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Una noche de pandemia en Ponzano, la calle de Madrid con 50 bares en un kilómetro: “Vino la Policía pero no les dejamos entrar”

Calle Ponzano tras el cierre de los bares un sábado de febrero.

Sofía Pérez Mendoza

15 de febrero de 2021 22:20 h

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“Moralmente igual no está bien que se vean imágenes así, como si no pasara nada”. Virginia, médica de profesión, está con un grupo de amigos en la puerta de un bar de Ponzano, la calle de moda de Madrid. Un gintonic en la mano. Dos colegas ofrecen al resto chupitos de Jagermeister. Nadie lleva mascarilla, ni fuera ni dentro. En el mundo de antes, al que esta escena se parece bastante, podrían ser las tres de la mañana pero son las ocho de la tarde de un sábado de febrero en una de las zonas de la capital con más tensión entre hosteleros y vecinos. 50 bares se suceden uno detrás de otro en apenas un kilómetro en este aparente oasis de COVID-19 en medio de la tercera ola.

El desquicie llegó a su punto álgido la semana pasada, cuando el propietario de algunos locales de la calle se abalanzó contra la presidenta de una asociación de vecinos, Pilar Rodríguez. “Usted es una impresentable, es una mala persona”, le espetó a punto de llegar a las manos el hostelero, conocido como el gallego, en unas imágenes grabadas por La Sexta. “Ponzano está fuera de control, es una zona desquiciada”, responde Rodríguez, en conversación con elDiario.es, que ha decidido poner una denuncia ante la Policía por lo ocurrido.

En la asociación de hosteleros de Ponzano saben que están “en el ojo del huracán”. Los vecinos, cansados de la concentración de locales y del ruido, pasan los fines de semana llamando a la policía, “aunque por aquí vienen poco”, precisa Enrique Durán, que vive en un segundo con vistas privilegiadas al “parque de atracciones de bares” que tiene bajo su balcón. Hay 30 en apenas 500 metros de calle. En todo el entorno, juntando las calles aledañas, el número escala hasta 50.

En la esquina de Ponzano con Bretón de los Herreros, el Pinzano echa abajo las persianas antes de las 21 horas con clientes dentro. Durante la tarde, la planta inferior del bar está llena pero no es visible desde el exterior. El portero regula las entradas tenso, el sudor le corre por la sien hasta topar con la mascarilla. “Vino la policía pero no les hemos dejado entrar. Esto es un local privado”, cuenta con cierto estado de alteración pasadas las ocho de la tarde. Atribuye la llamada a algún vecino “hijo de puta”. Al Ayuntamiento de Madrid no le consta ninguna intervención en este local, según fuentes del área de Seguridad y Emergencias. Los agentes municipales desmantelaron solo el pasado fin de semana 418 fiestas ilegales y multaron a más de 1.000 personas por saltarse el toque de queda.

“Empezaron a sacar gente porque había mucha. Yo misma hace un tiempo habría dicho: no me meto ahí ni de coña porque no hay ventilación, pero ahora tengo menos miedo porque ya lo he pasado”, relata Sara, estudiante de un máster en Psicología que prefiere no dar su verdadero nombre y cuyas amigas estaban dentro del bar. Ella llegó después.

Ponzano es una vía de aceras estrechas donde nunca han cabido terrazas. La zona que ganó popularidad para el 'tardeo' de barra en el interior -la antítesis de las buenas prácticas para evitar el COVID-19- ahora ha tomado la calle. Prácticamente todos los locales tienen mesas y sillas en el exterior, dispuestas sobre la calzada y delimitadas con unas vallas de madera o unos paneles para proteger a la clientela ante el paso de los coches.

Este modelo, impulsado por el Ayuntamiento de Madrid para “salvar” la hostelería, tiene a Ponzano como uno de sus mayores exponentes en la capital. Por este motivo, el distrito, Chamberí, concentra casi la mitad de las licencias extraordinarias para colocar terrazas sobre aparcamientos: 125, según los últimos datos proporcionados por el Gobierno municipal. Algunas terrazas no figuran en la lista de licencias del Ayuntamiento, advierten los vecinos agrupados en El Organillo, pero están desplegadas.

