“El Cantón de Cartagena es un momento clave en la historia de la democracia que durante mucho tiempo fue ignorado”. Jeanne Moisand, profesora de Historia Contemporánea de la Universidad la Sorbona de París, acude a la ciudad portuaria para presentar ‘Federación o Muerte’, libro en el que resalta la importancia oculta de “uno de los acontecimientos”, dice, “más trascendentales del siglo XIX a nivel global”. En este mes de julio, en apenas unos días, el Cantón celebra su 150 aniversario. Previamente a la presentación del libro, en el que, además, desentierra las peripecias de los desconocidos y verdaderos protagonistas de la revuelta, Moisand recibe a elDiario.es de la Región en el puerto de la ciudad, donde con una simple mirada es posible asistir a toda su leyenda, a su infinita memoria. En el puerto de Cartagena hay castillos levantados sobre colinas que, como si fueran puntos cardinales, llaman poderosamente la atención y la guían, primero hacia las embarcaciones militares amarradas en los astilleros, después hacia la nostalgia de otra Cartagena abolida que perdura en los cañones del siglo XIX exhibidos junto a la línea del mar y en las picaduras de proyectiles que horadan la muralla que bordea la ciudad.
Durante los últimos seis meses del año 1873, Cartagena se convirtió en el centro de atención del mundo. Periódicos británicos y franceses acudieron para cubrir lo que en un principio bautizaron como “guerra civil”. En la madrugada del 12 de julio, “cientos de militares, voluntarios, trabajadores, obreros y también mujeres”, asegura Moisand, se levantaron en contra del poder establecido en la primera República con la misión de establecer un gobierno federal en el que predominasen los municipios, los cantones. También lo hicieron en otros muchos puntos ilustres del sur peninsular, como Alicante, Valencia, Málaga o Cádiz. En menos treinta días, todas las tentativas habían sido sofocadas por el ejército republicano. Salvo una. Cartagena logró resistir. La brisa tranquila de la ciudad se transformó, de un instante a otro, en un silbido continuo de obuses que terminaron por devastar las calles, los edificios y las vidas de muchas personas. Todas ellas, protagonistas anónimas que dejaron atrás sus proyectos personales por la causa federalista, subsistían cada día, cada noche, con la intensa certeza de sus convicciones y con el temor añadido de preguntarse, minuto tras minuto, cuánto tiempo faltaba para que un disparo o una bomba cancelara el espejismo de la gran revolución.
República obrera, república en femenino
En el imaginario colectivo, la insurrección cantonal es entendida como un movimiento localista, burgués y romántico; también como un caos o un fracaso estrepitoso, perpetrado por políticos e intelectuales y ejecutado por militares sublevados. Para Jeanne Moisand, estas consideraciones “no son del todo acertadas”. “Se trata de una percepción”, asegura, “que impide ver cuál fue realmente la aspiración de la gente que se movilizó, qué tipo de experiencias vivieron y qué objetivos tenían para luchar de esa forma, tanto tiempo, a lo largo de seis meses”.
Cartagena, en 1873, era ciertamente una ciudad popular, trabajadora y politizada. “Había en diversas calles clubes políticos a los que acudían muchas personas, lugares de encuentro donde se intercambiaban las ideas de democracia y federación, la concepción de que el municipio es el lugar donde primero debía implantarse la libertad”, cuenta la historiadora. Durante los años previos al suceso, los actores que luego contribuyeron al levantamiento se habían ido radicalizando. Habían propagado sus ideales, difundiéndolos en reuniones extraoficiales, ganando adeptos casi a escondidas. Habían establecido alianzas y amistades entre ellos. También entre algunos militares. En aquel momento, el Estado y la guerra de independencia de Cuba los obligaba partir hacia la isla, a bordo de los buques de la armada, para acabar encontrando, casi a buen seguro, el horror y la muerte. Muchos de ellos, hartos de la situación y en contra de su destino, vieron con buenos ojos la sublevación que se estaba poniendo en marcha en la ciudad portuaria. “El Cantón fue, también, una huelga militar de enormes proporciones”, subraya Moisand.
“Y las mujeres fueron imprescindibles, a pesar de todo”, matiza. “Cartagena era un lugar en el que casi la totalidad del trabajo era desempeñado por hombres. Sin embargo, disponía de una gran actividad de servicios de los que se ocupaban las mujeres”. Estallado el conflicto, con la mayor parte de la población huyendo lo más lejos posible, ellas se quedaron en la ciudad para seguir contribuyendo a la causa. “Las podemos ver en diversas actividades revolucionarias. Fabricaban, por ejemplo, sacos de pólvora en el parque de artillería. Preparaban la sopa colectiva para los combatientes. Al final del asedio, murieron más mujeres que hombres en la defensa de Cartagena. Su papel es vital en los servicios públicos del Cantón”, afirma.
