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Los madrileños que ayudan a los migrantes expulsados de los centros de acogida al cumplir 18: “Merece la pena”

Residentes del centro de Primera Acogida para menores extranjeros en el barrio de Hortaleza en Madrid.

Laura Prieto Gallego

Madrid —

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El centro de primera acogida para menores del barrio madrileño de Hortaleza estuvo en la diana de Vox en 2019. El partido de ultraderecha relacionó a sus residentes con actos de delincuencia y violencia callejera y llegó a convocar un mitin electoral a sus puertas. Ese señalamiento se tradujo en episodios de acoso, el asalto a sus instalaciones por parte de un grupo ultra y hasta el lanzamiento de una granada a su patio.

En ese contexto, con una situación terrible en el interior del edificio —su nivel de ocupación rozó el 300% ese año— y la tensión aflorando en el distrito, nació Somos Acogida, una asociación vecinal para ayudar a estos menores. Su impulsora, Emilia Lozano, vive cerca y conoció a algunos de ellos paseando a su perra: “Hablaron conmigo porque la perra les hacía gracia y me di cuenta de que tenían muchas carencias. No iban ni clases de español”, comenta a elDiario.es desde el centro Pegasus, donde ahora ofrecen esas lecciones: “En esta salita donde estamos dimos la primera, eran cinco o seis”. A pocos metros una veintena de alumnos repasa las conjugaciones.

Antes del idioma, aprovecharon para enseñarles el barrio, llevarles de excursión o inscribirles en equipos de fútbol “porque a la mayoría les encanta”. Son pequeñas actividades que les ayudan a sentirse parte de la comunidad, relacionarse con otras personas y dejar de pensar en sus problemas. “Son muy pequeños, tienen entre 16 y 18 años y han pasado de todo. No basta con que les den una litera y la comida justa”, apunta Lozano insistiendo en que, en muchos casos, ni siquiera tienen acceso a esa litera. Se refiere a los picos de saturación que, desde 2018, sufre el centro de Hortaleza, especialmente en invierno. Desde entonces ha pasado de tener 35 camas a 72 en el mismo espacio, a lo que se suma que en diciembre una de las plantas quedó inoperativa por un incendio.

“Nunca he podido entrar dentro, pero lo hizo el año pasado una diputada y lo que nos comentó es que no había ni siquiera ropa suficiente. Si se amplían las plazas debe hacerse también el presupuesto y los recursos”, dice la voluntaria. En junio fue invitada a acudir a la Comisión de Derechos Sociales de la Asamblea de Madrid para trasladar sus preocupaciones y experiencia con los chicos tutelados y extutelados. Sin embargo, cree que no ha servido de nada “porque falta empatía e interés”. “¿Cómo puede ser que, después de explicar un tema tan serio, se me responda con que si el Gobierno, que si Pedro Sánchez’?”, se pregunta. Y añade: “En la anterior legislatura vimos interés por la consejera que lleva estos asuntos y hasta se trató de firmar un acuerdo de colaboración, pero desde las últimas elecciones nada de nada”. 

Actualmente en la Comunidad de Madrid hay tres centros donde pueden ser derivados los menores migrantes sin familiares que puedan hacerse cargo de ellos. En Hortaleza hay dos, cada uno destinado a una franja de edad, y el otro se encuentra en Casa de Campo. El Gobierno regional anunció el cierre de este último, pero finalmente lo ha mantenido por falta de espacios y ha anunciado la apertura antes de final de año de un nuevo edificio con cien plazas en Fuenlabrada, donde también se realizarán, según han informado, diferentes talleres para residentes del centro y vecinos. Con este ya serían cuatro los centros para hacer frente al aumento de llegadas de menores en los últimos años, con 100 plazas nuevas, que se sumarán a las 259 ya disponibles. Desde comienzos de este año, según confirman desde la Consejería de Familia, Juventud y Asuntos Sociales, la red de protección de menores ha atendido a casi 1.200 jóvenes, casi los mismos que en 2023, cuando se llegó en los doce meses a 1.360. 

La mayoría de los chicos que toman apuntes en el espacio Pegasus durante el desarrollo de la entrevista son de Casa de Campo. “Con este centro tenemos buena comunicación, deja que les demos clase y nos han invitado a visitar las instalaciones después de que algunos se quejaran de la comida”, explica la manchega: “En los dos de Hortaleza es más complicado, especialmente en el grande. No nos derivan a los niños para que aprendan español, pero ellos siguen sin enseñarles”.

A la pregunta de por qué a esa negativa, dice, cree que es miedo a que cuenten cómo les tratan, porque saben que ellos lo van a denunciar. “A veces sufren violencia. La asociación se constituyó como tal cuando vi a uno de los chicos con la mano reventada de un porrazo del guarda de seguridad. Le pedí explicaciones y me dijo que 'solo era una vecina', y decidí que no iba a ser más solo una vecina”.

