Que el poeta Miguel Hernández empezara a fumar durante su estancia en el barrio podría ser una anécdota de sobremesa de no ser por las terribles circunstancias de cautiverio en las que esto ocurrió. Hernández había sido detenido en Portugal por la policía salazarista tras una serie de tristes coincidencias: primero levantó la atención de los gendarmes portugueses cuando intentaba empeñar el reloj que Vicente Aleixandre le había regalado el día de su boda. Demasiado lujo para un desarrapado. Después quiso la mala ventura que entre los guardias civiles de la frontera un paisano suyo le reconociera y le sañalara como un “activista rojo y peligroso”. De los golpes que recibió en los dos países esos días nunca se recuperaría completamente.
En la prisión del Conde de Toreno ingresa un 3 de diciembre de 1939 tras su paso por la cárcel de Torrijos, donde había escrito para su hijo Manuel las conocidas Nanas de la cebolla al saber que a su mujer Josefina y al pequeño no les alcanzaba más que para alimentarse con aquellos tubérculos. En los muros de lo que fue la cárcel, hoy asilo, luce una placa que recuerda al poema, pero le birla a la memoria colectiva el hecho clave: Miguel Hernández estaba allí encarcelado.
El caserón que fue la cárcel del Conde de Toreno hoy lo ocupa, según Antonio Ortiz Mateos, un moderno edificio de ladrillo, en el número 2 de la plaza del mismo nombre. Durante los meses que Hernández permaneció en la prisión coincidió con un entonces joven Antonio Buero Vallejo, que hizo el célebre dibujo que ha pasado a ser la cara del poeta en la memoria colectiva. El autor de Historia de una escalera cuenta en la biografía de Miguel Hernández escrita por José Luis Ferris:
“Le llevaron también a la galería de condenados a muerte, que era en la que yo estaba...Allí teníamos 40 o 50 centímetros por persona. Para darnos la vuelta teníamos que avisar y entonces...media galería se daba la vuelta”.
Durante su estancia en esta prisión se desarrolló el proceso por el cual al poeta se le condenó a muerte en juicio sumarísimo. Posteriormente, por las gestiones de buenos amigos como José María de Cossío, se la conmutaría por la pena de 30 años y un día, pero Miguel pasó las noches de los siguientes seis meses pensando que entre carta y carta cruzada con su mujer podría llegar la saca definitiva que acabara con su vida, como acabó con la de otros compañeros de cautiverio.
La vida de Miguel no se iría en Madrid, se escaparía, inundada en el pus que supuraban sus pulmones en una prisión de Alicante el 28 de marzo de 1942. A Hernández, como a otros miles, le dejaron morir de inmundicia en aquellos apéndices de los campos de concentración franquistas que fueron las prisiones de la posguerra.
Muchos más presos en el barrio
En aquellos años España fue una gran cárcel, aunque las cifras están por estudiar, números oficiales de la época (y esos suelen crecer cuando se sopesan de verdad) hablan de una población reclusa de 270.000 personas, de las cuales en torno a 80.000 estarían en Madrid. Franco utilizó las improvisadas cárceles y lúgubres comisarías de Madrid como un puntal de la humillación a la que sometió al bando perdedor de la guerra, una métafora real del dolor y el pecado muy en la línea de su retorcida visión del catolicismo.
En el barrio hubo varios de estos centros además de la prisión del Conde de Toreno. En la calle del Barco, en el número 24, uno de ellos, también en el convento de las Comendadoras de Santiago, donde estuvo preso un joven José Hierro por pertenecer pertenecer a una “organización de ayuda a los presos políticos”. Otro edificio de importancia que fue utilizado como prisión durante estos años fue el antiguo colegio de San Antón de la calle Hortaleza. El lugar donde habían estudiado Víctor Hugo o Jacinto Benavente fue reconvertido en la Prisión Provincial de Hombres número 2 ya durante la Guerra Civil, y continuó esta triste misión después de la guerra. Actualmente es un cascarón vacío que algún día será el nuevo Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid.
Tampoco lo debieron pasar bien los visitantes de las celdas de las comisarías de San Bernardo y la calle San Mateo. La primera correspondía al distrito de Universidad y estaba en palacete del número 62, actualmente sede ministerial; la segunda, al distrito de Hospicio, en el número 25 de la calle, ocupando dependencias del palacio del Marqués de Ustariz. Triste destino para muros con tanta solera.
En el año del centenario del nacimiento de Miguel Hernández se hace difícil comprender el desconocimiento que existe acerca de muchos hechos recientes de nuestra historia. Estas cárceles del barrio en las que penaron millares de personas, como muchas más en todo el país, son aún poco o nada conocidas, hasta el punto de que ni siquiera se las tiene todas ubicadas. Fernando Hernández Holgado da noticia de una cárcel de mujeres abierta en la calle Manuela Malasaña en 1940, que aparece en las memorias de dos antiguas reclusas antes de que se le perdiera el rastro e, incluso, sobre la misma cárcel del Conde de Toreno parece haber cierta confusión.
Mientras algunos claman insensiblemente por una amnistía de los recuerdos ajenos, no son pocos los que necesitan la memoria de los lugares que han forjado lo que son.