“Cuando llega el sábado la necesidad aprieta”

A lo largo de la calle no hay carteles de “se vende”, “se alquila” o “se traspasa”. La asociación de hosteleros tiene constancia de que solo un par de locales no han sobrevivido a la pandemia. “Pero casi todos estamos en números rojos. No es oro todo lo que reluce, hay que venir aquí un lunes, un martes o un miércoles. Cuando llega el sábado la necesidad aprieta”, responde un hostelero que no quiere dar su nombre al preguntarle si esas dificultades económicas de las que habla justificarían que algunos abran la mano con la normativa: permitan más aforo, mesas no suficientemente separadas, estar sin mascarillas...

Una de las alegaciones más repetidas por los propietarios de bares es que es difícil controlar a la gente “como si fueras la policía”. “Se sientan cuatro en la mesa de la terraza, pero empiezan a venir amigos, al final tienes que estar de controlador y es algo violento. Un asador ha llegado a poner un portero”.

Entre los locales hay propietarios de muchos años -que llegaron antes del 'boom' de la zona- y otros que lo hicieron al calor de la moda. “Ahora hay tres o cuatro sociedades que gestionan el 40 o el 50% de los bares y les importa todo tres narices. Pasó algo parecido en Huertas o en el Dos de Mayo”, lamenta Rodríguez, de la asociación vecinal El Organillo.

Los vecinos ven como el foco de sus males el cambio de manos de los locales y, con ellos, un nuevo perfil de cliente más joven y trasnochador. “No es tanto las terrazas, sino que no se respetan las normas. La gente se apelotona, bebe de pie...”, ilustra Enrique. Con este target se mueve, por ejemplo, el grupo Lalala, que empezó abriendo La Lianta y cogió carrerilla con La Malcriada, La Charla y así hasta los siete que tienen en la zona.

Este conflicto, por tanto, es anterior a la pandemia. Los problemas de convivencia se arrastran desde mucho antes por la “degradación” que a juicio de los residentes de la calle está sufriendo la zona. Los vecinos relataron hace un año las escenas habituales de una noche de fiesta en esta calle: vómitos, orines y sexo en los portales. En pocos años, se ha colocado en el ranking de calles de moda para tomar cañas, tapas y copas en la capital. Los alquileres no bajan de los 3.000 euros mensuales.

“Los hosteleros no solo se pasan por el forro las medidas, sino que conscientemente las incumplen y dificultan el trabajo de la policía. Sacan un camarero y lo ponen en una esquina a vigilar por si viene un coche de policía. Entonces dispersan a todo el mundo”, relata el mismo vecino. Un trabajador de la Taberna Alipio está pendiente de que el grupo de amigos de Virginia, que tomaba Jagermeister a las puertas del local, no bloquee el acceso a un portal. “Echaos a un lado, por favor, que bastante tenemos con los vecinos”, les replica. Los balcones de la primera planta lucen unas pancartas ya algo descoloridas que dicen: “Ruido, no”. El Ayuntamiento de Madrid, tras años de quejas vecinales, se plantea convertir el entorno en Zona de Protección Acústica Especial (ZPAE) tras constatar un nivel de decibelios inaceptable.

Al filo del toque de queda, los clientes copan las aceras, la calzada y la gasolinera Repsol mientras apuran el último cigarro. En la estación de servicio hay fila para comprar tónica y tabaco. Desde fuera del cristal se ve a la vendedora gesticular en tono serio mirando una botella de Ballantines que finalmente no vende a dos chavales, cargados con una bolsa verde con Sprite . “Vamos a mi casa entonces”, dice una chica en mitad de una nube de personas antes de tomar un taxi.

Otra espera en la puerta de un bar a que su novia, camarera, salga del turno. “Si estás en la barra te echan todos los escupitajos encima, nadie se pone la mascarilla”, se queja. “Pero yo que sé -prosigue- ¿Qué hacemos? ¿Nos metemos a casa para que nos dé el síndrome de la cueva?”. Sus amigos la despiden con un beso en la mejilla. Son las 22 y los corrillos sugieren que la fiesta sigue. Solo hace falta decidir dónde.

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