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Materia, tierra y desarraigo: una lectura de 'Tierra fresca de su tumba', de Giovanna Rivero
La crítica literaria suele proponer etiquetas en su tarea principal: desbrozar el corpus de la literatura contemporánea y sugerir las formas en que la misma resulta comprensible. No obstante, con más frecuencia – aunque esto no sea en sí mismo negativo –, esas etiquetas alcanzan más modestamente a servir de puente entre el mercado editorial y los lectores. Uno de estos marbetes, ahora, pasa por el llamado “nuevo gótico latinoamericano”, que describe una veta que ha ganado importancia en la narrativa latinoamericana que recupera en los últimos años motivos de la narrativa fantástica, el cine y la novela de terror, el weird y la ciencia ficción, en su vertiente más oscura o tenebrosa, una veta cultivada por un número relevante de autores y, llamativamente, autoras, que goza hoy día de una nueva visibilidad. En recientes estudios sobre el género, críticos como Justin Edwards y Fred Botting reflexionan sobre la globalización del gótico apuntando cómo este “modo” narrativo provee un lenguaje, en el mundo moderno globalizado, útil para expresar cambios que afectan implacablemente y de diversa forma a diferentes tradiciones y pueblos, de ahí su extraordinaria difusión. Los cambios sociales y culturales fruto de estos procesos globalizadores producirían nuevos terrores con frecuencia encarnados por versiones de viejos tropos góticos que, en cada proceso de adaptación/transculturación, establecen conexiones con tradiciones míticas y culturales diversas, en relación dialéctica con específicos procesos de modernización en cada caso. De ahí también que se haya acuñado el término “gótico andino” para celebrar esta literatura en países como Perú o Bolivia.
No cabe en una reseña breve como esta delimitar el género, describirlo en profundidad o discutir si este “fantástico”– término predilecto desde que Borges y Bioy Casares empezaran a mapear la fantasía en América Latina – es más o menos “gótico”, o más o menos “nuevo”. Baste apuntar que el modo en que el mismo está colonizando desde los márgenes la narrativa más mainstream tiene mucho que ver hoy no solo con cuestiones de oportunidad de mercado, sino con la necesidad de ensanchar las fronteras del realismo en nuestro siglo. A través de lo imaginativo y lo distópico, la literatura dibuja interrogantes que afectan a nuestro futuro como especie, en concomitancia con algunos planteamientos a cargo de los nuevos feminismos, ecologismos y poshumanismos teóricos. Mirada en perspectiva, la literatura latinoamericana de la segunda década del siglo XXI parece verse crecientemente interpelada por la complejidad de un presente en crisis ante el que debe postular, como apunta la catedrática Francisca Noguerol, “alguna forma de compromiso ético”. El cultivo de estos géneros por parte de algunas de las poéticas más exigentes quizás pueda leerse desde ahí. Si la modernidad había construido una sólida separación de la esfera de la cultura humana respecto de la naturaleza, concibiendo al ser humano como una especie autorizada a someter al planeta a su antojo, y eso había hecho nacer monstruos que bajo la aparente promesa de salvarnos nos llevarían a nuestro autoexterminio, la tarea del pensamiento estribaría – como afirmaba hace dos décadas el antropólogo Bruno Latour – en restablecer esas conexiones entre el mundo natural y la cultura para, así, “aminorar, desviar y regular la proliferación de los monstruos representando oficialmente su existencia” (Latour, 2007: 29-30). Este trabajo de representación de los monstruos que emergen en las grietas de un proyecto moderno/colonial, en su etapa global, que se derrumba, buscando superar la parálisis posmoderna e incorporando en la mirada un diálogo con el medio ambiente, podría ayudar a iluminar el malestar cultural del que parte el resurgir de esta corriente imaginativa – llámese gótica o fantástica– en la literatura de América Latina, una corriente que tiene en Giovanna Rivero (Montero, 1972) a una de sus mejores representantes. En Tierra fresca de su tumba (Candaya, 2020), la narradora boliviana explora esta veta con un lenguaje de poderoso aliento poético, en seis extensos y magistrales cuentos. En ellos reverberan ecos de la mejor tradición del gótico anglosajón (Lovecraft, Shelley, Poe, Hawthorne…), pero también del mejor fantástico (Quiroga, Arreola, Levrero...), e incluso del existencialismo (Bombal, Onetti, Rulfo…) hispanoamericanos, y a estos se suma también, en algunas de las ficciones, el influjo de la ciencia ficción.
