Vuelvo a región (como diría Benet) para reseñar el denominador común de 2 libros extraordinarios que se han publicado en Murcia: 'Palos', de Andrés Carrillo (el juez heavy) y 'Perro fantasma' de José Daniel Espejo. Son muy distintos: Joseda adelgaza el discurso, le quita hasta los puntos, las mayúsculas, lo subdivide en fragmentos, lo desviste y lo des-versa. No hay casi nada en su poemario salvo la errancia, el caminar y el sumergirse en el barrio, en la culpa, en el futuro incierto. Andrés lo hipertrofia al máximo el discurso, le añade todos los adjetivos que las escritoras y escritores llevamos siglos ahorrando, multiplica las descripciones, añade poemas a los poemas, escribe no uno sino varios al hijo, a la playa, a sus gatos, repite una y otra vez su amor desaforado; hay casi todo en su poemario, no faltan flujos, aguas nitrosas, excrementos, maldiciones...
No obstante, ambos comparten el punto de vista: en el caso de 'Perro fantasma' los personajes merodean en torno al cabo –ese accidente geográfico que consiste en una manga de terreno, ya rocoso, ya arenoso, que se mete en el mar–; en el caso de 'Palos', el cabo es casi el protagonista pues todo sucede en sus promontorios. Mantienen, además, otra particularidad: el mar no es el protagonista, está referenciado, los personajes se bañan, conocen sus artes de pesca, sus bares y sus mareas, contemplan sus amaneceres y sus cormoranes, lo recorren, incansables con su búsqueda de armonía, de recuerdos, de tempestades, de calma, de calmantes... pero de lo que hablan es de ese espacio de tránsito, intermedio, que no es ni los pueblos, ni la zona turística ni el océano, ni la playa, ni la orilla ni las barcas: la costa.
La costa es un concepto geográfico que comprende la playa, las delimitaciones marítimas, las fronteras, incluso las marcas militares nacionales, pero no se 'usa' en el lenguaje corriente, nadie dice “me voy a la costa”, se dice “me voy a la playa”. Sin embargo, leyendo estos libros, una no puede dejar de imaginar a los personajes escribiendo o viviendo en ese espacio de tránsito, nunca bien definido, intermedio entre el lenguaje político, viejuno, militar, contemporáneo o steampunk, lleno de referencias ambiguas, sin un espacio determinado en nuestras anécdotas personales. El cojo de los poemas y el poeta barroco viven en los faros, en los rocajes, en las faldas de la sierra rojiza, en los andenes de las carreteras comarcales y en la entrada a los puertos provisionales: en la costa.
Allí, en la costa del Cabo, se toman la última lata de cerveza mirando al mar nublado de septiembre, con la espalda apoyada en el automóvil con el que están a punto de volver a la provincia. Allí, en la costa del Cabo anotan apresuradamente un texto mestizo sugerido por los Moody Blues, o escriben a sus hijos, o comparten el pan con un perro arenoso, con una gatita anciana. Allí, en la costa, pisan las alguillas que picotean los charranes, pasean el saladar de la rambla, reciben llamadas, intentan un último sumergirse en la marea, acompañan a algún pescador al chiringuito antiguo, encargan pizzas, asisten a la salida del phosphoros, el lucero del alba.
Nadan, a veces, se sumergen en eso que es lo suyo, lo que les compone. Lo que es arañazo y melaza, porque lo que más temes, ya está aquí y ahora, sumérgete. Salen a flote con ayuda de pastillas, de novias, de hijos, de su propia vergüenza. Nos invitan a comprender con ellos el faro (sí), negro.