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Sí, Madrid fue una ciudad con esclavos

El miércoles 6 de agosto el esclavo negro Narciso Convento salió de la residencia de su señor, Miguel Gálvez, en la calle Fuencarral esquina con Santa Brígida. Iba cubierto por una capa, bajo la que ocultaba un sable de la casa de su dueño. Según declararía posteriormente ante la justicia, Narciso había quedado con la joven Juana, de 18 años, en la tienda de aceite y vinagre de la calle Santa Brígida para hacer por la noche “su acto torpe”. Narciso bebió hasta la embriaguez esperando a la joven, que no acudió a la cita, tras lo que decidió ir a buscarla a su casa, en la calle de San Francisco esquina con la de Válgame Dios. Al llegar a la puerta, pidió un vaso a un aguador callejero, arrojando parte de su contenido a los pies de unos vecinos que estaban tomando la fresca. Primer conato de discusión de la noche.

Narciso aporreó la puerta de la casa de Juana, a la que había conocido porque ella trabajaba de lavandera en Aranjuez para la condesa de Gálvez, la madre de su dueño. Fuera del portal ya se arremolinaban algunos vecinos al grito de “¡matadle!, ¡a ese pícaro negro!”. No tardaron en atacarle con palos y piedras, ante lo que Narciso se lio a sablazos y se refugió en la tahona de un tal Paco el Manchego. Fueron detenidos  él y a un cochero llamado Manuel que se puso de su lado en la pelea.

La historia podemos encontrarla en La esclavitud a finales del Antiguo Régimen. Madrid, 1701-1837. De moros de presa a negros de nación, del historiador José Miguel López García. La peripecia de Narciso sirve al autor en uno de sus capítulos para introducir al lector en la vida y las circunstancias de un esclavo en el Madrid de principios del XIX.

Narciso había nacido en Luisiana –laboratorio del programa esclavista español junto con Cuba—sobre 1782. Pertenecía a la segunda generación de esclavizados del lugar, lo que, por conocer los idiomas francés y español, le permitió ejercer de lacayo. Tras algunas vicisitudes coloniales, el esclavo fue reglado al joven Miguel Gálvez, que recaló en la calle Corredera de San Pablo con su familia. El esclavo, de la misma edad que el joven aristócata, llegó a Madrid en 1795, seguramente con la misión de aportar lustre social a su dueño (la compra de esclavos, muy costosa en nuestra ciudad, se justifica por su valor como símbolo de estatus).

Desde pronto, el joven lacayo moreno (como se solía nombrar) cogió fama de tabernario, mujeriego y pendenciero. Y rebelde, lo que le costó que su dueño le llevara en diversas ocasiones a cuarteles donde, con cepo y grilletes, era golpeado por los guardias. También estuvo encerrado en la Prisión del Puente de Toledo y la madre de Miguel intentó regalarlo sin éxito a través de un anuncio en el Diario de Avisos.

.El caso del joven Narciso permite a López explicarnos, entre otras cosas, las resistencias cotidianas desarrolladas por los esclavos en Madrid, que iban desde extender rumores de sus dueños a tener una actitud pública que dejara en mal lugar la autoridad del pater familias. En Madrid, la mayoría de esclavos eran domésticos, por lo que las respuestas debían ser por fuerza individuales, a diferencia de en América, donde se produjeron revueltas y abundaban los cimarrones (en menor cantidad que en el Nuevo Mundo, aquí también se producían huidas de esclavos). A medida que fueron llegando a la península esclavos procedentes de América, se incrementaron las actitudes rebeldes, pues aquellos hombres y mujeres llegan con el bagage de lugares de trabajo esclavo colectivo, puesta en común de sus situaciones y experiencias resistentes de las que aprender.

Según el derecho castellano, los dueños podían ejercer la violencia para encauzar el comportamiento de sus esclavos pero, llegado el momento, acudían a las autoridades, que es lo que hizo Miguel Gálvez con Narciso tras el episodio que hemos relatado. Sería juzgado y condenado a tres años de trabajos forzados en el arsenal de Cartagena.

Narciso hizo su viaje a Cartagena andando en una cuerda de presos que tardó 34 días en llegar a su destino, donde murió el 24 de enero de 1802, como muchos otros trabajadores esclavos del lugar.