Desde el mismo título, la materialidad de la tierra se vuelve protagonista en el libro: esa tierra fresca parece quererse la materia prima a partir de la cual articular todo un juego de metáforas que permiten explorar un sentido transversal. La tierra predomina en la poderosa imagen que aparece en la portada de la edición de Candaya: un buitre gobernando un camposanto, posado sobre un montón de tierra removida. Esa materialidad informe impregna todos los textos del volumen. Destacan sus cuentos por apelar a una extraordinaria sensorialidad. Rivero escribe con los cinco sentidos. La materia no solo se ve, sino que se masca, se exprime, se sorbe, se devora, se siente en la piel y en los huesos. El primero de los relatos, “Mansedumbre”, concluye frente a un montón de esa tierra, como el de la portada que acabamos de ver, pero comienza con la pregunta “¿Era caliente el líquido viscoso que te dejaron ahí? (…) ¿Era un líquido como la clara de un huevo?” (9). Desde la primera frase, pronunciada por el cínico personaje “pastor Jacob”, la fecundación contra natura se refiere como un fluido que se identifica con algo comestible. Pronto el relato revela su motivo: la violación de una serie de jóvenes y adolescentes en una comunidad religiosa que recuerda a las más de ciento cincuenta realmente ocurridas entre 2005 y 2009 en Manitoba, Bolivia. Un líquido viscoso que es semilla maldita, semilla que fertiliza la tierra en que devienen los cuerpos que somos, como el de Elise, una de las víctimas, integrante de esta secta menonita de origen alemán que vive en la total aculturación respecto del contexto que los rodea, de espaldas a la modernidad y en conflicto con la cultura de los pueblos originarios. La semilla también es, en el cuento, la palabra de un dios extranjero que ahoga las almas en una cultura de la opresión patriarcal. El cuento subraya, en su lenta progresión, cómo lo simbólico es la primera forma de lo carcelario: cómo, desde un determinado lenguaje, resulta imposible concebir los términos justicia o reparación. Por eso, será la tierra, la Pachamama, a la que rinde culto la cultura aymara, marginada en el universo que se nos dibuja y en las antípodas de la palabra de ese dios alemán, lo que restituya una posible justicia ajena a los códigos foráneos, devorando al violador, que deviene semilla, cerrándose un círculo.
En varios de los relatos de Rivero la tierra se convierte en un disolvente que deshace el imposible aislamiento de los seres humanos respecto del mundo material y natural, para, paradójicamente, devolver la visión a los personajes a menudo a través de su oscuridad. En la poética de Rivero, ambas, luz y oscuridad, se dan en “un mismo pliegue” (79). Así lo expresa la narradora de “Cuando llueve parece humano”, un cuento que pone en juego dos planos que acaban confluyendo en un final donde un pasado y un presente violentos se iluminan mutuamente. La tierra deviene también la metáfora para pensar cómo se relacionan cuerpos y territorios de modo complejo en las identidades globalizadas – o mejor, glocalizadas – del presente, donde se vuelve imposible el arraigo y toda pureza es borrada, pero también donde los cuerpos llevan consigo las marcas culturales que impiden que podamos escapar de una tierra que nos alcanza tarde o temprano, por muy lejos que vayamos. Todos los personajes de estos cuentos presentan vidas atravesadas de parte a parte por la migración física o por diferentes procesos de desterritorialización cultural. En el caso de “Cuando llueve parece humano”, Rivero toma como protagonista de su relato a la cultura japonesa, minoría que forma parte desde hace un siglo de la idiosincrasia boliviana. La cultura del lacónico haiku y del sutil origami encierra también sórdidos secretos si se está dispuesto a escarbar bajo tierra. Por eso, en este cuento la tierra también se revuelve, se desordena, como ocurría en la imagen de la portada del libro, como ocurría en el cuento anterior, como desordenadas están las raíces culturales de Keiko, la protagonista, quien bucea en sus recuerdos en el jardín de su casa en Santa Cruz, un jardín que la anciana se obstina en cuidar y abonar. La tierra aquí será el puente a la verdad de los cuerpos, como nos enseñó Rulfo. Así, si la señora Keiko deja pisotear a su hija “la grama nutrida con abono, los huesos de sus plantas” (75), cuando ya sepamos que lo terrible ha sucedido, leeremos cómo deseará cerrar los ojos y “aspirar el aroma” del “pelo mineral de la muchacha” (79), ser una con la tierra para, de algún modo, dejar atrás el dolor. El cuento propone una aterradora forma material – por contigüidad táctil –, más allá de lo simbólico, de recuperar la memoria. Su macabro final, que rompe el verosímil realista, puede pensarse acaso también como un modo de reconciliarse con los pecados que determinan la trayectoria errática de los personajes y, por ende, de los seres humanos.
