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Crónica de la muerte anunciada de seis toros y el debut del primer vicepresidente en la Región de Murcia de Vox

Plaza de toros de Murcia antes del cuarto toro

Aldo Conway

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Un grupo de cuatro hombres ataviados con polos de color pastel y sombreros de paja caminan hacia la plaza de toros de Murcia el pasado lunes, el penúltimo día de feria, que finaliza este martes cuando la Virgen de la Fuensanta -'la Morenica'- vuelve a su santuario después de cobijarse durante estos días en la catedral. Uno de ellos dice al resto: “Mi mujer me ha metido cincuenta euros en el bolsillo y me ha dicho: nene, no te quiero ver en toda la tarde”. “Así da gusto, copón” se ríe uno de sus compañeros. Las calles aledañas a la plaza, repletas de espectadores que hacen cola, son el escenario de un despliegue policial importante: locales y nacionales en sus tres poses predeterminadas -brazos en jarra, cruzados al pecho o manos sujetando su chaleco- y un vaivén importante de coches y motos que obstruyen la avenida principal.

Hay varios accesos: algunos para las gradas de sombra, un par de accesos de sol y sombra y, alejados de la imponente fachada, en una esquina del cercado, el acceso para las entradas más baratas, las del tendido al sol. Esas, las más económicas que pueden comprarse, parten de los 28 a los 35 euros, y donde a partir del tercer o cuarto toro el sol deja de abrasarte las retinas. Si uno quiere evitar el astro rey y disfrutar de una tarde de lidia a la sombra, el precio parte de los cuarenta y, en función de lo cerca que quiera uno sentarse de la jet set de la tauromaquia local, el desembolso supera los cien euros.

El público es mucho más heterogéneo de lo que pueda imaginarse. Hay muchas personas jóvenes, ellos con las camisas abiertas hasta el ombligo y ellas salidas de un bautizo; también algunos abuelos franceses con pasteles de carne y una neverita con bebida. Prevalecen los señores de sesenta para arriba, mitad en polo y mitad en camisa; algunos fuman puros, casi todos beben cerveza o agua fría -la grada del sol es un infierno- y compadrean alabando los toreros del plantel del día: Sebastián Castella -que sustituye a un tal Morante-, Manzanares y Talavante.

Los apellidos de los toreros son como los de los árbitros de fútbol: pintorescos, pegadizos e indicativos de su profesión.

Al lado de este cronista, colorado y sudoroso, se encuentra un señor mayor,  colorado y sudoroso también, llamado Juanjo, con una lata de Estrella Levante sin alcohol, un polo naranja y una enorme hospitalidad. “A ver cómo están hoy los toros”, dice, “ayer estuvo la cosa muy bien”. Mientras el público termina de sentarse -la plaza estará a un 80 por ciento de su capacidad, y se espera que el martes 12 haya un lleno total-, desfilan en círculos los picadores, que son unos señores de bonitos trajes dorados y blancos sobre un caballo con armaduras y ojos vendados, y con ellos varios grupitos de banderilleros y novilleros, que acompañan a los diestros en la tarea de derrotar al toro.

Los asistentes enloquecen en un momento dado. Juanjo señala tras la barrera: es el tenista murciano Carlos Alcaraz, que ha venido con el exfubolista José Antonio Camacho y el torero del municipio murciano de Cehegín Pepín Liria. “Mira, mira, si le gritan más que a los toreros. Madre mía”.

También está por allí, aunque no sorprenda tanto, el presidente de Vox en la Región, José Ángel Antelo, que ha elegido de nuevo la plaza de toros de Murcia para estrenarse como vicepresidente autonómico. Estaba acompañado de portavoz en la Asamblea Regional y negociador del acuerdo de gobierno con el PP, Rubén Alpañez; el diputado Pascual Salvador y concejales del partido de ultraderecha del Ayuntamiento capitalino. En X (antiguo Twitter) se han vanagloriado de asistir a los toros de la feria de la capital murciana, tradición que el anterior gobierno de PSOE y Ciudadanos, surgido tras la moción de censura, no suprimió.

Poco antes de empezar, los toreros posan con sus trajes de mallas rosas y mocasines impecables, inflando el pecho y elevando sus traseros hacia arriba; en un primer momento, recuerdan a un flamenco. Lo mejor de estos eventos es, sin duda alguna, la música. El pasodoble, que suena en intervalos cortos, es festivo, pegadizo y, hay que decirlo, mola un montón. Según cuenta este señor, la banda toca su música cuando el torero ha hecho un pase “digno de merecerlo”. Una fanfarria al valor.