Una democracia, más allá de las elecciones
Las conexiones de la revolución en Cartagena, para Jeanne Moisand, son inacabables. Así lo refleja en su libro, en el que, al margen de la puesta en valor de los héroes y heroínas olvidadas, también sitúa al Cantón en el escalafón histórico que se merece. No se trató de acontecimiento meramente local. “A través de este episodio”, dice, mirando el horizonte del Mediterráneo, como queriendo abarcar la anchura del planeta, “se puede comprender un ciclo de revoluciones a escala mundial”. La primavera de los pueblos en la Europa de 1848, la rebelión india de 1857, el abolicionismo de la esclavitud, la Primera Internacional Obrera, la Guerra de Secesión norteamericana (1861-65), la Primera Internacional Obrera (1864-1876), la Revolución de Setiembre en España (1868), la Guerra de los Diez años en Cuba (1868-78), las Ccomunas de París (1871), la Guerra de Secesión norteamericana, las pulsiones independentistas coloniales, y finalmente, los levantamientos cantonalistas: todos son hechos de enorme relevancia que tuvieron lugar en un muy breve espacio temporal, y todos tienen en común un espíritu renovador, una sólida disposición en favor de la justicia social y en contra de los abusos de poder.
“Muchos de los cantonalistas no sabían ni leer, pues pertenecían a clases populares y trabajadoras, y, a pesar de ello, consiguieron vincular su movilización con todo lo que estaba sucediendo más allá de las fronteras de la península”, explica la historiadora. Su amplitud, además, se puede identificar en una idea democrática nunca vista hasta aquellos días. “Ahora tendemos a identificar la democracia con las elecciones, pero en realidad va mucho más allá”. Los revolucionarios poseían una visión muy exigente de la democracia, la cual no se expresaba tanto por el voto, aunque se celebrasen elecciones, sino que se evidenciaba, aclara Moisand, “en asambleas, juntas y cuerpos de voluntarios”. “Se trataba”, continúa, “de una democracia con la idea de un ciudadano muy involucrado en el día a día de la política, en la toma de decisiones. No bastaba sólo el principio electivo para medir la eficacia del sistema, y eso tuvo mucha importancia”.
Del cantonalismo a la Transición: la falsa idea del fracaso del siglo XIX en España
La memoria del Cantón costó construirse. Tardó mucho. Los supervivientes al cruel asedio de Cartagena no tuvieron más opción que exiliarse a lugares sin demasiados recursos, como la comuna argelina de Orán. Desde allí, a los pocos que sabían leer y escribir les fue casi imposible contar y publicar lo que había sucedido. En el exilio el pasado es tan remoto, tan irreal en la distancia, como aquella ciudad a oscuras, nocturna, acorralada por la metralla, los misiles y la barbarie. “Tras la rendición de la revuelta”, prosigue Moisand, “se instauró en España un relato anti-cantonalista muy potente, el cual, sin duda, podría haber sido rebatido en momentos más democráticos, como la Segunda República. Pero todo fue interrumpido por el franquismo”.
Jeanne Moisand afirma, convencida, que, a raíz de la dictadura, existe en España un vacío sobre la historia democrática del siglo XIX. Marcado por la caída del imperio y por el supuesto y cuestionable atraso ideológico, tecnológico y económico, el XIX es una mancha, una etapa negra en la memoria del país. “Esa visión”, incide Moisand, “impide entender lo que sucedió de verdad”. “Si miro a nivel europeo, me parece que España tiene un nivel de intensidad en su historia revolucionaria decimonónica que alcanzan muy pocos países”. “En Francia”, aclara, “cuando lees sobre historia, aprendes a partir de las revoluciones. En España se nombra todo de otra manera: trienio liberal, bienio progresista, todos esos nombres no hacen justicia a lo que pasó. Una revolución es una apertura de los tiempos, un salto hacia el futuro, y en España, en el XIX, hubo muchas. Hay una impresión de fracaso hasta por fin llegar a la Transición, y eso no fue exactamente así. Cuando hablamos de memoria histórica, de memoria democrática, siempre pensamos en la Guerra Civil y en el franquismo, pero realmente va mucho más allá”.
Asomada a un muro de piedra levantado sobre el mar, contemplando detenidamente un barco turístico que se pierde entre las montañas que bordean la costa, Moisand lo simplifica todo en una sola frase. “La historia de las ideas cogió mucho peso, y la historia social se abandonó. Más que en otros países. Las ideas son importantes, pero las prácticas sociales, el trabajo, lo son más”, certifica. Decenas de obreros, trabajadores, voluntarios y mujeres se dejaron la piel y la vida en Cartagena por la defensa de lo que creían que era justo. “Hubo mucha gente, aquí y en todo el país, que luchó, que intentó imaginar otros modelos, otras vidas”, concluye.