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Piedras que curan la desmemoria: ocho deportados madrileños en campos de concentración nazis son recordados por el proyecto Stolpersteine

Pilar Astorga, sobrina de Andrés Astorga Sánchez, republicano deportado al campo de Neuengame en 1944, donde fue asesinado en 1945, sostiene entre sus manos el 'Stolpersteine' (Piedras de la memoria) dedicado a él.

Luis de la Cruz

28 de mayo de 2021 22:06 h

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El ritual es muy importante en los actos colectivos de reconocimiento y, por supuesto, también lo es en la colocación de los Stolpersteine, placas que recuerdan a los deportados en campos de concentración nazis frente a la última casa donde vivieron.

Y es tremendamente emocionante. Normalmente, un familiar de un deportado que ya tiene la placa hace la entrega al familiar cuya memoria se honra. Esta entrega del testigo supone la reproducción del proyecto y una especie de compromiso en participar de próximas instalaciones. Todos hemos asistido a un entierro y sabemos que el acto, mecánico, profesionalizado, de introducir el cuerpo bajo tierra y taparlo con paladas de tierra duele. En cambio, este otro ritual, en el que también participan operarios y hay paletines de cemento de por medio, cura. Como en todos los rituales públicos, hay una comunidad que mira de frente y se siente interpelada. Podríamos incluir en esta liturgia laica las interferencias de nuestro gremio, el de los periodistas, que necesitamos congelar la imagen de la entrega del Stolpersteine o pedir que se repitan algunos momentos para poder contároslo.

El viernes 28 de junio se instalaron en el distrito de Tetuán ocho placas a las puertas de las que fueron las casas de vecinos deportados a campos de concentración nazis y pronto llegarán más a otros distritos.

El primer hito de la mañana fue en el número 25 de la calle de Don Quijote (barrio de Cuatro Caminos). Desde un poco antes de las 9.30, Jesús Rodríguez e Isabel Martínez, grandes impulsores del proyecto Stolpersteine en España, trataban de atender a todos los asistentes. Están visiblemente contentos y, a la vez, preocupados porque todo saliera a la perfección. Comenzaron con todo esto en 2019 y, luego, según cuenta Jesús, han sido las mismas familias de deportados con placa las que los han animado a seguir con los siguientes reconocimientos. Los Stolpersteine también se financian popularmente y nunca, claro, por las familias de las víctimas recordadas.

A nivel internacional, el proyecto también empezó poco a poco e impulsado por la gente. A principios de los noventa, el artista alemán Gunter Demnig comenzó a instalar los adoquines en memoria de los zíngaros deportados, al principio sin nombres propios. Los encargos empezaron a llegar desde barrios politizados de Berlín, como Kreuzberg, donde se instalaban sin permiso municipal –de hecho, el ayuntamiento pretendió retirarlas y los operarios se negaron– hasta que la ola se hizo más grande y entraron en la ecuación Ayuntamientos y otras instituciones. En el caso de las colocadas en Tetuán, la Junta de Distrito atendió la petición de los impulsores del proyecto en España, se aprobó en el pleno por unanimidad…pero ningún representante de la Junta se ha pasado por el acto.

A falta de un familiar, quien entrega a los operarios el primer Stolpersteine en la calle de Don Quijote es una persona importante en el movimiento de recuperación por la memoria por los españoles deportados. Benito Bermejo, que detalla la peripecia vital de Saturnino Navazo ante quienes hemos asistido al homenaje, es autor junto a Sandra Checa de Libro memorial. Españoles deportados a los campos nazis (1940-1945) (Ministerio de Cultura, 2006), que sigue siendo el mejor inventario de españoles en campos de concentración nazis, a través del que muchos de los descendientes encontraron la hebra para desenredar el ovillo de la memoria familiar.

La de Saturnino Navazo es, seguramente, la historia más conocida entre la nómina de homenajeados hoy. Futbolista del Deportivo Nacional antes de la guerra, fue protagonista de dos historias increíbles: la organización de una liga de fútbol entre los internos del campo de Mauthausen y la adopción de un huérfano judío, Sigfrid, que se hizo pasar por su hijo para salir de allí y ha muerto hace solo unos meses. Después de la impactante historia de Navazo, uno piensa que el resto de biografías solo podían ser más sencillas, sin embargo quedaba por delante una mañana de revelaciones familiares que podrían considerarse novelescas si no estuvieran tan dolorosamente enraizadas en uno de los momentos más descarnados de la historia del siglo XX.

La documentación sitúa la casa de los Navazo era el 29 de la calle de Don Quijote, me cuenta Isabel mientras me enseña una fotocopia del padrón municipal, pero han averiguado que corresponde con el actual 25. Valga como ejemplo del trabajo de documentación que llevan a cabo Jesús, Isabel, y el resto de voluntarios implicados en el proyecto Stolpersteine.