En cuanto al toreo: es exactamente lo que uno se imagina. El primer toro ha tardado en salir. Dice el señor del polo naranja que “hay que dejarlo salir solo” porque “así sale con más ganas”, y que desde que entran a la plaza, señala, hasta que salen al ruedo, los animales permanecen a oscuras. Una vez sale y pisa el albero, el toro se lanza como un misil contra el primer novillero, que tiene que esconderse tras la barrera. Luego va hacia el segundo novillero, que hace lo propio, y, por lo general, se lanza contra un tercero mientras el diestro se coloca en el centro del ruedo. Cuando los novilleros están a salvo tras el murete de madera, el torero llama al animal y este se lanza contra el capote, y ahí se le dan unos cuantos pases. El pase es, literalmente, el pase del toro hacia el trapo rosa y el cómo el diestro se zafa de él.

Tras esto, suena la banda y aparece el caballo del picador con un aire súper solemne, como un revulsivo para el encuentro que lo revoluciona todo. El picador se posiciona a la vez que el torero distrae al animal, y cuando se acerca lo suficiente, le clava una pica en la espalda, entre las dos paletillas, y el toro suele reaccionar embistiendo contra el caballo, que va acorazado y no ve nada. El señor cuenta que tapan los ojos a los caballos para que no entren en pánico al ver al toro. Cuando el astado embiste al caballo y el picador forcejea con su pica sobre el cuello del animal, el público abuchea ¿al toro?, ¿al picador? Ahí Juanjo no puede aclarar las dudas: él también abuchea.

Los novilleros vuelven a aparecer para que el picador salga de la plaza. La gente suele gritarle “Mu’ bien picao’, cojones” y al mismo tiempo gritan “Música, maestro” o “¡Banda: música, gandules!”. “Aquí la gente pide música muy a la ligera. Esto no es Sevilla, ni Las Ventas. Se conforman con muy poco”, explica Juanjo, y los banderilleros aparecen para clavar dos banderillas -valga la redundancia- sobre el espinazo del toro. Cuando los seis pinchos están clavados y cuelgan del animal como si se hubiese puesto unas trenzas en un paseo marítimo, llega el turno, por fin, al torero.

Al principio es complicado de entender, pero la gente grita “olé” cuanto más cerca queda el toro del diestro, que se mueve a veces haciendo un moonwalk para esquivar las embestidas del astado, o coloca su capote tras de sí para hacer un elegante quiebro desde su espalda. A veces, dan la espalda al toro, se quitan la montera, que es ese gorrito negro tan divertido que llevan, y hacen reverencias al público, o al mismo toro, y la gente responde con alabanzas, gritos y más olés. Cuando esto ocurre, el toro queda mirando al torero, no suele darle por atacar por sorpresa. Siempre al trapo. 

Cuando el astado demuestra una bravura superior a la habitual, puede ser indultado. Podría parecer un gesto de generosidad con el animal y una forma de equiparar a ambos contrincantes, pero la realidad es que, como esa bravura es tan buscada en el toro de lidia, se le retira como semental para mantener la genética lo más fuerte posible. Eugenesia, que no compasión. Al cuarto, o quinto toro, algunos asistentes gritan un “¡indúltalo!” o “¡no lo mates!”, porque ha dado un muy buen nivel. Juanjo, en cambio, opina que “no puedes indultar a ese toro. A ver, que lo ha hecho mejor que la media, pero no es ninguna proeza esa”. A los muertos se los llevan arrastrados por caballos por toda la plaza. Los toros que lo hacen “mal” abandonan inertes la plaza entre una pitada descomunal.

La lidia dura, según Juanjo, unos diez minutos. “A veces hasta doce, pero suelen ser diez siempre. Cuando ya llega la hora lo suelen avisar, aunque suele saberse porque el animal está ya derrotado”. Y es durante ese instante de derrota cuando, las diez mil personas de la plaza yacen en un silencio absoluto y atronador, en el que casi se pueden oír los latidos del corazón de ambos. Tras el capote, emerge un estoque con mango rojo, que asoma poco a poco. Despacio. El toro sangra y la arena bajo sus pies está rojiza. Observa al diestro. Su respiración se entrecorta pero no deja de mirar al torero. Él alza el estoque, apuntando hacia él, y levanta su trapo. Lo agita. El toro se lanza y el estoque le atraviesa la piel, los músculos, la pleura y los pulmones y llega al corazón. 

El toro es un animal formidable. A pesar de todo lo narrado en el anterior párrafo, se revuelve y trata de seguir luchando con más violencia. Los novilleros tienen que salir con los capotes a marearlo mientras que su organismo colapsa y cae al suelo. Al morir, la gente se pone de pie y, los que quieran conceder al torero una oreja, o dos, o también el rabo, agitan un pañuelo; la mayoría de ellos agitan un abanico de promoción de una empresa de telefonía que se repartía en la entrada. El presidente concede las partes del animal al torero en función del clamor popular. Se sale por la puerta grande a partir de dos orejas, pero vale igual si es una oreja de cada toro. Suena la banda. Se cierra el telón.

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