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Afganistán, tierra de los afganos, criadores de caballos

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Volverá. En unas horas, volverá. Lo supieron, también, los muyahidines, “personas que hacen la yihad”, antes que ellos, que potenciados y entrenados por Estados Unidos, en Pakistán, dentro del marco de la Guerra Fría y como reacción a la influencia, ocupación y provisión de armamento que, entre 1979 y 1992, ejerció la URSS sobre Afganistán, destinaban parte de la financiación que recibían de EEUU, 40.000 mil millones de dólares en veinticinco años, para recompensar a sus combatientes: matar a un maestro de escuela no muyahidín, 750 dólares; a una mujer sin burka, 10.000 dólares; a un clérigo no extremista, 2.500 dólares; por un avión militar abatido 30.000 dólares, y así una larga lista de objetivos pormenorizadamente tasados.

Se desconoce si sus herederos, los talibán, del pastún “estudiantes”, ejercen las mismas prácticas, pero no hay duda respecto de sus métodos y de sus extremistas creencias. El horror ha vuelto. Afganistán, literalmente tierra de los afganos, que hunde sus orígenes etimológicos en el primer milenio a. C., pues a los pastún, pueblo cuya existencia se documenta ya en el segundo milenio a d. C., comienza a llamárseles “afganos”, que significa, “criadores de caballos”, vuelve a enfrentarse al miedo. A la dominación. Vuelve el terror. O quizá nunca se fuera. Porque en 1994, dos años después de finalizar la ocupación y el periodo de influencia ruso, el ex muyahidín mulá Mohammed Ohmar, apoyado por Pakistán e Irán, reorganiza las fuerzas islámicas sunitas, con la intención de devolver a Afganistán la unificación religiosa que con las sucesivas invasiones había perdido, y un nuevo grupo, los talibán, se hace con el poder, dos años más tarde, dando, durante el periodo en que gobernaron, 1996-2001, dolorosas y sangrientas muestras de su fe. Que ahora repiten.

Han promulgado: imposición del burka a la mujer; enclaustramiento de esta en el ámbito doméstico prohibiéndole trabajar, solo pueden hacerlo como médicas y enfermeras un grupo reducido de mujeres, para atender a la población femenina. Se les prohíbe estudiar; hacer deporte; salir de casa sin su “mahram”, hombre de parentesco cercano; reír en público; llevar colores sexualmente atrayentes; utilizar maquillaje; llevar tacones; asomarse a las ventanas, las cuales, han de tener cristales opacos, para evitar que la mirada masculina de desconocidos manche a la mujer; si esta, en la calle, enseña los talones queda expuesta a latigazos públicos y si comete adulterio, al igual que todo ciudadano que disienta del régimen, a la lapidación pública. Los hombres jóvenes han de raparse el pelo; los adultos llevar barba, y unos y otros están obligados a vestir ropa islámica y gorra. La población en general ha de cambiarse el nombre por uno islámico si el que tiene no lo es. Y se prohíbe la televisión, el cine, el teatro, la radio, el ordenador, entre otras imposiciones.

Antes de esta sangrienta reconquista, durante el primer periodo de su mandato, 1996-2001, los talibán cometieron, además, el atentado cultural de la destrucción de los famosos budas de Bamiyan, restos de la influencia budista de India; llevaron a cabo la política de arrasamiento de tierras, quemando amplias extensiones de suelo fértil, y alentaron el matrimonio de niñas menores de dieciséis años con hombres que les triplicaban o cuadriplicaban la edad.

¿Quiénes son estos extraños?, a ojos de Occidente. Inicialmente, sus componentes, ciudadanos afganos mayoritariamente pastún del sur refugiados en Pakistán, se reclutaban en las madrassas, ---escuelas coránicas, de nivel superior, solo para varones, cuyo origen se remonta al siglo X, en las que se imparte un riguroso conocimiento de la Sharía, cuerpo de derecho islámico, y otras disciplinas como matemáticas, economía, lógica, literatura y escritura árabes, entre otras. Obtener el título de ulema, término que significa “los que tienen conocimiento” o “los que saben”, precisa de doce años de estudio e internamiento escolar--- y de aquí nace su nombre, talibán, del pastún “estudiantes”. Estos “estudiantes” , actualmente, están siendo reclutados, mayoritariamente, de la madrasa de Deoband, India, --- que fundada en 1867 como reacción al colonialismo británico, postula una corriente de fuerte carácter nacionalista e independentista y defiende el uso de la yihad para combatir y defender a los musulmanes del extranjero--- la cual está proporcionando mandos suficientemente cualificados no solo para llevar a cabo una guerra, y ganarla, sino para formar la base de una sólida burocracia estatal.