Varios de los cuentos, en la tradición de un gótico que cabe leer iluminado desde el poshumanismo y la ecocrítica, involucran a animales, incluso en los mismos títulos. En estos cuentos los animales no se humanizan, no son representaciones de fuerzas sobrenaturales, no se desnaturalizan ni tampoco forman parte del decorado: son presencias inquietantes que tienen un enorme peso simbólico y colaboran en la transformación psicológica de los personajes. “Hermano ciervo”, “Piel de Asno” o “Pez, tortuga, buitre” son ejemplos de ello. Este último tiene como protagonista a Amador, un marinero salvadoreño que se enrola en un barco pesquero para huir de la Mara Salvatrucha: de nuevo, una subjetividad en tránsito ahora en un relato anfibio, entre la tierra y el agua. La narración principia en un diálogo entre Amador y la madre de Elías Coronado, su joven compañero mexicano de naufragio, muerto trágicamente en alta mar. Amador aparece sentado en la cocina de la madre de su “hermano de naufragio” para presentarle sus respetos. Las tibias tortillas que ella le ofrece contrastan con el hambre, la sed y las penurias que vivieron en su propia carne y que Amador cuenta en su relato, una y mil veces reproducido por los medios de masa, versión que Rivero también nos entrega. Pero el cuento nos habla del contraste entre los hechos y ese juego de versiones que funda y enmascara la realidad. A cada bocado de esas tortillas, redondas como una hostia – en la tradición cristiana, el cuerpo sacrificado de Cristo–, Rivero obliga a su personaje a atravesar las máscaras en pos de la verdad de la que fue testigo y que pasa por la rotura de los compartimentos estancos que articulan las ficciones que construimos, ficciones que nos secuestran bajo la aparente promesa de salvarnos de la sinrazón o el caos. Por eso, Amador parece aflojar la resistencia a recordar al final del cuento, para reconocerse al fin en las metonimias de un espacio y un tiempo acuáticos que parece no poder abandonar. Amador comulga, así, por medio de esas tortillas, con la verdad del cuerpo de su amigo muerto, que se impone a todas las ficciones: “soy pez, soy tortuga, soy agua, soy red, soy buitre” (50). El desiderátum final expresado por este personaje, ser uno con el mundo animal o natural, en el fondo, resulta vía de salvación y, a la vez, castigo, en Nadine Ayotchow, la protagonista del cuento “Piel de Asno”. Este relato involucra la cultura indígena norteamericana, la tradición cultural del gótico europeo, el weird americano y diferentes referencias bolivianas y latinoamericanas, referencias que se cruzan en los complejos orígenes de los migrantes adolescentes protagonistas. Nadine, narradora en primera persona, cantante de góspel en un templo religioso, relata a toro pasado cómo en compañía de su hermano David escapa por la gélida geografía canadiense de una infancia terrible y un futuro incierto hasta llegar a esa comunidad religiosa. El cuento propone una reflexión sobre la errancia, sobre el maltrato, sobre los hilos precarios que mantienen unida a la familia o nos convierten en comunidad, sobre el modo en que la violencia, los cruces culturales y los encuentros azarosos constituyen a los individuos a lo largo de sucesivas migraciones. “Piel de Asno” insinúa también el influjo de lo mágico-mitológico, pues el contexto de la confesión que da formato al texto resulta una investigación conducente a gestionar un fenómeno sobrenatural: la hibridación entre ser humano y animal. La violencia biopolítica es, sobre todo, el tema central de “Hermano ciervo”, un aterrador relato slipstream donde, quizás, lo de menos sea el componente científico. El relato muestra la precariedad de la vida de una pareja de jóvenes migrantes bolivianos vinculados con la academia estadounidense, perdidos en el duro invierno de Ithaca, en el Estado de Nueva York, localidad donde se erige la prestigiosa Universidad de Cornell. Ambos discuten sobre la posibilidad del retorno al