Marcial Lafuente Estefanía: de Ángel Rojo en Tetuán a autor de 2.600 novelas del oeste
“Buscando el olvido /se dio a la bebida / el mus, las quinielas / y en horas perdidas / se leyó enterito / a don Marcial Lafuente / por no ir tras su paso / como un penitente”. Esta estrofa del Romance de Curro el Palmo de Joan Manuel Serrat da idea del alcance y el carácter popular de la obra de Marcial Lafuente Estefanía. Eso sí, mucho tuvo que leer el protagonista de la canción para olvidar porque bajo su nombre salieron unas dos mil seiscientas novelitas, algunas de ellas aportadas a la firma por sus hijos.
Marcial Antonio Lafuente Estefanía (Toledo, 1903 – Madrid, 1984) es a las novelillas de vaqueros de quiosco lo que Corín Tellado a las historias románticas. El best seller indiscutible durante décadas. La que hoy contamos, sin embargo, es la historia menos conocida de sus años de militancia política durante la guerra y de represión al término de esta. Que no están, como veremos, desconectados de sus inicios en el mundo de las letras populares.
Su padre fue el periodista, abogado y escritor conservador –miembro de la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias y Artes– Federico Lafuente López-Elías. El joven Antonio estudió ingeniería y viajó por Estados Unidos entre 1928 y 1931, lo que le valdrá luego para ambientar sus célebres libritos. Durante la guerra, se afilió al sindicato CNT y fue tercer teniente de alcalde y concejal en Chamartín de la Rosa (entre diciembre de 1936 y marzo de 1938). El historiador y político del Partido popular Pedro Corral rescató la historia del escritor como miembro de la corporación de Chamartín de la Rosa –situada en lo que hoy es la Junta Municipal de Tetuán– y le bautizó como El Ángel Rojo de Chamartín de la Rosa, por su actitud de defensa de presos de ideología contraria. El nombre es, claro, una referencia a Melchor Rodríguez, otro cenetista conocido por su defensa de la vida de detenidos del bando franquista en Madrid.
Según desgrana Corral, Lafuente intervino para evitar la ejecución del vecino de Chamartín César Donoso Guilhou en febrero de 1937 y en la protección de distintas personas durante su posterior etapa como militar. Su investigación sirvió para que el Partido Popular pidiera que se pusiera una placa en su recuerdo en la casa en la que vivió en Chamartín, propuesta que fue aprobada con el voto de todos los grupos municipales en un pleno de dicho distrito en febrero de 2019.
El historiador Carlos Hernández Quero, que ha hecho su tesis doctoral sobre Tetuán, nos ha hecho llegar sus notas sobre el un expediente de inmoralidad administrativa del Archivo de la Villa que refleja un caso –que también recoge Corral en sus investigaciones–, que involucraba al concejal socialista García Díez, y que acabó en el asesinato del portero de finca José Arias, en el que aparece el nombre acusador del concejal de Chamartín de la Rosa Antonio Lafuente.
Presuntamente, García Díez había exigido al propietario de un edificio de la calle Serrano dinero a través del portero de la finca a cambio de hacer que una denuncia de los vecinos por el mal estado del edificio no fuera más allá. Cuando estalló la guerra, este portero, que también era vigilante de consumos, perdió su trabajo en el Ayuntamiento y acudió a ver al concejal socialista para pedir su ayuda. Al día siguiente, el portero fue detenido y llevado a la Dirección General de Seguridad, donde no se volvió a saber de él. El Ayuntamiento sobreseyó el caso, desoyendo las demandas de la viuda. Lafuente, sin embargo, no dejó correr el asunto y acusó en el pleno al concejal socialista del asesinato. Curiosamente, el único testimonio negativo que tuvo en la posguerra Lafuente Estefanía en su proceso fue el de la viuda de Arias, quien dijo que el futuro escritor esquivó su petición de ayuda diciendo “su marido es un fascista”. Pero este punto no concuerda con otros testimonios sobre el caso recogidos por Corral.
Después de la experiencia en el Ayuntamiento de Chamartín de la Rosa, Lafuente Estefanía se alistó voluntario en el Ejército Popular, donde fue general de Artillería en el frente de Toledo. Tras la guerra, se le pidió treinta años de prisión o pena de muerte por Adhesión a la Rebelión, condena luego rebajada en sucesivas ocasiones hasta quedar en dos años de prisión. En su expediente de la posguerra figura que era una “persona peligrosa y de acción”, que había participado en incautaciones e intervenido “más o menos directamente” en asesinatos (él lo negó), según recoge Corral.
En una larga entrevista ofrecida al suplemento de ABC Blanco y Negro en 1978 narraba sus comienzos carcelarios en el mundo de la escritura. “Nací al western en el año 1939, porque me ofrecieron un hospedaje gratuito en el hotel Ocaña, de cinco estrellas”. En el cubículo de treinta centímetros de ancho donde dormía escribió en papel higiénico varias novelitas del oeste y alguna romántica. Cuando salió de la cárcel las mandó sin muchas esperanzas a una editorial madrileña que le encargó que escribiera más novelas de vaqueros. Por su primera novela publicada le pagaron ochocientas pesetas, un dineral para la época. A partir de ahí, ya no paró.
De su paso por la cárcel, del que hablaba con humor, contaba, sin embargo: “yo he pasado mucho miedo, el miedo que puede pasar un hombre al que a las siete de la tarde le dicen que lo fusilan a las once de la noche”. Aquello sucedió y, recordaba el escritor, “en aquellos momentos llamé a una hermana, rectora de un célebre colegio, que me preguntó si llevaba el escapulario de la Virgen del Carmen, recomendándome que ya que había luchado como un mal español muriera como un buen cristiano”.
Lafuente Estefanía, que se declaraba liberal y partidario de vivir sin revanchas ni rencores, comentaba con sorna que en España “donde hemos estado sin práctica política cuarenta años, se hace ahora una democracia…por los antidemócratas del tiempo pasado”.
Las novelas populares, como los tebeos, fueron un refugio para muchos represaliados de izquierdas con buena pluma, que en no pocas ocasiones escondieron su nombre manchado por los tribunales con imaginativos pseudónimos. Es el caso de Eduardo de Guzmán (Edward Goodman, ente otros pseudónimos), José Escobar, el autor de Zipi y Zape, que empezó firmando como Rebec, o Francisco González Ledesma (Silver Kane), ya durante el Franquismo, entre muchos otros que se ganaron la vida en editoriales como Bruguera. Lafuente Estefanía fue Tony Spring o Arizona antes de imprimir sus apellidos en las portadas de aquellas ediciones en octavo. Hoy, su nombre sigue siendo recordado por muchas generaciones de españoles que viajaban al norte del Río Bravo a través de las pantallas de los cines de barrio y las páginas de aquellas historias de quiosco que empezaron en un rollo de papel higiénico de la cárcel de Porlier.
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