Sobre cómo un pequeño parque de Malasaña representa el fallo de nuestro sistema
Hay un parque en Malasaña que simboliza todo lo que no funciona no sólo en la ciudad sino en el país y puede que en buena parte del mundo. Siento poner tanta carga sobre este pequeño espacio público pero cada día me levanto viendo las vallas amarillas que lo mantienen cerrado y no puedo evitar sentir esta sensación de fracaso.
El parque, una de las escasas zonas verdes del distrito Centro de Madrid, es minúsculo pero tiene su gracia: pistas de petanca, un campo de fútbol sala, bancos, árboles y una disposición por debajo del nivel de la calle que es causa de queja habitual de algunos vecinos. Bajar al parque es algo textual en este caso y, por eso, acoge a veces a personas sin hogar, fumadores de porros y aficionados a la música que madrugan o trasnochan, según se mire. De cualquier modo, vecinos todos también.
En abril de 2018, con Manuela Carmena al mando en Cibeles, se anunció una reforma destinada, sobre todo, a cambiar la pista de fútbol para convertirla en reglamentaria, pero también a hacerlo accesible y mejorar las instalaciones. Esa obra duró la vida y ni siquiera se hizo completa. En febrero de 2019 se volvió a abrir con la accesibilidad y lo de la pista solucionado pero muchas otras cosas prometidas sin terminar o a medias. Este año, en pleno confinamiento y con José Luis Martínez-Almeida de alcalde, volvieron las obras para retomar un proyecto que, en cualquier caso, no iba a ser igual al presentado. Siete meses después, el parque sólo lo pueden usar los que se atreven a saltar las vallas amarillas y los técnicos del ayuntamiento que, muy de vez en cuando, se animan a ir de visita con los bolis y los cuadernos dispuestos para atrapar los misterios que hacen que el parque no se pueda abrir.
En dos años y mucho pico de contemplación de vallas de obra uno tiene tiempo para hacerse preguntas. ¿Cómo es posible que se demore tanto el fin de una reforma menor de un espacio que no llega a la media hectárea? Cuando la incapacidad de gestionar una minucia así es un atributo de dos gobiernos de signo político opuesto, ¿no deberíamos pensar que quizá nuestro problema no está (únicamente) en la ideología política del mandante de turno?
Es difícil saber qué está pasando —mis compañeros de Somos Malasaña han preguntado al actual equipo de gobierno que, de momento, ha hecho lo que suele en estos casos: no contestar— y que pasó. Pero sí se sabe que hay competencias repartidas entre distintas áreas (Desarrollo Urbano, Junta de Centro) y falta de comunicación entre ellas, líos de con licitaciones y contratos, problemas burocráticos para entregar y recibir los proyectos acabados y, en general, un sistema diseñado para no funcionar de forma eficiente. No sólo aquí y no sólo en esto.
Voy con la pandemia, sigo con las preguntas y me salto el dogmatismo insoportable.
En el hipotético caso de que cualquiera de los gobiernos implicados en la gestión de este jaleo fuese medianamente eficaz y tuviese verdadera voluntad de atender los intereses del bien común y no los de su táctica política, ¿podríamos vivir tranquilos, sin mascarillas ni crisis sanitaria, económica y psicológica? Mirando ejemplos de otras regiones españolas y europeas, uno diría que no. No hay ninguna zona, ningún país, que se esté librando del desastre. Sólo los del norte, los que tienen servicios públicos en buenas condiciones han soportado el susto desde el principio. El resto, una vez pasada la sorpresa inicial y a pesar de que la ciudadanía ha hecho un esfuerzo costosísimo por adaptarse a la situación, no ha sido capaz en ocho meses de articular una respuesta a las necesidades de la emergencia. Y no quiero ser cenizo, pero pueden venir cosas que tan exigentes o más que este virus, qué tal un terremoto, cómo una crisis migratoria, y si una guerra…
Volviendo a España, da la sensación de que aquí el pifostio de competencias repartidas entre administraciones y dentro de ellas, la complejidad de las formas de contratación y su procesamiento y la burocracia infinita hacen que, da igual quien gobierne, sea imposible que se pueda afrontar ningún reto que se salga del piloto automático para el que está diseñado el sistema. Y lo peor es que lo peor está por venir.
Lo contaba hace unas semanas Pedro Vallín en este texto en La Vanguardia. En él habla de los fondos de recuperación europeos que llegarán, ese maná de 140.000 millones de euros que parece que nos van a sacar del agujero… si es que somos capaces de gestionarlo. No parece que vaya a ser fácil. Vallín cita a fuentes de la administración que temen que sea imposible el análisis de los proyectos y la tramitación de los fondos con la urgencia y los requisitos planteados por Bruselas y en un Estado con hasta cuatro niveles administrativos y burocratizado hasta la inoperancia. Como dice el periodista, “no se trata de un desafío político, al menos en el sentido estricto de la expresión, sino organizativo, logístico, un reto que puede renovar la faz del diseño decimonónico del aparato estatal español o hacerlo naufragar en el burocratismo y la inercia”.
En resumen: tenemos un problema muy gordo de irresponsabilidad de la clase política pero ni siquiera si fuésemos capaces de arreglar, no sé cómo, este inconveniente estaríamos cerca de ver ninguna luz al final del túnel. Si el sistema es incapaz de acabar una pequeña obra en un parque de media hectárea, ¿cómo demonios se va a enfrentar a los retos verdaderamente complejos?
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