país de origen o la de permanecer allí, sin que ninguna de las dos opciones se abra en el horizonte como una solución para sus vidas, al tiempo que él participa como conejillo de Indias en un peligroso estudio farmacológico. En este magistral relato de desamor, de un poderoso lirismo, un ciervo muerto a balazos mancha con su sangre la nieve y la tierra frente a la ventana de la casa junto al lago Cayuga que habita la pareja. Dejado descomponer durante días a la intemperie, el animal resulta una presencia que da pie a toda una serie de reflexiones que harán progresar la trama hasta su final abierto y cruel, donde la muerte se asume y naturaliza como algo tolerable en la experimentación médica, máxime si quienes participan en ella son sujetos migrantes. Por último, también “Socorro” – el que quizás sea, junto con el anterior, el mejor relato del libro – se halla protagonizado por una académica afincada en los Estados Unidos, esta vez sí aparentemente exitosa, que retorna a la provincia de Santa Cruz en compañía de sus hijos y su marido para reunirse con la familia boliviana. El relato explora el territorio de la locura; la idea de la familia como enfermedad colectiva; los motivos del incesto, de la culpa y su silencio; la ineficaz represión química del dolor emocional cada vez más común en nuestras sociedades, y la imposibilidad de tomar distancia respecto del pasado y la tierra de origen. De nuevo, el cuerpo femenino y sus fluidos – en este caso, la leche generada como efecto secundario del consumo de fármacos y la violencia biopolítica sobre la mujer– será la imagen simbólica que permitirá bucear en un oscuro secreto familiar. En el cuento, en el que Rivero construye un universo de extraordinaria densidad poética, brilla especialmente el inquietante y magnético personaje de Socorro, nombre propio que remite al angustioso grito que reclama un lugar en medio de la noche, a pesar del éxito aparente que parece haber alcanzado la protagonista, en una lejanía imposible de la tierra donde nació y de los muertos que aún aguardan allí. Socorro es, a fin de cuentas, el espejo negro que devuelve la imagen de nuestros propios miedos.
Asesinas inesperadas, cadáveres que aguardan para abrazarnos bajo la tierra, magia negra, enterramientos en vida, violaciones en serie, tumbas, naufragios, pájaros de mal agüero, híbridos entre ser humano y animal, locas lúcidas, experimentos médicos más allá de los límites éticos, caníbales y suicidas pueblan estos seis oscuros relatos llenos de lirismo. Seis cuentos que dibujan un universo entre lo local y lo global, más rural que urbano, en el que Rivero, escritora de origen boliviano y residente en los Estados Unidos, inscribe un fructífero diálogo con las tradiciones globales, continentales y nacionales. En todos ellos, Bolivia y América Latina, lejos de desaparecer, forman parte esencial del modo en que los personajes experimentan su desarraigo. Libros como este, de Rivero, dan muestra de cómo la narrativa latinoamericana está escribiendo un capítulo de enorme interés en los últimos años de la mano de sus autoras. Giovanna Rivero es ya una de las voces más importantes de la literatura de su país y con Tierra fresca de su tumba se consagra como una de las cuentistas más a tener en cuenta de la actual literatura en español.
Referencias citadas:
Botting, Fred and Justin T. Edwards (2013). “Theorising globalgothic”. En Byron, Glennis (ed.) Globalgothic. Manchester UP: 11-24.
Latour, Bruno (2007). Nunca fuimos modernos. Ensayo de antropología simétrica. Madrid: Siglo XXI.
Noguerol, Francisca (2020). “Contra el Capitaloceno: escrituras subversivas en el siglo XXI”. En Waldegaray, Marta (ed.). Anfractuosités de la fiction: inscriptions du politique dans la littérature hispanophone contemporaine. ÉPURE - Éditions et presses universitaires de Reims: 51-75.
Rivero, Giovanna (2020). Tierra fresca de su tumba. Barcelona: Candaya.
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