El 27 de abril el Teatro Romea se llenó para ver un clásico de casi cien años: Luces de bohemia de Ramón María del Valle-Inclán. Fue a cargo de la compañía Teatro Clásico de Sevilla, bajo la dirección y adaptación de Alfonso Zurro. Había expectación por ver este clásico moderno que renovó radicalmente el género dramático español. Pero, ¿puede sorprender todavía este esperpento a los espectadores? Desde luego que sí. Teatro Clásico de Sevilla lo consigue puliendo lo más innecesario del texto y resaltando aquello que, desgraciadamente, sigue vigente en la sociedad española.
Sin lugar a dudas, destaca el diseño de la escenografía y del vestuario de Curt Allen Wilmer. La iluminación de Florencio Ortiz, también. El vestuario (Rosalía Lago) y la pintura del mismo (Taller María Calderón) atrapan y nos llevan a un mundo pretérito de ecos expresionistas. Abordemos detenidamente esta excelente labor.
La escena se recrea a veces con situaciones casi simultáneas. De esta última manera el escenario se parte en dos para iniciar o congelar parlamentos de personajes que confluyen paralelamente, de modo que los actores comparten ambos momentos dramáticos. Resulta ingeniosa la composición modular mediante cajones que sirven de ataúd, cama, librería, café o cima de rebelión y falsa heroicidad.
La unidad modular, cuando representa un féretro, sirve además como metáfora del vía crucis a modo de analepsis de Max Estrella. La obra empieza por una de sus últimas escenas, en el entierro del pobre poeta, y es don Latino el encargado de contarnos sus últimas horas. El vestuario de los actores, exceptuando a Max, el Marqués y el mismísimo Valle (en el original Rubén Darío), tiene un tratamiento cromático que recuerda como hemos dicho a las pinceladas del expresionismo y supone puro goce de textura visual. Muchos personajes, como los del lumpen tabernario, parecen sacados de un cuadro de Emil Nolde. Que en el teatro se reconozcan obras pictóricas o cinematográficas es reconfortante, y allí también aparecieron sombras proyectadas a lo M, el Vampiro de Düsseldorf que inquietan al espectador, especialmente con la madre del niño muerto.
Teatro Clásico de Sevilla nos ofrece una versión de la obra de 1924 que rezuma teatro vanguardista, casi brechtiano, con personajes o un coro que narran las acotaciones del texto original y que se dirigen al público en claro guiño al teatro épico del dramaturgo alemán. La actuación de los personajes asombra. La de todos. Otorgan perfecta forma y fondo a una España en descomposición, absurda y corrupta. Muchos lances de la acción hacen reír desde lo más profundo del dolor. Resulta un esperpento todavía muy actual. Así lo puede ver y escuchar el espectador. Desde los añadidos gritos de los jóvenes modernistas, con su “¡Abajo la ley bozal!”, hasta los sobres de dinero de la ministra. Casualidad también del ayer y del hoy es Mateo, el preso catalán (anarquista, eso sí). La mención a la “prensa canalla” tampoco ha envejecido mal. Parece que todavía hoy, como dicen los sepultureros de Max, en nuestro país solo se premia lo malo: el robar y el ser sinvergüenza.
Los conocidos ministros golfos de nuestra Historia Moderna, las tensiones presentes con el derecho a la libertad de expresión y alguna sentencia judicial acongojante sirven para zambullirnos en este clásico actual en el que quizá España siga siendo una deformación grotesca de la civilización europea. No es de extrañar por eso que Max muera en la calle aterido de frío. Y en esta versión, además, en pose de crucifixión. Todo un inútil sacrificio para uno de los pocos que ve y dice la verdad sobre lo que le rodea.