El acto tiene un componente ceremonial y otro de cotidianidad. En los corrillos, las esperas y los traslados las personas implicadas en distintas instancias del movimiento memorialista –a mucho les delatan los complementos tricolores– se saludan efusivamente. Durante la primera parada hablo con los operarios, que lucen en el mono los emblemas del Ayuntamiento de Madrid y la empresa concesionaria del mantenimiento del pavimento. “Ya somos veteranos, normalmente nos ocupamos de sustituir bordillos de las aceras deteriorados, pero ya estuvimos haciendo esto en otra ocasión” Luego, serán mencionados con agradecimiento por Jesús en varias ocasiones a lo largo del recorrido. Es tentador jugar con la metáfora de que esta mañana fueron los cirujanos que trasplantaron la memoria en las calles pero la mayoría de los homenajeados eran, como ellos, obreros. Sus monos, hoy más fosforitos que azules, resultan ser una imagen más ajustada al espíritu del día.

Segunda parada: número 29 de la calle de Topete, en el barrio de Bellas Vistas. De camino hablo con Natividad Camacho (nada que ver con Marcelino, aunque una de sus hijas también andaba por allí). Ella fue presa política en la cárcel de Carabanchel y milita en el movimiento por la instauración de un memorial en sus terrenos. Intercambiamos el contacto para escribir un artículo mientras constato que el movimiento por la memoria es un mismo hilo en el que se concatenan nudos.

En Topete recordaremos a Luis García Manzano, Luisín, superviviente a Mathausen. Como a última hora no ha podido venir la hija de Manzano desde Francia –cosas de la vacunación por el Covid– entrega la piedra Enrique Urraca, hijo del deportado Juan de Diego.

García Manzano también tiene detrás una de esas historias para guion hollywoodiense: de organización de la resistencia dentro del campo de concentración y de creación de una orquesta en el centro del horror. Ya liberado, permanecería en Francia trabajando como leñador o pintor, conocería a Margarita, y daría charlas en institutos de Perpiñán sobre la historia de los deportados. Murió en 1999 por una enfermedad pulmonar, secuela del campo de concentración.

La historia del familiar de Enrique Urraca, quien entregara la placa, también merece consignarse. Luis de Diego aprendió alemán trabajando en la tristemente famosa cantera de Mathausen, lo que le sirvió para ayudar a muchos compañeros dentro del campo. “Si escuchaba decir a los oficiales que al día siguiente no querían a mucha gente en la enfermería sabía que iban a matar a unos cuantos, así que avisaba a todo el mundo que ese día tocaba trabajar duro y no pasar por la enfermería”, me cuenta Enrique. Él espera que algún día su tío pueda tener placa en Barcelona. “El ayuntamiento allí no lo pone fácil, dicen que tienen una política de memoria distinta y, aunque en Cataluña hay muchas Stolpersteine, en Barcelona solo está el de Companys”.

Siguiente parada: calle de Juan Pantoja 24, también en el barrio de Bellas Vistas, donde se instalaría la placa de Andrés Astorga Sánchez, asesinado en el campo de Neuengamme. Cuando llegamos, su sobrina Pilar está ya esperando en la puerta del edificio. Momentos antes, había entrado en el portal para echar un vistazo al bajo en el que que tantas veces había estado de pequeña, aunque, como me dirá después, “está todo cambiado por dentro”.

El caso de Astorga Sánchez es el de muchas familias, que apenas tienen información de sus familiares represaliados. Un buen día, Pilar leyó un reportaje en El País Semanal donde entrevistaban al historiador Benito Bermejo y a su compañera Sandra Checa. Allí aparecía el nombre de su tío. Algunos vecinos escuchaban desde sus balcones, otros, a pie de calle, como Pilar leía una carta manuscrita en bolígrafo y enseñaba la foto de su tío Andrés, la misma que su padre había llevado toda su vida en la cartera.

El ambiente de Bellas Vistas, con casas de ladrillo desnudo y viales estrechos, hace fácil imaginar aquel barrio trabajador donde vivía la familia de Pilar. “Eran persianistas y albañiles”, me cuenta. Su padre, como tantos otros, nunca hablaba de su hermano ni de política, aunque sí sabe que eran republicanos. “El párroco venía a hablar con mi madre cuando ya eran mayores, sería una obligación que tenía porque nunca fuimos religiosos en casa, y mi padre le decía, ”yo no tengo nada que hablar con usted padre, que soy republicano y ateo“. Pero hablaba poco del tema porque, me dice Pilar, ”después del dolor vino la pena“.

El siguiente hito está a un cuarto de hora de camino, en la calle de José Calvo (barrio de Berruguete) y el grupo avanza mientras charla. La memoria y el activismo actual de Tetuán también se entrecruzan: hablo con Pilar Rodríguez, maestra jubilada y participante en Feminismos Tetuán, que ha investigado sobre la pareja de maestros republicanos Sofía Polo y Arturo Sanmartín, que tuvieron una escuela en el barrio y fueron asesinados en 1936. Otro nudo en el hilo de la memoria que sin duda encontrará acomodo en estas páginas próximamente.