Madrid, ciudad con esclavos

El reino de España fue la cuarta potencia que más se benefició del negocio de la trata de esclavos durante la Edad Moderna a pesar de lo cual, si preguntáramos sobre el tema a nuestro alrededor, muchos contestarían que, más allá de las colonias americanas, aquí no hubo esclavos. El libro de José Miguel López viene a cubrir un hueco en la historiografía pero, además, a dialogar con la sociedad de nuestro tiempo, limpiando de polvo las veredas históricas que conducen a nuestra relación con la esclavitud en los tiempos del Black Lives Matter.

El estudio abarca un arco (1701-1837) que comienza con el decidido fomento del comercio esclavista por parte de la nueva dinastía borbónica y termina con la derogación de la esclavitud en la Península (que no en territorio americano). Durante este tiempo, como señala López, Madrid no fue una ciudad esclavista (porque su estructura económica descansaba mayoritariamente sobre otros hombros) pero sí una ciudad con esclavos. Primero, con una mayor representación de esclavos procedentes del Magreb, capturados en acciones de guerra, y luego de subsaharianos. Según los cálculos del autor, Madrid pudo albergar a mediados del XVIII unos 6000 esclavos.

La esclavitud a finales del Antiguo Régimen se construye sobre una base de datos de esclavos elaborada durante años por el autor y las herramientas de la Historia Social, Económica y la Microhistoria, que nos dan un buen mapa acerca de la vida de unos hombres y mujeres cuyas vidas dejaron poco rastro porque eran vistos como simples herramientas parlantes.

Aunque nuestras sociedades hayan preferido hacer como si no lo recordasen, a estas alturas la esclavitud no era una novedad –en Madrid la hubo durante mil años—pero la eclosión de la trata negrera en la Edad Moderna supuso la mayor migración forzada de la historia. Y sí, en Madrid hubo un mercado de esclavos, de hombres y mujeres que llegaban con marcas corporales para que sus dueños supieran si se habían satisfecho los tributos aduaneros pertinentes o si habían precisado de castigo físico por su poca docilidad; gentes que acabarían empleadas en el servicio doméstico de la nobleza cortesana, el alto clero, algún profesional liberal o, con la mayor de las probabilidades, se convertirían en esclavos del rey. Pocos de ellos conseguirían ser manumitidos (en Madrid hubo una pequeña comunidad de libertos, algunos con tiendas multiculturales en el centro de la ciudad) y la mayoría morirían y serían enterrados en la más absoluta de las pobrezas.

Felipe V suscribió contratos monopolísticos con sociedades privilegiadas y se introdujo directamente en el negocio como socio, reservándose un 25% de los beneficios anuales de las Compañías esclavistas. Carlos III, por su parte, obtuvo de Portugal las islas de Annobón y Fernando Poo, factorías frente a Guinea que servían al própósito del comercio de seres humanos. Este rey, el mejor alcalde de Madrid, sería el mayor poseedor de esclavos de España, con unos 20.000 en territorio americano y otros 1.500 en la Península.

De este tiempo, y para publicitar en la capital la empresa esclavista, es la Casa de los Negros, situada en el Palacio Real, donde cuatro esclavos servían de vehículo del paternalismo ilustrado. Adoptaron el nombre y el apellido del rey, como era costumbre, para dejar clara su pertenencia: Joseph Carlos de Borbón, pintor de cámara con cuadros en el Museo del Prado; Antonio Carlos de Borbón, arquitecto de obras reales; Genaro Carlos de Borbón, que se ocupaba de los caballos reales, y Francisco Carlos de Borbón, que terminaría sus días recluido. A pesar de vivir mejor que el resto de los esclavos reales, muchos de los cuales trabajaban en obras públicas, los cuatro acabaron sus vidas sumergidos en la miseria.

Hoy aún podemos pasear por la pequeña calle de las Negras, que probablemente se llama así porque residían esclavas. Al lado está el Palacio de Liria, residencia de los Alba, que nos hace recordar las pinturas de Goya en las que aparece Cayetana, su musa, con la niña cubana María de la Luz, hija de esclavos. El rastro de nuestra relación con la esclavitud en el espacio público es nebuloso. En nuestro sistema educativo inexistente y hasta en la historiografía es exiguo. Ahora que resuena en todo el planeta el run run del debate, historias como las de Narciso Convento y libros como el que hoy reseñamos se hacen importantes