En las ocho manos de cuatro personas, tres hombres y una mujer, descansa la historia de un oficio centenario muy ligado a la política de Madrid. No solo porque su actividad se base en servir de apoyo protocolario a representantes de la soberanía popular, sino porque son los distintos Ejecutivos municipales los que han marcado el auge y declive de una profesión tan única como la de macero.
Son los encargados de encabezar las comitivas municipales en manifestaciones oficiales de la ciudad especialmente ceremoniosas: procesiones, funerales, recibimientos de jefes de Estado.... Visten con un tabardo estampado con los símbolos de la ciudad, uniforme de antiguo origen y una maza en su mano que les da nombre. Ahora es ornamental, pero en un principio actuaban como un arma con la que defender a los representantes públicos (intendentes, regidores o corregidores, porque preceden incluso al término “alcalde”) cuando eran increpados por maleantes, o simplemente por algún vecino indignado del pueblo llano. La maza tiene de hecho su origen en los garrotes de combate medievales.
No en vano, la presencia del macero en determinadas solemnidades simboliza el poder de la autoridad. Ligados en un primer momento a la corte monárquica, con los años se extendieron a otras Instituciones, como el Congreso de los Diputados y muchos ayuntamientos españoles. Este personal ceremonial, que en el pasado llegó a aglutinar en torno a 400 empleados, depende actualmente en Madrid de la Coordinación General de la Alcaldía. Son, de hecho, funcionarios.
Su ligazón con la ciudad es centenaria. Cuando la corte de Felipe II se estableció en Madrid en 1561, los actos del Ayuntamiento adquirieron más importancia y el protocolo tuvo que evolucionar (esto es, ganar pompa) a la par que lo hacía la nueva capital. En su libro Historia de la Asociación del Santo Ángel de la Guarda de los Maceros de la Villa, el historiador especializado en costumbres madrileñas Mariano Hormigos fija en 1605 la fecha en la que esta figura se instaura en el consistorio.
El protagonismo de los maceros en los actos protocolarios se mantuvo durante siglos. Apostó por ellos, incluso, un edil tan vanguardista como Enrique Tierno Galván. El viejo profesor colocó en 1982 una lápida de granito en la fachada en el número 70 de la calle Mayor, en recuerdo de que “en este lugar se alzaba la iglesia de San Salvador, donde se reunió desde el año 1405 y durante más de un siglo, en sesión pública, el Concejo de la Villa”. La luego conocida como Casa de la Villa era el lugar donde residía la soberanía municipal antes de su traslado al Palacio de Cibeles en 2007 y fue el espacio donde los maceros vivieron sus décadas de esplendor.
La preponderancia de este oficio tan tradicional empezó a retroceder en 2003 con la llegada de Alberto Ruiz-Gallardón a la alcaldía. Ya en su propia investidura, el exregidor decidió prescindir de ellos. Gallardón intentaba trasladar así esa imagen de modernidad-conservadora o conservadurismo-moderno que tanto tiempo persiguió. Tampoco se puso el collar de oro con la medalla de la ciudad, ni portó el bastón de mando.
Manuela Carmena no contó igualmente con estas autoridades en su toma de posesión, pero José Luis Martínez-Almeida los recuperó. Lo que ya nunca regresó es la presencia de los maceros en los plenos municipales ordinarios, por lo que su presencia ha quedado reservada a sesiones de investidura y otros actos especialmente ceremoniosos.
Una irreparable pérdida reciente
Otro duro golpe para este mermado sector fue la muerte, en enero, de Rafael Aguado. El responsable de ceremonial del Ayuntamiento de Madrid falleció repentinamente a los 69 años. Su cargo, una especie de guardían de las insignias de la Villa, le obligaba a residir en el número 5 de la Plaza de la Villa, junto a la calle Mayor, para recoger y entregar las llaves de la ciudad o las medallas de Madrid.
Aguado contribuyó a preservar, recuperar y clasificar uniformes de macero, ornamentos y estandartes o tapices. Además, como recogió Madridiario en un cuidado obituario, durante sus últimos años luchó por la creación de un Museo de Protocolo y Ceremonial dedicado a la preservación y difusión de estas labores. El objetivo no sería otro que mostrar la evolución histórica de la vida más protocolaria de la Corte, que no ha dejado de transformarse pese a su apego a la tradición.