Rosa y Lorena vieron cómo su mundo se desmoronaba en los primeros meses de la pandemia. El confinamiento que vivió España fue para ellas un descenso a los infiernos. Se quedaron sin empleo, sin dinero y sin hogar. Ninguna podía disponer del único lugar donde entonces estaba permitido estar: una casa. Aterrizaron con lo puesto y su maleta en la verja del Samur Social. Una, o tal vez dos noches, no recuerdan bien, durmieron en la misma sede en una camilla desplegable.
Las dos mujeres llegaron así al programa No Second Night impulsado por el Ayuntamiento de Madrid para evitar que la situación de calle de las mujeres se cronifique. Se trata de un recurso de emergencia para “abordar el sinhogarismo de forma temprana” y proporciona a las usuarias una habitación —individual o doble—, una comida y apoyo psicosocial. Rosa ha vuelto a encontrar trabajo como interna para cuidar a una persona con alzhéimer. Ha salido del programa tras dos meses y con los 60 años cumplidos. Lorena, empleada doméstica cuyo nombre real es otro, continúa en la pensión. No se lo ha contado a su familia de Colombia, donde tiene una hija. “Vine aquí para poder enviarles dinero, no puedo preocuparles”, cuenta esta mujer de 42 años.
La llegada de Nuria al recurso fue más tardía, en noviembre de 2020. Hasta 2014 trabajaba como administrativa en una “gran empresa” y vivía en un apartamento de Pozuelo de Alarcón (Madrid), “con piscina y garaje”, precisa. El desempleo le hizo perder todo por este orden: la casa en propiedad, el coche, el piso en alquiler y la habitación. Su casera le pidió que se marchase porque tenía “miedo” por el contagio del virus. Era noviembre de 2020. “Ir de mejor a peor siempre es horrible. Prefiero no mirar atrás. El hostal es limpio, aunque compartimos baño. Con esta edad es muy difícil que te acepten en un piso compartido”, lamenta.
El Ayuntamiento cifra en 700 las personas que están en situación de calle en Madrid, el 15% son mujeres. No Second Night disponía hasta ahora de 30 plazas gestionadas como experiencia piloto por la Fundación Luz Casanova. Se contrató de emergencia durante la primera ola de la pandemia y ahora va a ampliarse hasta las 50 plazas, según aprobó la Junta de Gobierno. 50 mujeres han pasado por este recurso y el 58% ha logrado salir de él porque su situación ha mejorado, según datos municipales.
El programa forma parte del impulso que el área de Familias, Igualad y Bienestar Social quiere dar a “reorientar la red de atención al sinhogarismo con nuevas estrategias que ya están dando resultado en otros países”, según el concejal responsable, Pepe Aniorte.
“Un espacio seguro y propio”
El modelo más antiguo de albergues para personas sin hogar sigue muy implantado en la capital. Pese al despegue progresivo de estas “nuevas formas de intervención”, todavía son experiencias residuales. “Lo que marca la diferencia es la sensación de estar un espacio seguro y propio, donde se puede tener una cierta intimidad. Eso es muy positivo para la toma de decisiones. En otros recursos hay veces que no se dan estas condiciones”, explica Sonia Panadero, profesora de Psicología en la Universidad Complutense de Madrid.
Que se dirija a mujeres, sostiene Panadero, tiene sentido porque están más expuestas a los riesgos y “vienen de procesos mucho más destructivos”. Más del 50% de las mujeres que acaban en esta situación reportan haber sufrido agresiones físicas y un 30% se reconoce como víctima de la violencia sexual en su niñez o adolescencia, de forma previa al sinhogarismo, contextualiza la experta. “Las trayectorias de deterioro son muy largas. Por lo general las mujeres en esta situación han agotado todos los recursos pasando por experiencias dramáticas y a menudo traumáticas. Llegan muy vulnerables y muy rotas a la calle, donde se remata algo que ya era muy complicado. El daño es muy acelerado”. De ahí, añade, la “importancia de la intervención temprana”.
El programa está implantado en seis hostales diferentes de Madrid aunque las mujeres acuden a comer a un espacio común de la fundación Luz Casanova. Pese al colchón que da el recurso, a Lorena las cenas a veces se le complican. “Tengo las cositas que compro en la habitación pero si paso varios días sin trabajar, no ceno”, comenta con cierta normalidad. Está tratando de homologar su título de auxiliar de farmacia, la profesión a la que se dedicaba en Colombia, su país de origen. Mientras, cuida mayores y limpia en casas por horas pero todavía no obtiene los ingresos suficientes para pagar su independencia. Aspira a volver a compartir piso, como antes de la pandemia. Vive en España desde enero de 2020.
Las historias de las personas que se quedaron sin casa son casi siempre historias de silencios. Blancos en las vidas. “Yo no he contado esto a la familia para la que trabajo. La chica de la agencia que me contrató me dijo que no hablara de esa parte. Yo tampoco quiero que sientan lástima por mí”, relata Rosa por teléfono sin perder de vista a la señora que cuida.
En pocos minutos hace un relato exhaustivo de una vida difícil entre Venezuela y España: un cáncer de riñón, otro de pulmón en tratamiento, un hijo con problemas de alcoholismo... “Entrar en el recurso –prosigue– fue esa palmadita que una necesita para echar adelante. Nunca sabía que iba yo a caer así. No se puede imaginar cómo estaba de triste. No hacía más que llorar”. La conversación se corta porque ha llegado la hora de la merienda. Rosa está en víspera de librar. El fin de semana se echa el macuto a la espalda y reserva una habitación individual en un hostal céntrico. Siempre el mismo: su nuevo cuarto propio. Sigue sin tener casa.