En el número 7 de la calle José Calvo vivió José Perlado Caamaño, que sobrevivió a Mathausen, como nos contó su hija Maggie, que ha venido de Francia para la colocación del Stolpersteine. Maggie Perlado está preparando un documental sobre su padre, por lo que una cámara le acompañaba durante todo el recorrido. Le entregó la piedra un familiar de Gregorio Rebollo, que ya tenía su propia placa en la cercana calle Nenúfar. Por allí andaba también, por cierto, el también familiar Julián Rebollo, uno de los impulsores de las manifestaciones que cada jueves, puntualmente, ocupan la Puerta del Sol contra la impunidad de los crímenes del franquismo.

Pero volvemos a José Perlado, otro ejemplo de trabajador de un barrio de la periferia que acabó en Mathausen. Nacido en 1916 en el seno de una familia de alicatadores, dejó la escuela con doce años y mintió sobre su edad para poder entrar a trabajar como aprendiz de ebanista. La profesión, dice Maggie, probablemente le salvó la vida, pues le alejó de la cantera de Mathausen. Fue uno de los capitanes más jóvenes del bando republicano y, ya en Francia, se presentó voluntario para luchar en la Segunda Guerra Mundial, pero tras las capitulaciones de Petain fue entregado a los nazis y terminó en Mathausen, donde se integró en la resistencia del campo, primero comunista y luego internacional. Allí perteneció al grupo que robó y escondió las fotografías hechas por los alemanes en el campo que luego servirían como prueba en los juicios de Núremberg.

Perlado, que siguió militando en el PCE en el exilio, pudo volver de visita a España solo cuando, en 1956, obtuvo la nacionalidad francesa. Maggie entonces tenía solo tres años pero recuerda perfectamente aquel viaje, con la familia esperándolos en aquella misma calle. Su abuelo no estaba pues había sido asesinado tras la guerra: fueron a buscar a José y como no le hallaron lo detuvieron a él.

La siguiente parada, en el número 15 de la calle La Coruña, casi en la esquina con la de Lérida, fue probablemente la que más gente congregó. Entre sesenta y setenta personas escucharon con interés el relato de Victoria Párraga Tello, sobrina nieta de Ángel Melchor Landeta Tutor. Victoria es profesora de castellano en California y estaba allí con otros miembros de la familia como su prima Silvia, hija del jugador del Real Madrid Adolfo Atienza Landeta.

“Aunque era un ferviente republicano y salió a defender la República siempre me contaron que el tío Ángel era el menos político de la familia. Fue el único que pudo escapar al final de la guerra (otros lo intentaron) pero acabó en Mathausen, donde fue asesinado. Ahora considero que bajo esta piedra está la memoria de toda mi familia, reivindicada a través del tío Ángel”. La familia de Victoria es, sin duda, especial: descubrió ya de mayor que su madre, que se vio abocada a vivir con nombre falso después de la guerra, era Tellito, una miliciana cuya imagen se hizo icónica cuando la revista Estampa sacó en octubre del 36 una fotografía suya en portada

Para el fin de fiesta –sí, puede decirse fiesta, pues la mañana fue una celebración emotiva–el grupo ocupó la calle más visible de Tetuán, a la altura del número 193 de Bravo Murillo. El fin de acto también era especial por otras razones: se iban a instalar tres placas, pertenecientes a una misma familia. Increíblemente, cada uno de los miembros fue deportado a un campo de concentración distinto pero, subrayamos increíblemente, los tres sobrevivieron y pudieron reunirse en Toulouse después de la guerra. La terna incluye, además, la primera placa a una madrileña deportada a un campo nazi.

María Gisbert Merino sobrevivió a Sachsenhausen, César Santos Moreno a Mathausen y Gaspar Santos Gisbert (hijo de ambos) a Buchenwald. Acabaron en estos campos, ya en 1944, por pertenecer a la resistencia.

Sagrario, portera de la finca desde hace veinte años, se mostró desconfiada al principio porque el hueco para las placas (se habían hecho el pasado miércoles) ha sido objeto de queja por algunos vecinos. Cuando se enteró de la naturaleza del homenaje su rostro cambió y dijo que pondría gran empeño en cuidar los Stolpersteine. Desde la primera fila del rellano del edificio asistió a la instalación y a las explicaciones de Frederic que, vestido de gala para la ocasión, dedicó unas bonitas palabras con acento francés para su padre. Su madre, María Magdalena, muy mayor, se le acercó también visiblemente emocionada. El recuerdo para Gaspar Santos Gisbert y su familia terminó con las mismas palabras que figuran en el museo de la Resistencia que su padre ayudó a montar en Tardes, la localidad francesa que los acogió: “Ni odio ni olvido”.

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