Fueron las más trabajadoras, las más valientes, las perdedoras, las ignoradas, las olvidadas o los personajes secundarios de una película que siempre ha estado protagonizada por hombres, incluso siendo ellas las protagonistas principales del guion. Me es imposible nombrarlas a todas, pero cada uno de los nombres que he elegido, a su manera, con voz propia y en contextos muy distintos, forman hoy parte de mis referencias.
Las miles de trabajadoras textiles que decidieron salir a las calles de Nueva York, el 8 de marzo de 1857, con el lema 'Pan y rosas', para protestar por las míseras condiciones laborales y para reivindicar un recorte horario y el fin del trabajo infantil. Porque su lucha sirvió de referencia para fijar la fecha del Día Internacional de las Mujeres.
Las ciento veintitrés mujeres que murieron en Nueva York, en marzo de 1911, víctimas de las llamas porque los responsables de la fábrica en la que trabajaban habían cerrado todas las salidas con el pretexto de evitar robos. Porque tras sus muertes hubo un cambio en las normas de seguridad y salud laboral en el país.
Rosa Parks, que en 1955 decidió sentarse en medio de un autobús en el que los negros, aun teniendo que pagar billete, debían subirse y bajarse por la puerta trasera para ocupar los últimos asientos. Cuando el autobús se llenó y le pidieron que se levantara, ella se negó. La acusaron de perturbar el orden público, durmió en el calabozo y pagó una multa. Porque las protestas, tras su acto, consiguieron que el Gobierno estadounidense aboliese cualquier tipo de discriminación en lugares públicos.
Simone de Beauvoir, por escribir sin miedo y hacernos más libres; por explicar con sus letras que la mujer no tiene que ser madre si ese no es su deseo y que no es una obligación dedicarse a criar hijos en casa, sino que somos libres para pensar y elegir las mismas oportunidades que los hombres.
Clara Campoamor, que luchó por el derecho al voto femenino, el divorcio, la igualdad de los hijos e hijas nacidos fuera del matrimonio y la abolición de la prostitución. Porque gracias a ella las mujeres pudieron votar por primera vez en España en 1933.
Kathrine Switzer, corredora de la maratón de Boston en 1967 con el dorsal 261, fue atacada por uno de los organizadores que quiso expulsarla por ser mujer. Ella defendió su derecho a seguir corriendo y terminó la carrera, por ella misma y por todas las mujeres que no tuvieron la oportunidad de hacerlo. Porque con aquel gesto rompió un tabú y fomentó la igualdad de género en el deporte.
Las primeras catorce madres de la Plaza de Mayo y todas las madres que se les sumaron después. Las que salieron de sus casas cada día de cada mes y durante cuarenta y tres años. Las que llevaban impresas en la piel la tragedia, la desesperanza y el amor y de allí les nació el coraje. Porque convirtieron su dolor y su miedo en lucha y así consiguieron que el mundo no olvidara y se hiciera justicia.
Katherine Hepburn, Madonna, Isabel Allende, Mery Streep, Carmen Alborch, Emma Watson… Transgresoras y rompedoras de estereotipos. Por contar, escribir, actuar y gritar lo injusto. Por posicionarse del lado de sus compañeras y poner voz a la desigualdad entre hombres y mujeres frente al mundo.
Las abuelas y en especial las mías, Lola y Carmen: La primera sacó adelante a cinco hijos vendiendo pescado con un carretón por calles sin asfaltar desde las cinco de la mañana y nunca la escuché querer ser otra. La segunda aprendió injustamente a vivir sola y me contó historias de pobreza, exilio y cárceles injustas. Porque gracias a ellas y a sus besos infinitos, aprendí a mirar con respeto al pasado, a querer sin fisuras y lo mucho que duele decir adiós para siempre.
Mis amigas, aliadas de vida y confidentes. Todas distintas. Todas verdad. Siempre ahí a lo largo de décadas de subidas y bajadas. Por sus lágrimas sinceras, sus abrazos, los miles de bailes y las noches y días de enriquecedoras conversaciones y las risas más contagiosas. Porque siguen estando aquí, pegadas a mi corazón, incluso ahora, cuando este virus nos separa de forma obligada.
Mi madre. Por enseñarme a mirar a los ojos, a decir la verdad y a respetar la diversidad, a mí misma y, sobre todo, la libertad: “Aunque te sientas diferente, sé tú siempre”. Y en ello sigo.
Ana, la abuela de las vías. Porque con solo una sillita de playa y su ejemplo de valentía y coraje, se enfrentó a quien hizo falta para que un muro no separara a su barrio. Y todas las que, como ella, aun viviendo en pueblos distintos, siguen peleando contra los mismos muros y trenes injustos.
Mis compañeras feministas. Desde la primera a la última. Por seguir gritando al unísono que si tocan a una nos tocan a todas; por no agachar las miradas ni sus voces frente a quienes atacan, agraden y manipulan la verdad. Por defender la memoria de las 1081 mujeres asesinadas por la violencia machista desde 2003 hasta el día de hoy y porque sé, con seguridad, que seguirán haciéndolo con el mismo ímpetu.
Este 8 de marzo volverá a ser el Día Internacional de las Mujeres. Pese a quien pese. Una fecha concreta que nos representa a todas; las que estuvieron, las que estamos y las que vendrán. Quienes se atreven a cuestionarlo, proponen otras conmemoraciones, acusan e insultan, tan solo se reafirman en su apoyo a la desigualdad y en su falta de respeto a los derechos de las mujeres.
Su desprecio nos hace más fuertes.
No han inventado nada nuevo.
Siempre fue así.
Solo tenemos que mirar atrás, recordarlas y tomar aún mayor impulso.