Semejanzas
Ni él ni yo, cumplimos con los patrones socialmente aceptados, para ser considerados guapos. Ni siquiera se puede decir de nosotros que seamos “del montón”. Lo nuestro está en la escala de lo difícil de llevar.
Los dos tenemos una mandíbula hundida y torcida. Yo he necesitado muchas sesiones de terapia para aceptarme. Él ha sabido estar por encima del qué dirán, o eso dice.
Nuestro problema facial, no implica solo una disfunción en la mandíbula. Es también una alteración estética, que repercute en la parte externa de nuestro rostro y nos da este aspecto, digamos, diferente.
El caso, es que tanto él como yo, hemos estado años lidiando con las miradas indecentes e indiscretas de aquellos que, al comprarse con nosotros, se consuelan de cualquiera que sea su complejo. O de aquellos que, sin quitarnos los ojos de encima, se preguntan cómo será vivir con un rostro como el nuestro.
Si algo hemos aprendido con el tiempo, es que los que no cumplimos con los cánones de belleza del momento y ni tan si quiera, con lo que se entiende como “normalidad” física, sabemos, sin embargo, leer el mundo de otra manera.
No perdemos el tiempo comparándonos con nadie que salga por la televisión, ni añoramos tener unos dientes blancos y perfectamente colocados. Qué va. Nosotros no prestamos atención a nada que vaya más allá de la funcionalidad de la propia anatomía humana.
Por supuesto que nos gusta mirar a los rostros, pero lo hacemos para disfrutar de la belleza. No los envidiamos. Nuestra autoestima no va de eso.
El primer día que se abrieron las calles tras el confinamiento, nos resultó tremendamente divertido salir con una mascarilla. De repente, así como por arte de magia, debíamos ocultar nuestras mandíbulas deformes, al resto del mundo.
Después de años soportando tantas miradas con tantos matices de vergüenza ajena, compasión o cotilleo hacia nosotros, viene una pandemia a decirnos que tapemos nuestra diferencia detrás una mascarilla. Quien nos iba a decir que estos 13 cm. aproximados de tela, nos iba a acercar a la “normalidad” estética, haciéndonos, en apariencia, iguales al resto.
Preparados ya con la mascarilla, nos cogimos de la mano y comenzamos nuestro paseo al aire libre.
Nos miramos y yo me reí divertida al verle esos ojos tan despiertos y dispuestos a no perder detalle. Él también se rió al mirarme a mí. Lo cierto, es que la risa siempre ha sido nuestra mejor terapia. Y es que la risa, al igual que el llanto, eso sí que nos hace a todos iguales.
Después de nuestros primeros pasos por la calle que va paralela al río, nos dimos cuenta de que aquello se había convertido en un gimnasio al aire libre. Era curioso observar ese gran desfile de mascarillas cubriendo los rostros de tantos cuerpos sudorosos, corriendo como si no hubiera un mañana.
De vez en cuando, las sirenas de las ambulancias se abrían paso entre la multitud, para recoger a algún energúmeno deportista, que estaba desplomado en el suelo por un golpe de calor.
Nos cruzamos también con familias, adolescentes en patines y con otras personas que caminaban más tranquilas. Y nada.
Ni rastro de miradas inquisitivas o curiosas hacia nosotros. Todas eran prácticamente neutras. Como las que me imagino, se dan a los desconocidos cuando no llevan mascarilla, pero poseen un rostro clasificado de “normal”.
Cuando nos dispusimos a dar media vuelta para comenzar el regreso a casa, una pareja de corredores que iba hablando entre ellos, no reparó en nuestro pausado cambio de dirección. Al girarnos, nos encontramos de bruces con ellos. El impacto entre nosotros fue tan fuerte que caímos al suelo y las mascarillas se quedaron a la altura de nuestras gargantas.
Los deportistas se disculparon mil veces, mientras nos ayudaban a levantarnos. Cuando estuvimos ya en pie y nos miramos todos para los consiguientes perdones y disculpas, en aquel momento, aún sin la mascarilla en nuestro rostro, ellos seguían disculpándose asustados por el golpe que sin querer nos habían propinado. Pero lo seguían haciendo con unos ojos neutros. Como si nuestras mascarillas siguieran tapándonos las mandíbulas deformes, cuando no era así. Estábamos mostrándonos al descubierto.
Nos vieron sin mascarilla, tal y como somos, y ahí estaban, sin cambiar un ápice su mirada de preocupación por el impacto. “Estamos bien. Solo ha sido el susto. No pasa nada”. Tras mis palabras, ellos parecieron tranquilizarse y volvimos a enfundarnos nuestro artilugio facial. Nos despedimos y cada cual siguió su camino.
Al retomar la marcha, los dos lo habíamos sentido y nos quedamos un rato en silencio.
Quizás la urgencia de lo importante, que era la preocupación de aquella pareja por asegurarse de que estábamos bien, les había hecho poner en un segundo plano, la apariencia de nuestras caras.
O quizás, en realidad, hemos tenido más miradas neutras a lo largo de nuestra vida, pero hemos permanecido ofuscados en percibir con más intensidad, las de aquellos que nos hacen sentir diferentes. Las de aquellos que nos recuerdan, constantemente, que somos feos.
No hemos fallado ni una tarde en dar nuestro paseo con mascarilla. Nos gusta porque nos recuerda que hay otra manera de mirar y de ser mirados. Quizás sólo sea cuestión de que las personas pongan en orden sus prioridades y dejen de mirarnos como si fuéramos bichos raros.
Mientras eso pasa, seguimos disfrutando de nuestro paseo, sabiendo que todos nos parecemos más de lo que creemos, detrás de esta mascarilla.
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