces, ya era el padrecito.
La segunda fase de la Libertadores les emparejó con Unión Española de Chile y el temible Estudiantes de la Plata, que había sido campeón en las tres últimas ediciones y llevaba casi dos años invicto en su campo. Un equipo durísimo que contaba con jugadores como Verón, Pachamé, Aguirre Suárez… Y que pegaba tanto, que en ocasiones, sólo con el miedo que provocaba en los rivales, le hacía partir con ventaja. En el primer partido del grupo, disputado en Guayaquil, los argentinos ganaron 0-1 sin excesiva dificultad. “Corríamos para todos lados. Te mataban a pelotazos y los delanteros teníamos que bajar a defender. Luego, cuando subíamos, nos encontrábamos con la defensa. ¡Cómo pegaba Aguirre Suárez!”. Una semana después, también en Guayaquil, derrotaron por 3-1 a Unión Española, en lo que sería la antesala del encuentro en La Plata. Casi nadie contaba con sacar algo positivo, pero a veces los milagros ocurren, más si circunstancialmente un cura juega en tu equipo.
La noche del 29 de abril de 1971 una densa niebla flotaba por el Luis Hirshi de La Plata. Como era habitual, no quedaba un hueco libre en las gradas y los colores rojo y blanco de Estudiantes copaban el ambiente. Barcelona debía ganar si quería continuar con opciones en la Copa, aunque sabían de lo complicado de la misión. Saltaron los equipos al campo, unos sabiéndose superiores, otros llenos de ilusión. Y ahí estaba Juan Manuel, el padre Bazurco, siendo partícipe de una noche de esas que se sueñan cuando se comienza a soñar con fútbol. Focos, noche cerrada, un balón, y el campeón del mundo enfrente.
El partido estaba siendo disputado aunque con claro dominio local, cuando en el minuto 17 de la segunda mitad, Barcelona inicia un contragolpe. Un rápido pase a la izquierda encuentra a Spencer, que rápidamente mete un balón a la frontal del área, entre los defensores. Allí, libre de marca llega el padre, sin Biblia ni sotana, pero con toda la fe del mundo para levantar el balón por encima de Gabriel Flores y convertir el único gol del partido. Todos corrieron a abrazarle. Tirado en el suelo ya pudo advertir la magnitud del asunto. Ecuador entera enloqueció y Arístides Castro, relator de Radio Atalaya, dejó en su narración una frase para la posteridad: “Benditos sean los botines del padre Bazurco”.
Barcelona terminó ganando el partido 0-1, y el día siguiente, todo Ecuador sabía que un cura español había sido el autor de un gol histórico. “La gente se echó a las calles. Todos nos estaban esperando cuando llegamos, me decían ”gracias padre“, y algunos incluso se habían disfrazado con la sotana y el alzacuellos”. Ese mismo día, en el editorial del diario El Universo, se escribía: “Pasarán años. El hombre llegará no sólo a la luna, sino también a otros planetas, pero los aficionados ecuatorianos se acordarán siempre de la noche en la que Barcelona le ganó a Estudiantes”.
El hábito o el fútbol
A la semana siguiente, Barcelona, que contaba ya con dos victorias, debía ganar en Chile a Unión Española si quería seguir adelante en la Copa. Perdió 3-1 tras un mal encuentro, y el halo de esperanza que se había creado con la victoria en La Plata, se esfumó como lo hizo el equipo. “Tras la derrota, desapareció todo el mundo. Spencer se volvió a Uruguay de vacaciones, otros a Argentina… yo decidí poner punto y final a esa etapa y me volví a Portoviejo. No pensé en dejar el fútbol, pero sí entendí que quizá tenía otras obligaciones. No es que la Iglesia me dijera ”el hábito o el fútbol“. Simplemente fue una etapa y la viví como tal ¿Que si gané algo de dinero? Algo gané. Mucho menos que otros, eso sí, pero nunca me importó. Siempre tuve presente que mi tarea allí era otra muy distinta”.
El padre Bazurco volvió a la liga de Portoviejo y continuó haciendo goles hasta que dejó definitivamente Ecuador. A su regreso a España, dejó el sacerdocio. “Vi algunas cosas que no me gustaron. El manejo de la Iglesia, cómo se hacían las cosas…historias en las que no vale la pena recordar. Preferí dejarlo”. Volvió a jugar al fútbol de un modo amateur, y nunca pensó en qué hubiera sido de él de haber tenido la misma oportunidad que en Ecuador. “Siempre hay algún amigo que me lo pregunta, si me hubiera gustado… Obviamente, si hubiese seguido jugando todo habría sido diferente, pero no me paro demasiado a pensar en ello. No me arrepiento para nada de lo vivido. He jugado al fútbol, he disfrutado, y tuve mi pequeño momento de fama”.
A los pocos meses de regresar, se presentó a unas oposiciones, las aprobó y durante todos estos años ha estado ejerciendo como profesor de Filosofía en un instituto de San Sebastián. Se casó, tuvo dos hijos, y el ajetreo de aquellos días de delirio se apagaron para dejar paso a la tranquilidad de una vida normal. Sigue disfrutando con el fútbol e incluso volvió a Ecuador hace unos años, invitado por el club a celebrar el aniversario del gol, donde pudo reencontrarse con viejos compañeros y comprobar que sigue siendo recordado como un héroe en Guayaquil, donde siempre hay alguien que quiere saber cómo los botines benditos obraron el milagro aquella noche en La Plata.
Hay historias que mueren con los años y otras que quedan para siempre en el refugio de la memoria. La de Juan Manuel Bazurco estará siempre ligada a los tiempos en los que daba misa a la vez que metía goles en la otra parte del mundo. Y esa es una historia, que como mínimo, despierta el interés de unos cuántos estudiantes que quieren saber si es verdad que su profesor de Filosofía fue un delantero centro que una noche de niebla fina marcó un gol importante ante uno de los mejores equipos del mundo.
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