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Madre (no) hay más que una

«Pero aquellas mujeres trabajaban todas

juntas en la más grande de las tareas:

estaban creando gente, y lo hacían bien»

Matriarcadia, 1915

Charlotte Perkins Gilman

Ahora que ya tenemos muy cerca las fechas donde se celebra el modelo de familia blancacishetero por antonomasia y con ello, como daño colateral, el ideal de mujer-madre en nuestra tradición judeocristiana (sí, han acertado, me refiero a la Navidad y al portal de Belén y a la Virgen y San José y el niño que está en la cuna), me parece oportuno poner sobre la mesa, junto a la sangre de cristo, el tema de la maternidad.

La historia de las mujeres en el Patriarcado, desde que se inaugura la temporada fisiológica de ser madres hasta que decidimos ser madres o no serlo nunca, es una historia llena de violencia. Violencia de píldoras anticonceptivas, violencia obstétrica y violencia con forma de cárcel simbólica en cuanto al mandato de género. Tanto si decidimos cruzar el umbral de la maternidad como si no, una tiene la permanente sensación de ser una propiedad social atrapada entre barrotes de opiniones y expectativas. El derecho a la autodeterminación de tu cuerpo es un tema complejo si eres mujer, pero es el más difícil todavía si eres madre. Así pues, la maternidad prolonga el eterno tutelaje al que somos sometidas las mujeres, esta vez no sólo y directamente por el Poder Macho, sino por las mismas Seguratas del Orden Patriarcal.

Éstas son las encargadas de homologar La Maternidad de Portal de Belén y se horrorizan cuando se habla, por ejemplo, de maternidades perturbadoras como las que protagonizan las madres en las novelas de «El quinto hijo» (1988) de Doris Lessing y «Tenemos que hablar de Kevin» (2003) de Lionel Shriver, o la madre-loca en el inquietante relato de Charlotte Perkins Gilman «El papel pintado amarillo» (1891), escrito, en palabras de la propia autora: «Después de haberme trasladado al mundo de la alegría a través de esta milagrosa huída». Se refiere Charlotte aquí al momento en el que la brillante escritora decide sacarle una peineta a su eminente psiquiatra para engrosar así la fila de las que se salvaron por desobedecer (mucho habría que decir y escribir sobre la relación de la ciencia y la medicina machas y las mujeres y les disidentes de género).

Y ya que estoy en el S.XIX, «The Odd Women» de George Gissing (1893) es una novela sin duda alguna feminista por su visión crítica respecto a la mirada masculina que todo nos gobierna.  La novela, de título intraducible por su juego de palabras (odd –al igual que queer, ¡qué casualidad!- en inglés significa ‘raro’, ‘extraño’ pero también ‘impar’), todavía no ha sido traducida al español (señorxs editorxs si me estáis leyendo, sabed que aquí hay una traductora dispuesta) y se desarrolla en el contexto de la Inglaterra victoriana con la población masculina reducida a la mitad por las guerras, donde consecuentemente no todas las mujeres tienen un hombre con el que casarse; quedan las ‘impares’, pero también las ‘raras’. El título fue en parte rescatado casi cien años después por la maravillosa Vivian Gornick en «La mujer singular y la ciudad», otra voz que sin duda alguna haría saltar las alarmas a la Gran Hermana que nos vigila para que las mujeres hablemos con frasecillas vacías como si fuéramos eslóganes publicitarios de un producto que bien sabemos es harto falluto: la maternidad patriarcal.

La maternidad patriarcal es una. Si algo sabe hacer bien el Patriarcado es convertir lo plural en singular mediante todo tipo de herramientas de control: discurso médico-científico, discurso biologicista-determinista, el lenguaje y su trampa de considerar lo masculino como lo universal, etc. (Gracias Monique Wittig, yo sin ti ya no sé pensar). Del mismo modo que la imperativa «¡Pórtate como un hombre!» hace referencia a portarse como un tipo de hombre bien concreto y delimitado (no llores, sé fuerte, sé valiente), el «Madre no hay más que una» también se refiere a una madre muy concreta, tan tan concreta que sólo hay una, y es como esa que hay que ser, porque es esa LA MADRE, la única y verdadera. ¿Cuántas que no cumplimos los preceptos patriarcales nos quedamos fuera? Para empezar, todas las que, como yo, algún día dijeron (o pensaron pero nunca se atrevieron a decir por presión social, por no acabar en el infierno donde vamos las malasmadres) que ser madre patriarcal es una mierda, todas las que nos negamos a entrar en esa especie de apartheid materno donde se renuncia a tener una vida propia: las que no nos gusta sacrificarnos, las que no somos abnegadas, ni felices esclavas de nuestra descendencia.