Desde la Consejería aseguran que en todos centros se ofrece español y apoyo escolar, salvo en los meses de julio y agosto, por vacaciones. Si bien, recuerdan que es un centro de primera acogida en el que se intenta que pasen el menor tiempo posible, y que en el resto de recursos de la red de acogida, además de apoyo al idioma, cuentan con talleres de inserción laboral, recursos escolares y alfabetización.

Desamparados a los 18 años

Pero la historia más dura no empieza en los centros, sino fuera. Los menores tutelados por la Comunidad de Madrid pueden permanecer en ellos hasta que son mayores de edad. En ese momento se convierten en adultos a ojos de la Administración, que no está obligada a prestarles ningún tipo de asistencia. Muchos se ven en la calle el mismo día de su cumpleaños, a pesar que desde 2016 está en marcha el programa Tránsito, que ofrece alternativas habitacionales en pisos supervisados hasta los 21 años. Sin embargo, las plazas ni son inmediatas, ni son suficientes, lo que les avoca a albergues y parques. “Antes de que llegue su cumpleaños ya estamos viendo dónde alojarles. Recuerdo este verano a un chiquillo que le dijeron: 'No te preocupes, es verano, en el parque se duerme muy bien’”.

Mohammed, de 23 años y originario de Tánger, llegó a España meses antes de cumplir los 18 años, pero tuvo suerte y consiguió entrar en una de estas viviendas. Antes, pasó por Hortaleza: “Primero estuve en el centro grande, durmiendo en un pasillo hasta que me dijeron que había una planta para chicos de mi edad en el otro sitio”. Todo esto pasó en 2018, después le llevaron al piso y le salió trabajo en una tienda de comida gourmet en Gran Vía, lo que le permitió mudarse por su propia cuenta. Ahora está ilusionado porque lleva dos semanas ejerciendo como mediador con algunos de los migrantes de la zona, aunque le gustaría hacer un curso de azafato: “Este trabajo me gusta porque entiendo a estos chicos perfectamente, sus historias, por lo que están pasando. A veces les acompaño al médico, al abogado, hoy aquí a las clases”.

Se refiere a experiencias de vida como la de Babacar. El caso de este senegalés es diferente porque ya tiene 29 años y llegó en otoño tras jugarse la vida en un cayuco rumbo a El Hierro. Se embarcó junto a varios amigos huyendo de la violencia contra las protestas juveniles, en una travesía que describe como “dura y traumática, con la gente muy enferma”. Pasó por diferentes alojamientos, pero en pocos meses y sin regularizar su situación le expulsaron del centro de acogida en el que vivía. “Iba a dormir en la calle pero gracias a Somos Acogida tengo una casa”, explica al terminar sus clases de español.

Babacar es uno de los actuales residentes de La Casa de la Solidaridad, otro de los proyectos que Lozano ha puesto en marcha y del que más orgullosa se siente. Surgió a raíz de haber acogido en su propia casa a algunos de los chicos que iban expulsando de Hortaleza. “Volvimos a mi pueblo, La Puebla de Almoradiel, y mi marido me dijo ‘mira cuántas casas vacías’”. Se les ocurrió rehabilitar para los migrantes que las necesitaran y el pueblo se volcó, cediendo un inmueble y ayudando en su reforma. En cuatro años han pasado por allí casi una veintena. “Lo más bonito es ver que encuentran trabajo, que pueden estudiar y les va bien, que son la mayoría: soldadores, fontaneros, camareros... Uno de los primeros se ha casado y tiene ya una hija”, cuenta, ilusionada.

Este domicilio, además del suyo particular, les sirve también para evitar que los chicos, al quedarse sin plaza en un centro, tengan problemas para empadronarse. Pueden seguir recibiendo correos, solicitando documentación y, a la larga, demostrar arraigo. Además, Luis, el marido de Lozano, junto con un abogado voluntario, les ayuda a regularizar su situación en España. Hasta ahora siempre lo han conseguido, aunque es un proceso “complicado y lento”. “Yo ahora quiero trabajar de lo que sea y conseguir mis papeles. Llamo cada día y lo muevo por internet, pero no hay suerte”, dice Babacar. Por un motivo diferente, el resto de sus compañeros de español están nerviosos porque dentro de poco les dirán si han sido registrados oficialmente como menores o no. De no ser así, tendrán que irse de Casa de Campo.

La Casa de la Solidaridad ha reencontrado a Emilia Lozano con su tierra natal, de la que emigró con prácticamente la misma edad que lo hacen los adolescentes con los que ahora se vuelca. “Nos ha costado mucho sacar esto adelante, porque todo depende de las donaciones y la solidaridad. La calefacción; la comida, que no es mucha; ir a un dentista cuando lo necesitan… Pero merece la pena porque nos hemos convertido todos en una especie de familia”, sostiene.

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