Sus estrategias de lucha no responden a criterios tomados al azar, como se ha podido comprobar en el conflicto recientemente concluido, sino que, como en este también se ha visto, mientras llevaban a cabo el plan operativo de extenderse y combatir por el norte del país afgano, para evitar antiguas contraofensivas, a la vez, han movilizado y conseguido adherir a la causa a combatientes de otras etnias, manteniendo, eso sí, la supremacía étnica que les caracteriza, la pasthún.

En 2016, su órgano supremo, El Consejo de Mando, contaba entre sus doce miembros, con un tayiko, un uzbeko, y un turcomano, si bien el resto de componentes pertenecían a la etnia pastún, la cual, está considerada la mayor comunidad musulmana del mundo, con unos cincuenta millones de miembros distribuidos entre Afganistán y Paquistán, y la que compone, en un cuarenta por ciento, la población total de Afganistán. 

Los talibán, conocedores del medio, no han desaprovechado el entorno. A lo largo de estos veinte años de lucha han ido evolucionando, y presentándose, como precursores del nacionalismo afgano actual. Su ideología se apoya en la aplicación de la Sharía, combinada con la práctica de un islamismo yihadista, y las normas sociales y culturales de los pastún y su código de honor, no escrito, el Pashtunwali “, Camino del Pastún”. Este código, practicado desde hace más de tres mil años, cuando el analfabetismo era la estrella de la cultura, excluye al género femenino, pero lo protege, porque la mujer, que es una pertenencia del hombre, puede ser ofendida solo con ser mirada por ojos masculinos distintos de los del padre, marido, hermano, e hijo, y, en esa circunstancia, la práctica caballeresca exige vengar la ofensa, que no será reparada sino hasta la muerte del ofensor; si este hubiera fallecido habría de morir el descendiente masculino más próximo, lo que ha provocado acciones de sangre interminables que han involucrado a tribus enteras durante varias generaciones. El código, también obliga, por el contrario, a conceder asilo al enemigo, si este invocara el citado privilegio. Tres mil años de arraigo es demasiado tiempo. Ha cumplido su palabra. Aquí está de nuevo. Me interrumpe otra vez.

Volverá. En unas horas, volverá. Lo supieron, también, los muyahidines, “personas que hacen la yihad”, antes que ellos, que potenciados y entrenados por Estados Unidos, en Pakistán, dentro del marco de la Guerra Fría y como reacción a la influencia, ocupación y provisión de armamento que, entre 1979 y 1992, ejerció la URSS sobre Afganistán, destinaban parte de la financiación que recibían de EEUU, 40.000 mil millones de dólares en veinticinco años, para recompensar a sus combatientes: matar a un maestro de escuela no muyahidín, 750 dólares; a una mujer sin burka, 10.000 dólares; a un clérigo no extremista, 2.500 dólares; por un avión militar abatido 30.000 dólares, y así una larga lista de objetivos pormenorizadamente tasados.

Se desconoce si sus herederos, los talibán, del pastún “estudiantes”, ejercen las mismas prácticas, pero no hay duda respecto de sus métodos y de sus extremistas creencias. El horror ha vuelto. Afganistán, literalmente tierra de los afganos, que hunde sus orígenes etimológicos en el primer milenio a. C., pues a los pastún, pueblo cuya existencia se documenta ya en el segundo milenio a d. C., comienza a llamárseles “afganos”, que significa, “criadores de caballos”, vuelve a enfrentarse al miedo. A la dominación. Vuelve el terror. O quizá nunca se fuera. Porque en 1994, dos años después de finalizar la ocupación y el periodo de influencia ruso, el ex muyahidín mulá Mohammed Ohmar, apoyado por Pakistán e Irán, reorganiza las fuerzas islámicas sunitas, con la intención de devolver a Afganistán la unificación religiosa que con las sucesivas invasiones había perdido, y un nuevo grupo, los talibán, se hace con el poder, dos años más tarde, dando, durante el periodo en que gobernaron, 1996-2001, dolorosas y sangrientas muestras de su fe. Que ahora repiten.