Para seguir también quedan fuera todas las que configuran la familia mucho más allá del esquema estrecho de las relaciones monógamas hegemónicas y viven la crianza en colectivo; un marco antipatriarcal, pues (además de no obedecer rígidos binarismos de género) algunas de estas comunidades no conciben las relaciones sexuales como directamente vinculadas con la crianza y los cuidados –rompiendo así con los regímenes patrilineales y con el mito del amor romántico en lo que a lo reproductivo se refiere-, y un marco anticapitalista en la concepción de las relaciones con la criatura que no es ‘propiedad’ de nadie, sino responsabilidad y tarea de todes. Y para terminar, también se quedan fuera las que están controladas no sólo por nuestro especial Gran Hermana (en los parques, a la salida del cole, en las reuniones con la seño, en las conversaciones sobre lactancia o colecho que siempre acaban con ese tu hije es demasiado mayor para eso y otras observaciones nazis, intrusivas e irrespetuosas del estilo) sino las que están bajo la perversa supervisión de los servicios sociales, de la Ley de Extranjería, de las instituciones machas y del Estado: las putas, las mujeres migrantes, las racializadas, las lesbianas, las trans, las drogadictas, las precarias, las presas, en definitiva, las lumpenmamás.

En una cultura como la nuestra, configurada en torno al poder masculino, la visión de la madre queda reducida, lógicamente, a la reproducción y a lo doméstico. Por eso la madre no participa en lugares políticos; en un entorno patriarcal cuesta mucho trabajo que crezca la figura de la madre como sujeto político, mucho menos asociada a lo subversivo o a lo revolucionario. Como señala Casilda Rodrigáñez, «Una sociedad con madres patriarcales (…) no cría a su prole para el bienestar y para su integración en un tejido social de relaciones armónicas (…), sino para la guerra y la esclavitud», dicho de otra manera, las madres patriarcales contribuyen a perpetuar sistemas de violencia que emanan desde el poder masculino que antes señalaba. Bajo esta perspectiva, ¿hay algo más peligroso para el Sistema que las madres antipatriarcales? Yo creo que no.

El imaginario que atraviesa la noción de MADRE en singular no se limita sólo a hacer una lista de características morales y conductuales, el imaginario de LA MADRE en singular es también blanco, cis, heterosexual, monógamo y de clase media. Estamos, pues, ante unas dimensiones no sólo machistas y misóginas, sino también ante unas violencias que tienen su origen en el racismo, la homofobia, la transfobia y la clase. Es así como se configura la otredad, es así como LA MADRE levanta un muro donde a un lado quedan las ‘nosotras’ y al otro las ‘ellas’ o las ‘otras’. Las ellas y las otras quedan invisibilizadas y este ninguneamiento es el caldo de cultivo desde donde después se criminalizan y se deslegitiman las otras maternidades, las otras formas de ejercer el trabajo materno, como muy inteligentemente me enseñó Luisa Fuentes Guaza a llamarlo en nuestro conversatorio en el Centro Hacedor de Futuridades Maternales; trabajo sí: trabajo doméstico, trabajo de cuidados, trabajo materno, trabajo sexual.

«Madre no hay más que una» es una llamada al orden, un mandato a la homogenización, a la unificación de la pluralidad en la singularidad. Del mismo modo que de manera malévola desde argumentos racistas y xenófobos se espera que las personas migrantes ‘se integren’ en nuestros barrios, es decir, dejen de ser ‘ellos’ para convertirse en ‘nosotros’, dejen sus costumbres para asimilar y reproducir las nuestras, la madre en singular es una llamada a perder la identidad y la maternidad propias.  

Así que lo siento pero no, madre hay más que una. Madres hay muchas. 

«Pero aquellas mujeres trabajaban todas

juntas en la más grande de las tareas: